Marcello Fois
Luz perfecta
M'Sur
La vida es un momento
Las malas sagas nacen muertas. Las regulares empiezan bien, pero pronto se muestran incapaces de mantener el vuelo, y decaen de manera fatal. Solo las buenas logran ir a más, entrega tras entrega, y concluir en el momento justo, ni antes ni después. La de los Chironi, la obra magna de Marcello Fois, pertenece a estas últimas. Han sido once años de trabajo, pero han valido la pena: un millar de páginas, y el primer clásico de la literatura italiana del siglo XXI.
Clásico en sentido estricto: el escritor sardo, autor de títulos tan celebrados como Siempre caro o Memoria del vacío no quiere ser el último innovador de la narrativa contemporánea, sino que se atiene a las viejas normas de la escritura para reinventar la tradición. Una familia de la isla atravesando el vértigo de los nuevos tiempos, el choque entre los atavismos ancestrales y los cambios imparables, los avances y las cosas que habrán de quedar en el camino. Y de fondo, la lucha por la vida, la continuidad de la sangre. Todo eso es esta trilogía que arrancó con Estirpe, siguió El tiempo de en medio y culmina ahora con Luz perfecta.
Pero también es la confirmación de Marcello Fois como uno de los grandes escritores mediterráneos del momento: de ese momento que es, como la vida misma, el ahora, el mañana y siempre.
[Alejandro Luque]
Luz perfecta
I
Gozzano, enero de 1999
Maddalena Pes no sabría decir cuál era el designio por el que había conseguido llegar exactamente adonde se hallaba.
La mañana anterior, con equipaje ligero, se había embarcado en el transbordador que cubre el trayecto entre Porto Torres y Génova. Lo cual había supuesto levantarse antes del amanecer para llegar al puerto en un coche de alquiler con chófer, y pasar allí todo el día esperando a que cayera la noche para subir a bordo. Durante ese tiempo muerto se dejó llevar peligrosamente por la tentación de desistir. Pero era una mujer que había tenido que aprender a ser tenaz. A lo largo de sus cuarenta años se había adaptado a esperas mucho peores. Desde Génova llegó a Turín en ferrocarril, en una experiencia totalmente inédita para ella, que en Barbagia, de donde venía, nunca había cogido un tren. Finalmente desde Turín, usando medios de transporte regional, un interprovincial y un autocar, llegó a Gozzano, a ese lugar del que sabía escribir perfectamente la dirección y que ahora se manifestaba, en su realidad efectiva, bajo la forma de un edificio de construcción más bien reciente. Lo cierto es que ese edificio al que estaba a punto de entrar tenía un aura de clínica. De escuela de curas. De seminario, justamente. Todo el pueblo a su alrededor mantenía una actitud susurrante, de sincera sobriedad. Una fría compasión que encajaba a la perfección con el hielo que lo tenía atenazado. Enero enseñaba los dientes. Maddalena Pes cayó en la cuenta de que llevaba ropa demasiado ligera. Suspiró, pulsó dos veces el botón del timbre, la cerradura hizo clic y el portón se abrió.
En el corredor desierto imperaba el olor a cera para suelos, esa que las amas de llaves saben extender a la perfección. Sobre las paredes, unas imágenes de una ingenuidad horripilante, carteles sobre las misiones y estanterías con tarros y tapetes de ese gusto infantil que tienen ciertas monjas, o mujeres ancianas, cuando por ventura deben ocuparse de comunidades masculinas.
Maddalena avanzó un par de pasos, superó una puerta cerrada que había a la derecha y después otra más. Antes de que alcanzara la tercera, esta se abrió y salió un hombre que no aparentaba más de veinticinco años de edad, bastante alto, vestido de gris. Al verla esbozó una sonrisa que no podría definirse como de circunstancias, pero tampoco de entusiasmo.
«Usted es la madre de Luigi Ippolito, ¿verdad? La estábamos esperando», dijo. Maddalena asintió con la cabeza. «Démela», le pidió el hombre joven con una dulzura nerviosa mientras agarraba la pequeña maleta. Maddalena accedió; estaba cansada y tenía frío a pesar del calor que había en el ambiente. «En estos momentos Luigi Ippolito está a cargo de los muchachos, pero llegará en breve», le informó con la amabilidad altanera de quien tiene prisa por terminar para retomar sus asuntos.
