Artes

Liudmila Ulitskaya

Premio Formentor

M'Sur
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· 19 minutos

El peso de la Historia

liudmila ulitskaya
Liudmila Ulítskaya (Formentor, Sep 2022) | © Cati Cladera

La alegría de recibir el premio Formentor 2022, dotado con 50.000 euros, pelea en su rostro con el hecho trágico de haber tenido que exiliarse de la noche a la mañana de Moscú, donde vivía, a un piso provisional Berlín. Liudmila Ulitskaya (Dablekánovo —Baskortostán, Rusia— 1943) fuma con melancolía en los alrededores del hotel Santa Catalina de Las Palmas, donde este fin de semana ha recibido el galardón. Aunque asegura que no le gustan las entrevistas, ha tenido que brindar muchísimas, respondiendo con paciencia y resignación a las preguntas de los periodistas sobre su obra —en España se han publicado libros suyos como Mentiras de mujeres, Sinceramente tuyo, Shurik, Sóniechka, Daniel Stein, intérprete, y más recientemente Los alegres funerales de Alik— y naturalmente sobre la guerra de Ucrania que tanto ha cambiado su vida.

MSur reproduce aquí el discurso de recepción de una escritora en la mejor tradición de la literatura rusa, con profundas raíces en la cultura judía pero a la vez una mirada contemporánea: la de una mujer a la que la Historia parece haberle caído de pronto encima, como a toda la vieja Europa.

[Alejandro Luque]

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La hazaña de leer

 

Discurso leído por Liudmila Ulitskaya en el acto de entrega del Premio Formentor 2022

23 Septiembre 2022

 

Traducción de Alexander Kazachkov

 

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Para un intelectual carente de alcurnia, la memoria es inútil, no tiene más que hablar de los libros que ha leído y ya tiene hecha su autobiografía.
Ósip Mandelstam

 

Hay diversas formas de describir la historia de una per sona: por su genética, es decir, por las cualidades o rasgos que ha heredado de sus padres; por su educación: dónde, cuándo y cuánto ha estudiado; por su entorno: con quién se ha relacionado, mantenido amistad o quién ha sido su vecino; pero también es posible hacerlo a través de la su- cesión de libros que ha leído. Intentaré recuperar la mía… Mi infancia y juventud correspondieron a una época en la que en mi país se prohibió un acervo importante de literatura. En aquellos años ni siquiera se editaba a Dostoyevski por haber caído bajo sospecha.

Si había algún index librorum prohibitorum, solo podía encontrarse en las gavetas de los oficiales del KGB. Pasaron muchos años antes de que yo pudiera entender este linde entre lo permitido y lo prohibido. Era una antigua cuestión rusa, y no fuimos la primera generación en enfrentarla. ¿Acaso estaban oficialmente permitidos los epigramas de Pushkin que se difundían en secreto a principios del siglo XIX? Travesuras literarias de alumnos en el Liceo de Tsárskoye Seló, versos con tacos y palabrotas, en fin, La Gabrielíada. La censura rusa siempre ha funcionado bien. Basta recordar el caso de Piotr Chaadáyev, sus Cartas filosóficas le valieron el diagnóstico de loco en una época en la que aún no se había inventado el término psiquiatría represiva. Viaje de San Petersburgo a Moscú le había costado a su autor, Aleksandr Radíshchev, una condena a muerte que fue conmutada por un destierro de diez años en un monasterio, mientras que el libro terminó siendo publicado en 1905, más de un siglo después de escrito, habiendo sido divulgado hasta entonces solo a través de copias manuscritas. Pushkin leyó una de esas copias: era el primer samizdat clandestinamente publicado, siendo Rusia la patria de dicho fenómeno.

En mis tiempos de juventud, muchos de los libros que caían en nuestras manos había que leerlos con extremada rapidez, devolverlos enseguida al propietario o pasárselos a un compañero, pero jamás enseñárselos a un extraño. En general, en mi país, casi cualquier libro en aquella época era valioso y así lo confirmaban las largas filas de personas deseosas de adquirir una suscripción a las obras de los inofensivos clásicos. Pero ¿acaso eran tan inofensivos? Tanto Tolstói como Dostoyevski o Leskov tuvieron disgustos con la censura en vida e incluso póstumamente. Ya se ha escrito la historia de la censura rusa y es en extremo interesante.

