Marco Vespa
Todas sus grandezas
M'Sur
Soñada y vivida
Tal vez no sea del todo una casualidad que Marco Vespa se me presentara en Sevilla, durante una Bienal de Flamenco. Él es un gran aficionado a este arte, yo soy un devoto de Sicilia, de modo que parecía cuestión de tiempo que nos encontráramos. Y quiso la suerte que fuera en la capital hispalense, y no en la isla mediterránea, lo que tampoco habría tenido nada de improbable.
Más tarde, cuando la amistad ya había germinado y me asomé a su literatura con el gusto de creer oír su voz en cada línea, entendí que una novela como Tutte le sue grandezze tiene mucho de sevillano, empezando por sus mitos eternos: la Carmen, reencarnada en Marica Paradiso, y el Don Juan que viene a ser Riccardo Portoleva.
Pero, más allá de esta inspiración bajoandaluza, en la novela Catania es mucho más que un escenario. Con ese ritmo carveriano de frases cortas, con esa naturalidad de avezado contador de historias, Vespa nos invita a entrar en la ciudad del Etna, en una Sicilia de papel que en cualquier momento se hace piedra barroca, y carne, y hueso. Una Sicilia de siempre y siempre nueva, soñada y vivida, legendaria y tan familiar como esa Sevilla en la que conocí a Marco Vespa.
Tutte le sue grandezze es la tercera novela de Vespa, nativo de Catania, donde sigue viviendo, tras La maniera dell’eroe (2000) y Nata in riva al mare (2007). MSur ofrece las primeras páginas de la novela, cedidas por el autor, en exclusiva en español, en traducción de Valeria Guerriero, realizada en el marco del máster de traducción e interculturalidad de la Universidad de Sevilla.
[Alejandro Luque]
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Todas sus grandezas
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Cada isla espera impaciente su hundimiento.
M. Sgalambro
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El patio inmóvil en una noche de junio. Parterres, setos de laurel, arbolitos redondeados con tijeras, pocas ramas fuera de sitio, dos palmeras altas hacia el cielo y un recorte de luna. Alrededor ventanas cerradas, persianas oscuras, perspectivas grandiosas, los escalones del palacio iluminados por farolas tenues.
Un gato blanco con la cola negra cruza el patio, se para, mira alrededor, va a la derecha y a la izquierda, erizando el pelo. Un perro empieza a ladrar, se hace insistente, otros perros ladran en la distancia. El reloj de una iglesia marca dos campanadas. Se levanta un viento inesperado, envuelve las plantas. El gato corre y sube una palmera, se esconde entre las ramas, deja afuera solo la cola negra. El golpe de algo que choca, un cristal que se rompe. Del tejado salen volando los pájaros.
Hay como un estruendo subterráneo, y todo tiembla bajo los pies. Es el terremoto, un temblor. Las luces de las farolas parecen apagarse y se vuelven a encender, el cielo se pone más negro. Se abren ventanas, se asoman cabezas que repiten: «Terremoto». Se enciende la iluminación de los «grandes acontecimientos» y los amorcillos barrocos se despiertan. Bajo las luces de los focos toman forma caras de piedra, revolotean angelotes. En el balcón aparece un hombre en pijama, mira el patio, los tejados lejanos y los cercanos; observa boquiabierta el perfil de la montaña. Es alto, apuesto, se acaricia con una mano el pelo rubio, la nariz y los labios casi femeniles. A su lado hay un perro gris, flaco, un galgo. Entra en casa y vuelve llevando bata, mocasines de terciopelo, con el perro siempre a su lado.