Maddalena impostó una sonrisa. El hombre no se la devolvió, la condujo a una modesta sala de estar con sillones marrones de piel, tumefactos, que a la altura del respaldo estaban cubiertos con tapetes de encaje de colores, gruesos, de esos que se hacen con la lana sobrante. Posó el equipaje de 16 Maddalena en una silla y se quedó inmóvil, casi como si estuviera esperando la propina. «Ahora viene», dijo por fin tras echarle un vistazo al reloj en su muñeca, y se puso de nuevo en posición de firmes, con las manos cruzadas en el trasero como si tuviera la misión de escoltarla y montar guardia hasta la llegada del hijo.
«Estamos al corriente», susurró el hombre en un momento dado. «Son cosas desagradables, pero el Señor nos ayuda a superarlas», aseguró.
Maddalena lo observó con detenimiento por primera vez: era un chico en verdad alto, bien formado, muy arreglado. «¿De qué están al corriente?», le preguntó de improviso.
«Luigi Ippolito nos ha dicho lo de su padre… Sí, es decir… Lo de la desgracia…», acertó a decir el hombre.
«¿Usted es sacerdote?», le preguntó Maddalena.
«Sigo aún en el noviciado. Estoy finalizando mi recorrido… Si Cristo tiene a bien acogerme, lo seré en breve. Todos piensan que somos nosotros los que decidimos, pero la decisión le compete solo a Él».
«¿A Cristo?», preguntó Maddalena para asegurarse de que lo había entendido.
«A Cristo», confirmó el novicio.
Siguió a ello un silencio repleto de ruidos. Fue entonces cuando Maddalena se percató de que esa estancia se asemejaba en todo a lo que la difunta Marianna Chironi llamaba «salita»; no era un salón, no era una cocina, no era un estudio, no era una antecámara. Una cosa que es todo aquello que no es, en definitiva. En el lugar del que procedía ella gran parte de la modernidad se había infiltrado en las casas a través de la salita, que era el motivo principal por el cual los muebles de valor habían sido malvendidos o reutilizados en forma de leña para quemar. Y precisamente desde ese espacio el tele17 visor se había apoderado del entorno. También en esa salita campeaba un aparato de televisión, anticuado, apagado desde siempre, aderezado con los mismos tapetes de los sillones, aunque más pequeños, y coronado por un jarrón con dos claveles artificiales.
Al cabo de varios minutos de espera sin que nada sucediera, Maddalena decidió tomar asiento. Entre el sillón y la silla escogió la segunda. El hombre mostró su aprobación con un asomo de sonrisa, dando a entender que había hecho bien acomodándose.
«Así que Luigi Ippolito los ha informado de la desgracia ocurrida», dijo de pronto Maddalena.
Con el énfasis que puso la mujer, la noticia parecía más bien una delación. «Era imposible no darse cuenta de lo afectado que estaba, a veces no hacen falta las palabras», trató de sortear la situación el novicio.
«Me lo imagino», convino Maddalena, aunque lo hizo con una indiscutible pizca de sarcasmo.
«Luigi Ippolito ha rezado mucho», aseguró él. «Claro, es lógico. Quiero decir que aquí se reza, ¿no?».
El novicio se puso tenso. «Sí, así es, aquí se reza», respondió como si se hubiera decidido a dejar a un lado las formalidades para aceptar el desafío. «En ocasiones se reza también por los que no lo hacen», añadió.
Maddalena lo miró: el rostro perfectamente afeitado, el corte de pelo impecable, los ojos de un verde otoñal, los pómulos altos, el cuello delgado… «Es usted un hombre guapo», constató a media voz, aunque sin poder ocultar que lo que quería decir es «Demasiado guapo para mantener esta vida de castidad». Lo mismo que les pasa a los clientes de ciertas prostitutas a los que se les escapa la frase «Eres demasiado guapa para llevar esta vida».