Parece cómico, pero los primeros libros de mi infancia, aunque no hubiesen figurado en el índice de prohibidos, ya hacía tiempo que fueron expurgados de las bibliotecas públicas y se hallaban en departamentos de publicaciones y documentos clasificados, pudiendo ser prestados solo bajo autorización especial: novelas de Lidia Chárskaya, conservadas en el armario de mi abuela Elena desde sus tiempos de colegiala, la maravillosa Mujercitas, de Louisa May Alcott, su continuación en Aquellas mujercitas, el libro sobre los pequeños japoneses y los pequeños holandeses, y una colección de revistas Charla cordial.

El otro armario de libros pertenecía a mi segunda abuela, María. Era más interesante y más peligroso; aún tenía una que crecer para merecerlo: La piedra, de Mandelstam; El rosario, de Ajmátova; Yo, Kótik Letáiev, de Andréi Biely; Imágenes de Italia, de Murátov; La interpretación de los sueños, de Freud, y hasta, Dios me perdone, un tomito de Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin, acompañado de jocosas acotaciones de mi difunto abuelo. Por cierto, allí encontré un libro que guardo en casa hasta el día de hoy (entregué al archivo algunos documentos de mis abuelos, pero me quedé con este librito), se trata de La rebelión de los ángeles, de Anatole France. Su aspecto es muy raro, la encuadernación artesanal resulta ser más corta que las hojas del libro, que la rebasan por debajo en un dedo más o menos. En la última página dice: «He elaborado esta encuadernación a partir de una carpeta robada, calcetines viejos y pan en los días más duros de mi encierro en la celda número 3 de la prisión de Stalingrado». Y pone la fecha de marzo de 1934 junto a la firma de mi abuelo.

En el armario de mi abuela María hallé también una Biblia en ruso que, en mis tiempos de infancia, era un libro raro, ya que, después de la Revolución, las editaba solamente la editora del Patriarcado más bien para su uso interno, al estilo de una instrucción interna del Comité Central del Partido o del KGB. Era casi imposible comprar aquella Biblia, al igual que un Evangelio. Recuerdo perfectamente el Evangelio copiado a mano por una ancianita devota, como en tiempos anteriores a Gutenberg, siendo por cierto también una versión de samizdat.

Una de las características más comunes de un intelectual era, a mi modo de ver, su necesidad vital de leer. El carácter de sus lecturas se determinaba por el tiempo, el lugar y las preferencias personales. Hace algunos años leí cartas y diarios de mi abuelo, comprendidos entre 1911 y 1933, que contenían también muchas anotaciones sobre los libros que había leído o que tenía que leer en cierto mes o año. Lo asombroso es que me recuerdan a las listas de libros que yo había compuesto en mi adolescencia y que sigo confeccionando hoy en día.

Generalizar siempre es muy cómodo y aún más aproximado. Para los jóvenes rusos en los tiempos de mi juventud, al menos en el estrato al que pertenecí, la lectura constituía un valor básico. La lectura apasionada, intensa, inteligente y difícil. Y, además, peligrosa, porque estas lecturas eran sancionadas con expulsiones de la universidad o del trabajo y hasta con prisión, bajo el cargo de conservar, divulgar y especialmente reproducir libros prohibidos. Estaba el artículo 190 del Código Penal, y más tarde el artículo 70, que penalizaba con tres y hasta siete años de cárcel el delito de «guardar y divulgar literatura antisoviética». Como ya dije, si este índice de libros prohibidos existía era solo en las gavetas de los oficiales del KGB. Leer ¡daba miedo!

Citemos El sello egipcio, de Ósip Mandelstam: «El miedo me toma de la mano y me lleva… Adoro y respeto al miedo. Por poco digo: “con él, ¡no me da miedo!” […]. El miedo desengancha a los caballos cuando tienes que partir, y nos infunde sueños con techos inmotivadamente bajos».