Empiezan a llegar al patio los vecinos del palacio. Salen de puertas y puertecillas, de las escaleras a la derecha y a la izquierda, vestidos con apuro, hablan sin parar; el deseo de ponerse a salvo, de alejarse de las paredes y de los techos: por si es aquel terrible terremoto que derriba todo en la mitad de la isla, y no el habitual murmullo de la montaña que no deja daños. El primero de ellos es el propietario del palacio, Guglielmo Calasparra, diminuto, redondo, tez tostada, muchas venitas que le trepan a la nariz, sonríe y asustado mira hacia arriba, si las cornisas y chimeneas aguantaron al temblor. Adriana lo sigue, la hermana, absorta, elegante en cada ocasión. Ambos saludan al hombre en bata.
«¿Que tal, Ricardo? Vaya terremoto». Ricardo asiente con la cabeza, abre los brazos, como diciendo: «Estamos todos bajo el mismo cielo». Hay otro temblor, ligero, otra vez la tierra desde abajo que se agita. Silencio, frío. Retoman las voces, se calientan, más rápidas. Ricardo entra en casa; el perro olfatea el aire: algo extraordinario debe de haberlo impresionado, se queda en el balcón, se detiene, inmerso en un perfume absoluto, la nariz le palpita. El hombre con bata vuelve con el pasaporte y un pergamino en las manos, se tiende en la tumbona, abre el pasaporte en la página con la foto, se reconoce y sonríe como delante de un espejo. Abre el pergamino y aparece una insignia, azulada, con un león dorado y una veleta: Portoleva, escrito abajo con ondulante caligrafía.
Guarda el pasaporte y el pergamino sobre el corazón y cierra los ojos, esperando el temblor destructivo: para que su cuerpo pueda ser encontrado así bajo los eventuales escombros; y se santigua rápidamente. Del patio, siempre más vivo, un zumbido de palabras. Acaba de llegar una pareja con dos niños. Ella morena, muchos rizos recogidos, gafitas, lleva un estuche para violín. Él con poco pelo, todos los músculos entrenados, la mandíbula de gimnasio, aprieta el ordenador portátil, y explica a los niños lo que ocurre, que a veces la tierra puede temblar, «pero no es nada grave», la voz persuasiva, temerosa.
De otro lado llegan un hombre y una mujer un poco vacilantes de piernas, ambos llevando ropa de lino, él color arena, ella azul, ambos con una camisa blanca abotonada hasta el cuello, cercanos a los noventa años; sonríen y hablan entre sí, muy parecidos, delgados, lucen igual, él le da el brazo, ella lo sostiene con la mano, y le dice que cada tanto es la misma historia, la del terremoto que los hace correr por el patio de día y de noche, que ella se desespera por participar en la gran destrucción que está a punto de ocurrir.
El hombre dándole la mano la anima, le dice que tenga confianza, que tarde o temprano el buen terremoto ocurrirá, no la decepcionará, sonríe rozándose el bigote: «Y ahora seguro que Guglielmo dirá “Todos a la palmera”». En el patio dieciochesco, otros vecinos del palacio Calasparra. Se apresura Caio La Gaia, académico de letras; el ojo inquieto, la barbilla gris, chaqueta negra, camisa, calzones para complacer los gustos de la estudiante que, en el segundo piso, con vista al mar, se ha quedado en su cama entre ansiedad y descontento: no va al patio para no crearle molestias al profesor. Caio La Gaia se cruza con su colega Michele Allegra, catedratico rival, y se saludan de la manera habitual, sin mirarse: «Hola hijo de pu», le dice Caio a Michele que le replica: «Hola hijo de ta», y siguen adelante con la cabeza bien alta, sincrónicos, como dos caballitos que tienen que tirar de la misma carreta.
«Todo el mundo a la palmera, todo el mundo a la palmera», repite Guglielmo Calasparra a los vecinos que se encuentra, en voz medio baja, a reunirse allí, casi chilla a los de la ventana. Hace señas a Ricardo para que baje después de haberlo llamado a gritos; cuando poco a poco se abre el portón grande del palacio y las luces de un coche los ciegan.