El hombre abrió los brazos para remarcar que su aspecto no lo había escogido él. «Luigi Ippolito ya no puede tardar», informó.
No tardó. Llegó resoplando ligeramente. Dio unos pasos hacia su madre sin que ese avance implicara abrazarla o cogerle las manos. Así que fue ella la que le agarró el rostro con las manos para acercarlo a su seno y besarle la frente. El otro se despidió apresuradamente para dejarlos a solas.
«Acabas de conocer a Alessandro», dijo él para darle un sentido práctico al hecho de que se había desvinculado del estrujón materno. Maddalena articuló un gesto genérico. «Te veo bien», observó con una mal disimulada desilusión, como si esperara encontrarlo consumido y demacrado.
«Estoy bien realmente», confirmó Luigi Ippolito.
Maddalena reflexionó sobre el hecho de que, si no fuera porque medía unos pocos centímetros menos, podría haber pasado por una copia del novicio que, ahora lo sabía, se llamaba Alessandro.
«Te has cortado el pelo y has cogido algo de peso, estás bien», reafirmó.
Su hijo hizo un gesto de aprobación.
La fea estancia, los tapetes multicolores, los almanaques con perros y gatos, los sillones obesos como las Venus fenicias e incluso el jarrón con los claveles de plástico parecían estar espiándolos.
«Aquí todos comentan que pareces mi hermana», dijo en un momento dado Luigi Ippolito, preocupado por el silencio que se estaba creando entre ellos.
«¿Quiénes son todos?». Le sorprendía que la hubieran visto sin que ella notara la presencia de nadie, a excepción del jovencito que la había recibido.
«Todos los otros», aclaró su hijo, como si fuera una respuesta suficiente.
«Yo no he visto a nadie». El tono de Maddalena insinuaba cierto fastidio; ella no era una mujer que aceptara de buen grado las situaciones en las que no tenía el control absoluto.
«Pero ellos sí te han visto a ti», zanjó el tema Luigi Ippolito como si no hubiera nada más que decir que eso.
«¿Tenemos que quedarnos aquí?», preguntó entonces Maddalena. «Quiero ver dónde estás. Dónde vives, me refiero».
Lo que quería decir estaba claro. «No tiene nada de especial», contestó de soslayo Luigi Ippolito.
«Da igual», insistió ella con el ritmo seco que usaba cuando quería hacerle saber a su hijo que, por mucho que él hubiera nacido para resistírsele, no lo lograría.
«Una cama individual, un escritorio y un armario. ¿Qué es lo que quieres ver?», preguntó él tras enunciar ese elenco horrible y banal.
«Una cama individual, un escritorio y un armario», repitió ella con pedantería, tratando incluso de reproducir la inflexión de voz de su hijo.
«Había pensado llevarte a cenar fuera», salió del paso él.
«¿Está permitido?». Era impensable que ella hubiera hecho esa pregunta con sarcasmo.
Luigi Ippolito se negó a imaginarlo. «Podemos salir», confirmó.
«Pero tú no quieres dejarme ver tu habitación. ¿Esto qué se supone que es, un locutorio?», señaló haciendo un gesto con el que pretendía abarcar toda la estancia.
«No lo había pensado», confesó Luigi Ippolito mirando a su alrededor. «Rara vez vengo aquí, a decir verdad». «Hay pocas visitas, quieres decir».
«Quiero decir lo que he dicho, mamá». A juzgar por el modo en que apretaba los labios Luigi Ippolito, la táctica de Maddalena, anticiparse y replegarse, comenzaba a dar resultados. Era algo que hacía desde niño, apretar los labios de ese modo cada vez que trataba de no perder el control. Cada vez que debía tragarse una negativa o una reprimenda. Cada vez que algo no salía como él lo había previsto. Había sido un niño difícil.
«No quiero quedarme aquí», saltó Maddalena. «¿No ibas a llevarme a cenar?».
«Sí». Y entonces la mirada de Luigi Ippolito se quedó tan inmóvil como ese enero voraz que mordía las montañas y las trituraba prácticamente como si fueran esquirlas de chocolate.