Antes ni sospechábamos que el miedo de Mandelstam estuviese tan estrechamente ligado a su obra. La sombra de este miedo nos envolvió también a los lectores del tiempo soviético. Nuestras lecturas, por cierto, también eran creativas.

El primer Evangelio que adquirí para regalárselo a una amiga en 1960 se lo compré a un oficial de aduanas que había confiscado estos libros en un aeropuerto cuando unos misioneros internacionales intentaban introducirlos en nuestro país, escasamente evangelizado. El Evangelio, que hacía poco que había sido publicado en ruso por la editorial belga Vida con Dios, costaba 25 rublos. Mi beca universitaria era de 35 rublos, lo digo para que se aprecie la proporción del importe: el Evangelio era un libro caro.

Me educaron estos dos armarios de mis abuelos y otro más, que se hallaba en casa de una compañera de estudios. Todos los libros exhibían sus lomos, pero había algunos escondidos por detrás. En una ocasión extrajimos de allí dos libros, uno de los cuales resultó ser El Decamerón ilustrado. Nos fascinó y dedicamos mucho tiempo a hojearlo.

El otro libro era la antología Poemas selectos, de Borís Pasternak, en una edición de 1934. Uno de los poemas que contenía fue sumamente importante para mí, y creo que ha de ser importante para cualquiera porque ofrece una fórmula valiosa de la relación humana con la poesía:

Así empiezan. A los dos años de edad
de su mamá se van en vagas
melodías… Gorjean, pían, y hacia el
tercer año palabras ya venían…

Para una niña de 12 años era un texto poco claro, pero desde ese momento empezó mi vida con la poesía. Por aquel entonces ya nos habíamos pasado los poemas de Pushkin y Lérmontov sobre el campesino que goza de la primera nieve y sobre la vela blanca en altamar… Quizá parezca extraño, pero la magia de la lectura había empezado para mí con la poesía…

Los caminos de mis lecturas son antojadizos, con una impronta del azar, pero de un azar seleccionado por mí misma. La relación con los escritores siguió las reglas de una novela de amor: primer roce, fervor y ardor, con su posterior enfriamiento, o bien una relación de amor de por vida, con sus respectivos altibajos. En quinto o sexto de bachillerato, después de la vacunación poética recibida de Pasternak, tuve una aventura amorosa con O. Henry, atraída por el laconismo de sus relatos y los finales elegantes… No con Chéjov. Con Chéjov por entonces, ¡nada! Luego llegó Tolstói. Hadji Murat. Para toda mi vida. Y nada de Dostoyevski… Le siguió Pasternak, luego Mandelstam. En 1960 terminé el bachillerato y cambió el paisaje: hice una nueva amiga, Natalia Gorbanevskaya. Una poeta de verdad, y viva. Por aquel entonces, Natasha autoeditaba sus versos. El poeta Nikolái Glazkov acuñó en la década de los cuarenta el término samsebiaizdat, algo así como «yo, por mí mismo, editor». Pero ya sabíamos que se trataba de samizdat: Natasha hacía pequeños libritos, los mecanografiaba en papel biblia haciendo hasta siete copias. Hace tres lustros doné todos estos libritos al archivo de la asociación Memorial: recorren el mundo con exposiciones sobre aquella época.

Así que el primer samizdat, auténtico y real, lo aprecié en poemas de Natalia Gorbanevskaya. Gracias a Natasha conocí a poetas de Leningrado-Petersburgo de comienzos de los años sesenta. Entonces aún no estaba claro cuál de los cuatro jóvenes poetas de la ciudad de Píter destacaría, e iniciaría una revolución poética: Rein, Naiman, Bóbyshev o Brodsky. La primera en apreciar a este último fue Anna Ajmátova. Es cierto que los otros tres son grandes talentos. Pero ¡la magnitud! He aquí un verso del joven Brodsky escrito en 1969 que recuerdo con especial placer:

Tanto tiempo hemos convivido que
el dos de enero nuevamente en martes cae…

Han pasado seis décadas desde que inicié mis lecturas peligrosas, y puedo afirmar con seguridad que desde 1960 se había estructurado toda una industria de lecturas clandestinas, existiendo tres fuentes diferentes en principio:

1. Libros editados antes de la Revolución de 1917 o antes de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente prohibidos, básicamente de corte religioso: Shestov, Rózanov, Berdiáiev, Florenski, Vladimir Soloviov. Las vanguardias literarias rusas de comienzos del siglo xx se apreciaron más tarde.