Un Mini negro entra en el patio, tras esperar los largos tiempos de abertura del dispositivo automático. Inicialmente un poco inseguro, luego maniobra hacia el aparcamiento al lado de un Audi azul ministerial. Sigue adelante, da una casual marcha atrás, frena, pero la gravilla lo traiciona, las ruedas resbalan y el Mini acaricia el Audi y acaba por darle un bofetón al guardabarros. Un ruido de láminas chocando entre sí. El Mini se para, se apaga el motor, se abre la puerta del conductor y sale una mujer resoplando. «Maldita sea», la gravilla, dice espontáneamente. Y da una patada a los guijarros, como un paso de baile. Su piel es pálida, sus labios coloreados, algo intenso en su delicado rostro, grandes cejas, sus ojos alargados, pardos y amarillos. Arregla el pelo negro sobre sus hombros con gestos circulares, lo recoge, lo enrolla y lo pone atrás. El vestido inflado y corto, rojo cambiante, los brazos desnudos, las mangas como dos globitos. Se mueve sobre cuñas altas con suela de cuerda, da una vuelta alrededor de su coche, examina los daños, los alisa con la mano, echa un vistazo al otro coche. Tiene las largas piernas desabrigadas, torneadas y un poco curvadas.
Guglielmo Calasparra, que ha asistido a la maniobra del Mini, cruza el patio con paso alegre y media sonrisa y le dice a la conductora: «Buenas tardes. Bienvenida». Le repite unas cuantas veces que la gravilla del suelo hace eso, que no hay que preocuparse, no es nada grave, pequeñas cosas, del ruido quién sabe qué se habría dicho. Y mira hacia arriba, hacia Riccardo, que los mira de brazos cruzados por la barandilla del balcón, hace con el brazo un gesto como los de los caudillos, «vente». Sigue hablando con la mujer del Mini, le dice cosas amables que tienen que ver con el placer de tenerla como inquilina allí en el palacio, que la vio días antes de mudarse, cuando llegaron sus muebles; incluyendo un par de cómodas estilo imperial tal y como a él le gustan: «Con las columnitas, las patas curvadas y los pies de ciervo». Que espera que ella no se haya asustado, que no hay nada que temer, pero que es mejor no correr ningún peligro, y quedarse un poco fuera de casa, por si acaso la tierra volviera a temblar, «debería haber esos pequeños temblores que llaman réplicas».
«Pero, ¿cuándo? No me di cuenta» dice la mujer y se ríe, se traba, pide a Guglielmo Calasparra que se lo cuente bien, porque ella no oyó nada. Se acerca a los dos Riccardo, el hombre del balcón. «Buenas tardes», pronuncia suavemente la erre, y continúa: «Por así decirlo». Guglielmo le sonríe y sigue con la historia del temblor fuerte y del más pequeño, que escuchó el primero mientras dormía: todo un baile, y su hermana de la habitación de al lado gritándole que se quedara quieto ahí, sin moverse, mientras él estaba listo para salir corriendo. Luego un jarrón de flores que revienta en el suelo: nada serio, un objeto que nunca le había gustado, el regalo de una tía tacaña, de los sesenta, de mayólica nudosa. «Yo no escuché nada en absoluto», dice la mujer, que respondió hola a las buenas tardes de Riccardo y sigue hablándole al otro. Estaba en el coche, dice, y no se dio cuenta, probablemente los neumáticos amortiguaron el temblor, pero no se lo cree. Pero había algo que la perturbaba. Y se recoge su pelo llevándolo hacia atrás con ambas manos. Riccardo la observa con una sonrisa y aprieta los labios mientras que ella se acalora.
Guglielmo Calasparra se sale del hilo de palabras y le señala: «Aquí esta, el dueño del coche con el que chocaste». Los presenta: «Riccardo Portoleva, o Richi, para los amigos. Marica Paradiso, la nueva inquilina del segundo piso: la alcoba, os revelo un secreto de familia, un secreto de un antepasado mío, que llevaba allí un harén de bellas damas, actrices, cantantes y divas». Los tres sonríen y se quedan sin palabras. Guglielmo Calasparra mira hacia atrás, hacia las palmeras, donde se han reunido los inquilinos del palacio, dice: «¡Genial!, por fin está claro cómo se va a gestionar la emergencia del terremoto, perdón, me voy», y se va al trote hacia el centro del patio.