«Debo pasar antes por la pensión…», dijo ella. Al otro lado de las ventanas había oscurecido. Una oscuridad inescrutable, extraña, hostil. «Tengo la impresión de que soy una molestia para ti», confesó tras una breve pausa.
Luigi Ippolito se inventó una sonrisa que, más que mejorarlas, empeoró las cosas, pero no respondió.
«¿No dices nada?», preguntó Maddalena como si estuviera suplicándole que la contradijera.
«¿Qué debería responder? Como decía papá, a paragulas maccas uricras surdas», pronunció en un sardo lineal, académico, casi tomándoselo a broma.
«En lo de “oídos sordos” tú siempre has sido un campeón. Y yo, probablemente, lo he sido en lo de las “palabras necias”».
«Estaba bromeando», templó la situación Luigi Ippolito. «¿Es que ya no aceptas una broma?».
«Sí, claro, faltaría más…», concluyó Maddalena abotonándose el abrigo para salir.
Luigi Ippolito la precedió en el pasillo y poco antes del portal de entrada cogió de un perchero una chaqueta acolchada de color azul.
El hielo los engulló en pocos segundos. Y no eran aún las seis de la tarde. Pasaron por la pensión para que Maddalena dejara la maleta y aceptara una bufanda de lana que le ofreció la patrona.
«¿Tienes hambre?», preguntó Luigi Ippolito cuando por fin se hallaban sentados uno frente al otro en una mesa para dos de la tasca que, quizá no por casualidad, se llamaba Taberna del Cura. «Aquí preparan cosas sencillas pero sabrosas. ¿Qué te apetece?», la apremió.
Maddalena trataba de no exteriorizar el apuro que la estaba oprimiendo, porque a ella eso de comer fuera nunca le había gustado. Era de las que consideraba la comida del mismo modo que la higiene, algo extremadamente íntimo. Así y todo, se le escapó una sonrisa al pensar cuántas veces había intentado convencerla su marido para salir a almorzar o a cenar. «Tenías que ser tú el que me hiciera venir a un restaurante», comentó.
«Restaurante es una palabra excesiva»,rebajó la cosa Luigi Ippolito. «La comida es excelente y el precio es razonable».
«¿Cómo es el precio?», preguntó ella tomándole el pelo.
«Razonable», repitió él antes de darse cuenta de que su madre lo estaba provocando.
Rieron al unísono. Como en aquella ocasión, muchos años antes, en que le gastaron una broma al abuelo Giuseppe, al que todos llamaban Peppino, cuando Luigi Ippolito fingió que se había quedado solo en casa… Qué risas al ver con cuánta furia acudió a buscar a su nieto a pesar de que siempre se estaba quejando de que le dolían los huesos… Qué risas al verlo correr torpemente pero tan peligroso como un gran jabalí acosado. Y eso significaba que hubo un tiempo, breve, en el cual madre e hijo habían sido cómplices. Y resultaba inevitable constatar con cuánta rapidez se había terminado esa complicidad.
En la Taberna del Cura hacían dulces de castaña y Luigi Ippolito sabía lo mucho que le gustaban a su madre, así que la había llevado allí a propósito. A propósito había escogido un trayecto largo a pesar del frío. De ese modo Maddalena pudo disfrutar de las mejores castañas confitadas que jamás hubiera comido. En ocasiones dice mucho el hecho de que se elija un restaurante en lugar de otro.
«Sabes que yo quería haber vuelto, ¿verdad? Para el funeral». Ahora quedaba claro que Luigi Ippolito había estado esperando el momento ideal para decir lo que anhelaba decir desde el mismo instante en que se había presentado ante su madre.
«Pero no lo hiciste», apostilló ella al tiempo que se limpiaba los restos del dulce de la comisura de los labios. Podía esperar cualquier cosa de esa criatura que había engendrado en su vientre y que ahora parecía querer instaurar cualquier clase de extrañeza frente a ella. Eso que los hijos llaman crecimiento las madres lo llaman, en secreto para sí mismas, abandono.