2. Libros escritos en Rusia y no publicados oficialmente o destruidos después de su edición, pero reproducidos con métodos caseros: fotografiados, mecanografiados o, más tarde, en algunas ocasiones, fotocopiados: desde Vasili Grossman hasta Solzhenitsyn, Shalámov, Evgenia Ginzburg, Nadiezhda Mandelstam, Venechka Yeroféiev.

3. Ediciones en ruso traídas o enviadas desde el extranjero. Además de la ya mencionada editorial Vida con Dios, a través de visitantes extranjeros o diplomáticos llegaban hasta nosotros ediciones en ruso de YMCA-Press, RSJD (Movimiento Cristiano de Estudiantes Rusos), de la editorial Ardis: era el primer tamizdat («allí, editores»).

Personalmente para mí, el samizdat empezó con obras de poesía. Además de poemas mecanografiados de Tsvietáieva, Gumiliov, Ajmátova o Mandelstam, había revistas autoeditadas de poesía: Sintaxis, editada por Aleksandr Ginzburg, y revistas de poesía de Leningrado. Pero es importante destacar que la producción del samizdat era muy variada y no se reducía a la poesía. Aparte del samizdat poético y religioso, estaba su vertiente más peligrosa, la política. Su acción atolondraba: se trataba, en primer término, de Orwell, con su Rebelión en la granja y 1984, y de una serie de estudios netamente políticos sin que alcanzasen el sublime nivel artístico: Tecnología del poder, de Avtorjánov; El Gran Terror, de Robert Conquest; La nueva clase, de Milovan Djilas…

Leíamos día y noche, leíamos año tras año, y crecíamos leyendo. Se recrudecieron las represalias por la edición de samizdat, pocas publicaciones periódicas aguantaban más de tres números; redactores, compiladores y mecanógrafas terminaban encarcelados. En 1965 se celebró un juicio contra Siniavski y Daniel que publicaron sus libros en el exterior; después de aquel proceso, docenas de personas cayeron en prisión. También metieron entre rejas a Aleksandr Ginzburg, compilador de El libro blanco, que versaba sobre el juicio contra estos dos escritores. Más tarde, en 1968, una veintena de valientes se puso a publicar la Crónica de acontecimientos actuales, buscando en todo el territorio nacional materiales sobre las represiones o sobre los juicios políticos que tenían lugar en aquella época. La edición batió el récord de longevidad gracias a la hazaña de Natasha Gorbanevskaya.

Volveré a mis lecturas personales. En 1965 descubrí a dos grandes escritores que jalonan las letras rusas: Platónov y Nabokov. Sus libros cayeron en mis manos casi al mismo tiempo, y he de confesar que fue una dura prueba. Dos elementos naturales que no diría que se destruyen el uno al otro, pero sí en gran medida muy contrarios y que se agitan entre sí. En aquella ocasión publicaron a Platónov en la primera edición póstuma. El caso de Nabokov fue más interesante: un estudiante de otra facultad, un canadiense de origen ruso, me prestó la novela Invitado a una decapitación… Me trastornó, fue la conmoción absoluta. Las últimas páginas de la obra contenían un empuje artístico que superaba el de cualquier filosofía. Me di cuenta de que, además de las literaturas clásica rusa y ruso-soviética, existía otra literatura rusa en la que solo vislumbré a Platónov… Y luego opté por la siguiente ruta: dado que en mis años universitarios no solo me interesaban la filosofía y la biología, sino también las prendas de vestir, que escaseaban de la misma manera que los libros, me dirigí al edificio L del rascacielos de la Universidad de Moscú en la colina de los Gorriones para comprar alguna prenda a una revendedora conocida. Al entrar vi un montón de trapos de contrabando expuestos en la cama y un libro sobre el sillón: se titulaba La dádiva y su autor era Nabokov, ya conocido por mí. Al notar el brillo en mis ojos, la experimentada vendedora dijo que el libro no se vendía. La declaración fue fuerte, pero más fuerte fue mi respuesta: me quité del dedo el anillo de diamantes heredado de mi abuela, lo puse sobre la mesa y me llevé el libro. He de confesar que jamás lamenté la pérdida del anillo. El libro resultó ser un verdadero diamante; ha sido leído muchísimas veces por mí y por todos mis amigos. Y me impresionó, incluso después de la lectura de Invitado a una decapitación.

