Jorge Canals
Las tres Venecias
M'Sur
Compañero de camino
Viajar con Jordi Canals es un placer que he tenido la suerte de disfrutar en varias ocasiones. El agudo observador –acaso un eco del periodista que fue– se funde con el profesor y con el contador de historias para configurar el perfecto compañero de camino. Recuerdo su voz en nuestro primer trayecto juntos, bordeando en coche el lago de Garda, donde se prodigó en todo tipo de anécdotas y detalles.
También lo hizo en Trento, donde ejerce la docencia universitaria, en una deliciosa cena en la que nos acompañaba —lo recuerdo como si todavía estuviera allí— el gran Pep Bernadas, alma mater de Altaïr. Volvió a mostrar sus dotes en una excursión que hicimos a Erto, en el valle del Vajón, donde buscamos al incomparable Mauro Corona, y más tarde al Belluno de Buzzati, con la preceptiva visita a la casa del escritor, y a su Levico Terme.
Ahora, en este extraño año sin viajes, en este tiempo de mascarillas y distancia social, siento muy cerca a Jordi a través de la lectura. Este nuevo libro suyo, Las Tres Venecias, es un recorrido por un territorio mágico que conoce como la palma de su mano, pero también por muchos años de paseos, de lecturas, de conversaciones, de experiencias. Leerlo es lo más parecido a sentarse a su lado en la máquina del tiempo y dejar que nos haga de guía. Dicho de otro modo, es lo opuesto al turismo de excursión organizada y selfie. Después de cerrar este libro, como después de los verdaderos viajes, nadie puede seguir siendo el mismo.
[Alejandro Luque]
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Las tres Venecias
Viajes por la Italia mitteleuropea
1
Melting pot en salsa adriática
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III
Un forjador de palabras
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Un triestino es él y sus circunstancias, pudiera haber reformulado Ortega, de manera enigmática, de haberse atrevido con el análisis idiosincrático de esta singular sociedad metropolitana del Alto Adriático. Pero mejor, y mucho más pertinente, el instrumento del psicoanálisis para entender el alma atormentada de Trieste. La observación no es nueva. Ya Claudio Magris ha insistido en el hecho de que el colectivo humano triestino constituye una entidad que se define exclusivamente por negación y para la que reconocerse en una cadena genética latina, levantisca, germánica, balcánica o semítica terminaría resultando tan groseramente reductivo que se ha optado por forjar un sustantivo de imposible traducción a otra lengua: triestinità.
Como barcelonés criado en los extremos del Ensanche puedo entender dicho concepto, pues basta rascar en mi epidermis mestiza y en la de mi vecindario para que asomen de inmediato a la superficie los genes maños, cántabros, gallegos, leoneses, gaditanos o zamoranos. Aun así ¿cómo atreverse a recurrir al hipotético sustantivo equivalente barcelonesismo —ya que descarto con mayor energía la imposible abstracción de un más hipotético barcelonidad— sin que mis lectores caigan en la trampa de pensar en la presunta afición futbolística como seña de identidad tribal? No. Desde hace tiempo me queda claro que la triestinità es otra cosa muy distinta. De definición imposible, pero tangible en cuanto intentamos desentrañar, pateando sus calles, la que fue su lenta construcción identitaria lograda por sedimentación. La lenta cocción de un pastel de hojaldre en cuyas distintas y frágiles capas encontraron pasajero acomodo almas errantes de mirada nostálgica por cuanto habían dejado a sus espaldas. Pero a saber si también James Joyce terminaría metiéndose en parecidos berenjenales…
Si a Joyce vuelvo cada tanto es porque el minúsculo estudio en la colina de San Giusto, donde mi esposa y yo vivimos hasta el día en que abandonamos la ciudad, se hallaba a escasos metros del domicilio en el que el escritor irlandés escribió de un plumazo el primer capítulo de Ulysses. Y eso, se quiera o no, de alguna manera termina a uno condicionándole la vida.