«No, es evidente que no lo hice, llegó un momento en que no me sentí con fuerzas». De repente se hizo obvio para ambos que su forma de quererse se había transformado en una guerra de trincheras. Entonces, mientras Luigi Ippolito aún se esforzaba en dar la imagen de que no tenía que justificarse por nada, le vino a la mente aquella ocasión en la que Domenico, su padre, le dijo: «Tú no tienes piedad alguna». Y se lo había dicho como si estuviera hablándole a un hombre adulto en vez de a un niño de nueve años. No tenía piedad, eso era cierto; si la hubiera tenido, nunca habría sido capaz de afrontar todo aquello que le estaba pasando.
«Sí, eso es. Es evidente…», replicó su madre, que había escuchado hasta el último de sus pensamientos.
«Lo tenía todo planificado… ¿Pero sabes qué se dice aquí?».
«No, ¿qué se dice?».
«Si quieres hacer reír al Señor, cuéntale tus planes».
Maddalena había pedido un milagro para ese hijo. Había pedido, concretamente, que dejara de ser tan hostil. Y, si bien pensaba que sabía bien cuál era el origen de esa hostilidad, fingía que se trataba solamente del hecho de que, igual que los hijos no pueden escoger a sus padres, los padres no pueden escoger a sus hijos. Ella tenía muy presente el momento exacto en el que supo, más allá de toda duda, que con Luigi Ippolito habría de librar un combate constante. Fue el propio parto el que le hizo pensar en ello, porque desde que rompió aguas hasta que dio a luz pasaron doce horas. Y fueron doce horas de pura lucha, como una negociación violenta entre estados canallas, repleta de amenazas y rectificaciones, basada en los chantajes y en los replanteamientos. Y cuando por fin aquella criatura se vio obligada a salir, y Maddalena pudo mirarlo, el hijo se aseguró de que la madre lo entendiera todo. Se trataba de una mirada terrible, de profundo rencor. La boca de él se apretaba contra el pezón de un modo ajeno al instinto. En el caso del nacimiento de Luigi Ippolito, la palabra parto había tenido un sentido pleno. Y Maddalena hubo de reconocer en su interior que con ese hijo cualquier palabra, por sencilla que fuera, iba a tener, desde ese mismo momento, un sentido pleno.
«Ni siquiera me has preguntado por qué he venido hasta aquí», constató ella mientras volvían a la pensión. Por una rareza atmosférica, ahora que era de noche parecía que había remitido el frío.
«Sabía que bastaba con esperar», respondió Luigi Ippolito.
«He reflexionado mucho tras la muerte de… Domenico». Tras eso se le escapó la risa, porque en lugar de decir «tu padre» había optado en el último segundo por «Domenico».
A Luigi Ippolito no le había pasado inadvertida esa vacilación. «Papá», puntualizó. Maddalena se mantuvo en silencio hasta que su hijo continuó. «Has reflexionado mucho…».
Maddalena asintió con la cabeza. «¿Nunca te has preguntado por qué te llamas Luigi Ippolito?», le preguntó a bocajarro. Él se tomó unos segundos. «Éramos buenos amigos de la familia Chironi», probó a decir.
«Sí, claro», confirmó Maddalena. «¿Pero eso qué tiene que ver?».
Las luces del pueblo vibraron en la oscuridad rocosa del valle.
Maddalena se ajustó la bufanda de lana sobre la nuca. Caminaban por las calles desiertas como novios, ella del brazo de él. La madre con su indumentaria inadecuada y la bufanda prestada, el hijo vistiendo impecablemente de gris y azul.
«Lo cierto es que, para ser futuros curas, parece que cuidáis bastante vuestro aspecto…», dejó caer ella, haciendo así que la reflexión anterior siguiera su propio camino.
«Ordenarse cura no supone preocuparse por nuestro aspecto más de lo que tú te preocupabas por el mío, mamá. Desde ese punto de vista, por lo que a mí respecta poco o nada ha cambiado». La respuesta de Luigi Ippolito tenía un sabor afectuoso, pero distante.
A Maddalena ese distanciamiento le dolió. «No es culpa mía, ¿verdad?».
Luigi Ippolito, que había entendido perfectamente esa pregunta en apariencia incongruente, se detuvo para poder mirarla a los ojos. «Tú serásla primera persona a la que tendré que pedir perdón», manifestó.