En 1968 me gradué en la universidad y me coloqué en el Instituto de Genética General en la Academia de Ciencias, que fue la mejor asignación. Siguió el tiempo de grandes lecturas. Los libros acudían a mis manos por su cuenta. En aquel periodo aún ignoraba un dato importantísimo de nuestra historia familiar: mi abuelo Yákov fue condenado a diez años de prisión en 1948 por haber trabajado en el Comité Antifascista Hebreo, aunque la mayor parte de sus integrantes fueron fusilados. Lo metieron preso porque dominaba varios idiomas extranjeros y, a partir de periódicos internacionales, confeccionaba resúmenes políticos de ámbito mundial para Salomón Mijoels, el presidente del Comité.

A finales de la década de los sesenta cayó en mis manos el libro titulado Éxodo, de Leon Uris. Obviamente era una novela prohibida por considerarse sionista… Una obra bastante mediocre que trataba sobre la fundación del Estado de Israel. Me interesó y quise tenerla. Hallamos una mecanógrafa, le prestamos mi máquina de escribir porque no disponía de una propia, y le encomendamos la transcripción de Éxodo. Esperamos mucho tiempo y luego nos enteramos de que tanto la máquina como el libro y sus copias fueron confiscados por el KGB. Con ello terminó la carrera de biología no solo para mí, sino para varios colegas más: el laboratorio fue clausurado. Éxodo, el libro de Uris, causó mi éxodo de la ciencia genética y me impulsó hacia otro oficio…

Con ello, de hecho, podría ir terminando. En 1990 se aprobó en Rusia una ley que prohibía la censura. En el lapso de dos años aparecieron en las estanterías de las librerías casi todos los libros que se habían considerado lecturas peligrosas. Creo que las editoriales no ganaron mucho con aquellos títulos. Hasta me dio la impresión de que todos aquellos que estaban interesados en lecturas arriesgadas habían leído estos libros mucho antes. El ejemplo quizá más notable fue Archipiélago Gulag, cuya lectura había causado en mi país el máximo de encarcelamientos y escarmientos. A principios de los años noventa, se exhibía para su venta no solo en las librerías sino también en las galerías del metro, pero nadie lo buscaba. Resulta paradójico que este gran libro-hazaña fuera mucho más importante en Occidente que en la patria rusa. Los movimientos comunistas en Francia e Italia empezaron a declinar después de que los comunistas occidentales supieran del gran terror y de cómo la Checa-NKVD-KGB influyó en la vida nacional, y terminaron por apartarse del régimen comunista y del estalinismo. Pero no sucedió en Rusia. Por lo visto, a fin de cuentas, el libro no ha sido leído, porque, pocos años después del derrumbe soviético, el pueblo votó claramente por un personaje formado en las viejas tradiciones del KGB. De ahí crecen las raíces del estalinismo que renace en nuestro país… Es cierto que hoy en día no se detiene a nadie por un libro.

A nadie le interesa ya la hazaña de leer. La lectura misma, después de constituir un elemento esencial de la vida, parece haberse transmutado en un placer opcional. Cada vez que veo en el metro a personas leyendo me doy cuenta de que solo uno de cada diez pasajeros sostiene en sus manos un libro tangible de papel, mientras que los demás leen en sus teléfonos o Kindle. Si quisiéramos saber qué está leyendo esta gente, la respuesta sería incierta.

He aquí otra pregunta: ¿por qué volvemos a temer algo? ¿Por qué subsiste el miedo? La incógnita no es tan compleja, pero merece ser analizada.

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 © Liudmila Ulitskaya (2022) | Cedido por Premio Formentor