Era el verano de 1915, al poco de que, tras el estallido del primer conflicto mundial, Italia se decidiera al fin a entrar en guerra contra el Imperio Austrohúngaro rompiendo viejas alianzas. Fue entonces cuando James Joyce, con su característica caligrafía enmarañada, la propia de un individuo que padece problemas graves de capacidad visiva, escribió en el dorso de una postal que enviaría al hermano Stanislaus esta demoledora oración: «He escrito el primer episodio de mi nueva novela Ulises».
Stanislaus debió de recibir aquella postal histórica en Schloss Kirchberg, donde se hallaba confinado desde enero de aquel mismo año de 1915 por las autoridades austríacas, culpable de mantener relaciones peligrosamente estrechas con los componentes del grupúsculo de irredentistas triestinos que ansiaban para el puerto franco imperial la bandera de la joven Italia. Fueron aquellas las últimas semanas que James habitó en el apartamento de la segunda planta de Via Bramante, antes de que la familia emprendiera precipitado viaje a Suiza huyendo de la guerra que, pocos meses más tarde, arreciaría en el Karst goriziano poniendo en alarma a la capital de la Venecia Julia. En la fachada del último domicilio en que vivió el clan Joyce luce ahora una lápida que perpetúa en la memoria que allí germinó la semilla de una novela que prefiguraba el final de la novela. Lo que, francamente, es mucho decir. Es un alto edificio, renegrido y modesto. En su planta baja continúan abiertas las puertas de una osteria sin pretensiones, algo que sin duda el escritor dublinés habría apreciado.
La calle asciende en leve pendiente hacia lo alto de la colina de San Justo, en cuya cima se halla la Catedral donde reposan las tumbas de los herederos carlistas españoles a los que Austria felix dispensó apartado refugio. Y de no ser porque Via Bramante es hoy una calle traficada y ruidosa, la sensación es la de que el tañido de las campanas que llega de la basílica se esparciría cristalino y rodaría luego cuesta abajo por efecto de una rara materialización. El 12 de abril de aquel mismo año de 1915, hasta el templo habían caminado los miembros de la vasta familia Joyce, pues ante su altar, teniendo por trasfondo escenográfico los bellos mosaicos bizantinos de las naves laterales, Eileen, hermana del escritor, dio palabra de matrimonio a František Schaurek, joven de ascendencia checa. A saber por dónde andarán hoy sus vástagos.
Hoy como ayer, la hiedra vigorosa tamiza las murallas del castillo y la superficie del tosco campanario. En la alta explanada se camina por entre las ruinas del foro que allí edificaron los primitivos colonizadores romanos y que constituye otro más de los sustratos del exquisito pastel hojaldrado triestino. Al extremo de la explanada hay un mirador con vistas al golfo. Y el viajero advierte que la ciudad, desde aquella altura, tiene visos de laberinto. Hasta tal punto que apetece imaginar al escritor que, necesitado de una pausa en su trabajo, decidiera pasear por la cima despejada de la colina. Resulta fácil imaginarlo allí meditabundo. Sin lograrlo —pues su vista se ha deteriorado considerablemente en los últimos tiempos— trata de otear el mar en el que una goleta navega con las velas hinchadas de viento. Y su mente viaja entonces al mar de Dublín, a las calles por las que Leopoldo Bloom, el judío errante que tan vanas esperanzas alberga, deambulará en aquel mismo 16 de junio, la fecha fatídica en la que transcurre la acción novelesca de Ulysses.