Retomaron la marcha.
«En el funeral todos me preguntaban por ti, ya sabes cómo es Nuoro… Alguno llegó a pensar que había rencillas entre nosotros».
«Me lo imagino», confirmó Luigi Ippolito poniendo atención en no pasarse el callejón que debían tomar para llegar a la pensión donde se alojaba su madre. «Espero que lo hayas dejado correr, en estos casos dar demasiadas explicaciones o no dar ninguna viene a ser lo mismo».
«Ay, hijo mío, ya sabes cómo soy… Alguna pequeña respuesta me han sacado…».
«A mí lo que me interesa es que tú hayas entendido por qué no fui. ¡He rezado para que tú lo entendieras!».
Maddalena replicó con un gesto de hombros, lo cual era una forma de mentir sin mentir necesariamente. Un método para decir que ella podía entenderlo solo como madre; solo como la persona que lo había querido, y que lo quería, más que a nadie en el mundo. Era consciente de que se había convertido en madre demasiado pronto, y también del hecho de que esa precocidad le había concedido más tiempo para esperar que ese hijo prófugo volviera a ella.
«Sube un momento. Hay algo que quiero enseñarte», le dijo cuando llegaron a la entrada de la pensión.
Luigi Ippolito tragó una bocanada de aire helado y a continuación negó con la cabeza. «Mañana. Necesitas descansar. Lo necesitamos los dos», respondió como si estuviera tratando con uno de los muchachos que tutelaba en el seminario.
Y Maddalena supo que hubiera resultado totalmente inútil tratar de colmar la distancia que ese simple rechazo, casi sumiso, había generado entre ellos. «Valdría también mañana», convino poniendo cuidado en no parecer en modo alguno decepcionada. «Cuando estés libre, me encontrarás aquí».
«Los alrededores son muy bonitos», dijo él, «pero en cualquier caso vendré a buscarte a mediodía, le he prometido al padre rector que te llevaría hacia la una de la tarde para que comas con nosotros. Y me enseñas lo que quieras…».
«No quisiera robarte tiempo».
«Por supuesto que no, ¿qué estás diciendo?».
Bosquejó la respuesta con una ausencia total de energía, como si la frase que acababa de pronunciar no fuera más que una copia de una copia.
«Entiendo», dijo ella, expeditiva.
«¿Todo bien?», preguntó Luigi Ippolito.
«Todo bien», repitió la madre, como hacía siempre que no quería denotar el fastidio que la reconcomía.
«Entonces me voy», dijo dando un paso hacia su hijo. Luigi Ippolito, al que cogió por sorpresa lo que consideró una tentativa de abrazo, hizo un ademán de retroceder, guiado por su instinto. Maddalena transformó ese abrazo abortado en un saludo torpe, como el de quien le hace un gesto a alguien en un tren en movimiento.
Luigi Ippolito no se movió hasta que la vio desaparecer tras el primer rellano de las escaleras. A continuación se encaminó al seminario.
La noche se hizo gustosa, una helada ácida le secó el paladar. Había afrontado lo indecible, se había superado a sí mismo. Luigi Ippolito notó que había sudado, y luego cayó en la cuenta de que durante toda la velada no había sido capaz de relajar los hombros. «Control», susurró, como cuando siendo niño tuvo que constatar hasta qué punto era difícil determinar si uno elige o si uno es elegido. Sin saberlo entonces se había dicho a sí mismo: «Control, control…». Y seguidamente: «Estoy aquí, si me quiere que me tome…». La presencia de su madre le hizo cobrar consciencia de cuánta fuerza había precisado para alcanzar ese estado de tenaz condescendencia. Los sonidos del mundo, vagando por la cuenca generada por las montañas, eran en sus sienes arcos tensados, chirridos de mecanismos en marcha, chasquidos de resortes engrasados; la noche no era en absoluto silenciosa, a pesar de que en apariencia nada se movía. Y la helada no era otra cosa que una campana de cristal sobre un viejo reloj decorado. Ahora se trataba de no recaer en la vorágine de las quejas, de aceptar su propio destino de ferocidad. «Tú no tienes piedad alguna», le había dicho su padre.