Una mujer se ha sentado sobre un capitel corintio esculpido en blanca piedra de Istria que quedó arrimado a un paredón bajo que le sirve ahora de respaldo. Y teje con las agujas. Incansable. Es acaso una Parca que los dioses han depositado en tierra como recordatorio de que vivimos en un sueño poblado por símbolos. Un axioma que da aliento a la obra de ese dublinés que, desde la lejanía, sigue las luchas nacionalistas de los irlandeses que aspiran a una independencia de Gran Bretaña. Acontecimientos que Joyce observa con desapasionamiento. Nunca regresará, de hecho, a la patria redenta. Como tampoco regresará a Trieste una vez concluida la guerra y el antiguo puerto franco de Austria pase a ser territorio bajo soberanía del joven y belicoso Estado italiano. Guerra y paz…
Las blancas escolleras del golfo de Trieste son ahora un recuerdo al que vuelvo solo muy de vez en cuando. Puedo entrever la ciudad con los ojos de la imaginación, salvando la cordillera de montañas y la llanura véneto-friulana que se interponen entre los Alpes y el mar. Una vez más me asombra entonces la belleza de la metrópolis que se halla agazapada en el recodo de una ensenadura lejana, a cubierto de la aspereza de las tierras del interior por la muralla caliza del Karst. Y desde la distancia de centenares de kilómetros que me separan de ella, soy capaz hasta de reconstruir palmo a palmo el trazado de la carretera elevada que zigzaguea sobre el mar, a la sombra de la vegetación primaveral —es siempre primavera en los recuerdos triestinos del pasado, por más que yo viva bajo un dilatado invierno alpino— que ahonda sus raíces entre los escollos calizos. Y con ella zigzaguean los setos y los parterres de las villas que proliferan y se hacen más suntuosas y menos recónditas a medida que aterrizamos y nos acercamos a la ciudad. Un panorama apenas esbozado en el que un hacedor de gusto paisajista romántico no ha dudado, hace tan solo unos instantes, en introducir el motivo pictórico de una goleta solitaria que navega rumbo a las marismas de Grado, contiguas al estuario veneciano. Pero el cuadro se diluye más y más en el recuerdo y sé que en poco tiempo no será más que un boceto borroso.
Vivimos ahora en Alta Valsugana, un valle que se halla en la comarca de Trento. Trieste y Trento… Llevan el sello de ser marcas italianas doc desde hace tan solo un siglo, cuando el Tratado de Versalles adjudicó a Italia, sin discusión, sus respectivos territorios, confiriéndoles desde aquella fecha un innegable prestigio patriótico. Tanto que hasta el turista más despistado habrá advertido en sus viajes por los pueblos y ciudades de la entera península italiana esta pareja indisoluble de topónimos. Ninguna localidad de Italia septentrional, central o de su mediodía peninsular, carece de una plaza, una avenida o cuanto menos una calle humilde en la que no se perpetúe el binomio formado por el nombre de estas dos ciudades. Piazza Trento-Trieste… Via idem… Corso idem…
Tanto ha calado la fórmula en el callejero italiano que muchos de los italianos adultos —los menos viajados, claro está, y también los menos familiarizados con los vuelos satelitares que brinda Google Earth a cibernautas ociosos— suelen estar convencidos de que son escasos los kilómetros que separan una ciudad de la otra. Y aun he charlado, a bordo de un tren expreso que atravesaba la región de Calabria, con gentes que hubieran jurado y perjurado, por lo más sagrado de sus existencias, que ambas ciudades se hallaban en orillas opuestas de un mismo río y que, de resultas del desenlace de la Gran Guerra, las une desde entonces un gran puente de hierro tendido entre ambas márgenes. Una difundida leyenda metropolitana que vaya uno a saber cuándo arrancó y en qué demonios se fundó, pese a ser Trieste y Trento astros distantes. Y es que más de trescientos kilómetros de tierra, montes, cultivos, llanura y aire las separan. Sol y luna, agua y aceite, si se tiene en cuenta que la primera se halla enclavada a orillas del Adriático y que a la provincia trentina la atraviesa, en cambio, la espina dorsal de las Dolomitas.
Para estar en condiciones de echar debidamente raíces en Trieste o en Trento —o en ambas, como es el caso de un servidor— conviene estar algo familiarizado con la épica de la Gran Guerra. Desde nuestra llegada al territorio triestino, allá en otoño de 1986, asimilamos a pequeñas cucharadas este conocimiento clave. Para entonces no vivíamos aún en la ciudad y nos había tentado, en cambio, la experiencia de tomar domicilio en una pequeña casa inmersa en los tupidos bosques de Nabrežina [Aurisina]. Tanto si nos desplazábamos a la ciudad por la cornisa de roca calcárea que partía de la vecina Duino —exacto: el mismo Duino de las Elegías homónimas de Rilke— como si nos internábamos por la carretera interior que nos llevaba a Križ [Sta. Croce], eran omnipresentes los recordatorios del primer conflicto mundial. Toda una línea de trincheras excavadas en la roca blanca, y que a menudo sacaban partido a las numerosas cavidades kársticas, salía a nuestro encuentro a medida que nos adentrábamos en el frondoso bosque. Se hallan en razonable estado de conservación, hasta el punto de que, por más que se haya cumplido ya el siglo desde el desenlace del conflicto bélico, resulta aún fácil evocar en ellas a los soldados imperiales de Austría-Hungría defendiendo el territorio con uñas y dientes —y la frase idiomática no es aquí mero cliché— frente a las tropas de la artillería italiana en su temido avance hacia el ansiado puerto de la Trieste irredenta.
La «ciudad blanca», por el gusto de usar el epíteto que le colgó Juan Pujol, el periodista murciano que a lo largo de los meses de verano de 1915 cubrió para ABC las operaciones bélicas desde las filas austro-alemanas. En sus crónicas cantó una ciudad feliz y que vivía despreocupada incluso en los días en los que con mayor virulencia arreciaba el conflicto armado, cuando las ráfagas de bora arrastraban hasta las aguas del golfo adriático el eco de los cañonazos con los que las tropas de Francisco José defendían la vecina ciudad de Gorizia frente a los reiterados intentos de invasión enemiga.
Y mientras escribía —hallándome ahora echando ya raíces en el Trentino— las líneas que anteceden, he contemplado, desde el ventanal de la casa, la colina de Tenna sobre la que ha caído el sol rasante de invierno antes de ocultarse hoy, una vez más, por las altas cumbres del macizo de la Vigolana. En línea recta —eso a lo que los italianos aluden con el sintagma linea d’aria—, desde el lugar en que me hallo hasta la cumbre modesta de la colina habrá escasos dos kilómetros. Acodado en la superficie del escritorio fantaseo. Sin haber estado aún nunca, sé que quedan en aquella altura, en el extremo oriental de la colina enclavada como cuña de tierra entre los lagos de Caldonazzo y de Levico, los restos de una fortificación militar que hoy yace oculta bajo maleza salvaje.
Sé que en esta pequeña fortificación habsbúrgica permaneció por un tiempo el teniente Robert Musil. Y sé también que ahí estuvo en un tris de encontrar su muerte, siendo joven oficial inexperto del bando imperial y a quien se había destinado a posiciones que se hallaban al extremo de lo que hasta 1918 fue la provincia de Südtirol. Pasó, en aquellos años, por los fuertes de Levico, en Colle delle Benne; por trincheras de alta cota en las estribaciones del Lagorai, sufriendo las incomodidades de quien se ve obligado a permanecer durante el largo invierno a más de dos mil metros de altura. Y pasó también por el recóndito Valle dei Mocheni. Tan recóndito y tan bien defendido de las intrusiones y amenazas externas que en este enclave se habla aún el antiguo dialecto bávaro de los mineros a los que en la baja Edad Media se atrajo hasta allí para explotar sus ricos yacimientos de metales. Pero esta es una historia y un lugar al que tendremos tal vez ocasión para aproximarnos en otro momento del relato.
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© Jorge Canals Piñas (2020) | Cedido a MSur por La Línea del Horizonte Editorial