«Yo siempre he ignorado la piedad. Hasta donde recuerdo. Creo que todo lo que soy, todo en lo que me he convertido, depende de esta verdad absoluta: siempre, siempre he ignorado la piedad. Respecto a mis padres, pero también respecto a mí mismo. Por lo demás, poco hay que decir: alimento la duda, me revuelco —sin hacerlo ver— en el fango de mis obsesiones. Por ejemplo, la obsesión de la bondad, y la idea de que a fin de cuentas resulta más útil para quien la ejerce que para quien la recibe. ¿No es soberbia la bondad? ¿No es arrogante? Si fuera un sentimiento normal, ¿para qué habrían inventado los santos? Que además no son otra cosa que los profesionales, los campeones, esos que son tan soberbios en el ejercicio del altruismo como para anularse a sí mismos y de ese modo elevarse a través de los altares hasta lo alto del cielo. Además, ¿qué piedad tuvo Él cuando me abandonó a mis propios delirios? Tenía nueve años, tal vez diez, y había un cielo arrebatador y el perfume embriagador de las retamas espinosas por doquier. ¿Qué piedad tuvo cuando de repente me encontré en el centro del torbellino, uno de esos que se citan en las hagiografías cada vez que el divino se manifiesta? Oh, era inocente, así que abrí mis brazos para ofrecer mi blanda carne al fendiente».
Luigi Ippolito articuló estas palabras dirigiéndose a la resistente nada del pavimento bajo sus pies, como si hablar consigo mismo con la cabeza inclinada significara rendirse ante toda evidencia, intentar el enésimo ejercicio de humillación para sanarla inmensa soberbia que había precisado, solo once años antes, para contarles a sus padres lo que le había ocurrido, o lo que creía que le había ocurrido.
Ese día, en casa, sentado a la mesa, se escuchó a sí mismo hablando una lengua desconocida, como inspirado por la llama de Pentecostés, describiendo con todo lujo de detalles cosas que no debería saber. Y habló sobre él, el cielo, el perfume, el fendiente… En ese particular mediodía todos los sonidos se interrumpieron: el tiempo martilleado por el reloj, el goteo del grifo, el chirrido de las cigarras, la respiración de su madre…
El padre lo escuchó sin rechistar, esperando a que terminara, y después guardó un largo silencio. «Tú no tienes piedad alguna», le dijo finalmente.
En el interior del cálido intestino del pasillo que lo conducía a su habitación le pareció que se sentía mejor. Sin una razón definida, el olor invasivo del repollo guisado, procedente del refectorio, hizo que se sintiera reconfortado. Una vez en su cuarto, corrió a echarse en la cama sin desvestirse siquiera, sin descalzarse siquiera. Como un muerto listo para ser inhumado.
A la mañana siguiente se dirigió a la pensión, faltaban diez minutos para el mediodía. Hacía un día precioso, esmaltado y nítido. Parecía que nada se había dejado al azar: puntas y bordes, techos y antenas, canalones y chimeneas, vértices de abetos y cimas encaladas… Como en una tabla flamenca, lo afilado dominaba cualquier posible redondez. Y parecía que aconsejaba mirar a lo alto, hacia el azul turquesa compacto del cielo, sin un sol que pudiera desteñirlo, ni un vuelo de ave que pudiera mancillarlo.
Pero al llegar a su destino descubrió que Maddalena se había marchado unas horas antes, con el autocar que iba a Turín. Su madre le había dejado a la patrona de la pensión un sobre con el ruego de que se lo entregara tan pronto como se presentara allí, cosa que la anciana señora hizo con diligencia. Luigi Ippolito cogió el voluminoso sobre que le había sido confiado como si se tratara de material extremadamente peligroso. Lo apretó contra el pecho y se apresuró a hacer el camino de vuelta alseminario. Hasta que estuvo en su habitación no comprobó el contenido: eran hojas, unas escritas a mano y otras mecanografiadas.
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© Marcello Fois (2015)· Traducción del italiano: Francisco Álvarez | Cedido por Editorial Hoja de Lata · 2018