Marica mira a su alrededor, levanta la vista hacia el magnífico panorama, satisfecha dice: «Todavía no había estado aquí de noche», hace un ruido de aprobación con la boca, aprieta los labios: «Vaya». Se asombra de una escultura que se roza el seno, otra que tiene las manos entre las piernas, hace pequeños gestos, parpadea al cielo. Riccardo mira hacia arriba, examina los tejados del palacio, tal vez las chimeneas han soportado los temblores, los brazos cruzados, absorto. El pelo claro, rubio y blanco, la gran cara, el perfil de un hombre que va por la vida sabiendo cómo hacerlo. Alto, apuesto, elegante. Ahora lleva pantalones azules un poco desteñidos, la camisa a rayas, los zapatos de terciopelo que tenía antes.
Marica y Riccardo, a tres pasos entre sí, miran alrededor distraídos, se intercambian miradas fugaces. Ella entonces de pronto, se acerca al coche de él y dice que no es grave pero que hay un daño; ella hará el papeleo del seguro, si quiere. No le cuesta nada a ella, que sólo le dé sus datos y ella se encargará. Y mientras tanto mira hacia abajo, los zapatos de terciopelo que tiene en los pies, se detiene, y luego la mirada meditabunda en los ojos.
Él, intrigado, también mira sus zapatos y sonríe. Le dice que se olvide del seguro, que le parece un rasguño, una abolladura de nada. Ella insiste: no está bien, que así él sale perdiendo, «los mecánicos…cuestan dinero, lanzan números…». Y, pensándolo bien, ella conoce a uno, un carrocero que, con lo que el seguro paga por los daños al coche de él, también arregla el propio: así que ambos se quedan satisfechos y felices. Riccardo lo piensa, dice: «Pues, está bien».
Marica vuelve a mirar los zapatos de él. Le dice: «Son bonitos, déjame probármelos». Por un momento él no sabe qué hacer, sonríe, se mira los pies, indeciso se apoya al coche y se quita los zapatos con pequeños movimientos. Con gracia le dice: «Me quitas los zapatos de los pies». Y pone las plantas desnudas en la gravilla. Ella inclinándose se quita los suyos, se pone a su lado: «A ver cómo me quedan, son un poco grandes», sobran tres dedos del talón. Dice que tenía un par, comprado en Venecia, negros, con las suelas hecha de los neumáticos de bicicleta, como esos y los perdió. Y se los prueba, los mira, da unos pasos. Se fija en los pies desnudos de Riccardo y le dice: «Tienes unos pies bonitos» y él dice: «Tú también». «No», dice, «demasiado grandes, un poco delgados». «No diría», Riccardo.
En el patio, iluminado como para una fiesta, bajo las dos palmeras en el centro con los rayos de luz que las remontan, se han reunido los inquilinos del palacio, con estas características: la palmera de derecha está destinada a los inquilinos propiamente dichos, los propietarios, la de izquierda al personal, los criados y el portero. Bajo la de la derecha domina la piel blanca, hay una cháchara ruidosa. Bajo la de la izquierda, piel oscura, palabras más aisladas. Guglielmo Calasparra se queda bajo la de la derecha, pero hace rápidamente unas visitillas a la izquierda, dice: «¿Cómo va?» y que traigan sillas bajo la palmera patronal, esperando que el terremoto se calme.
Marica vuelve a ponerse los zapatos con movimientos que muestran sus piernas, se inclina y se ayuda con la mano para atárselos. Riccardo se pone sus zapatos de terciopelo con pequeños movimientos de los pies, de la punta y del talón. Ella abre el maletero del Mini y saca una maleta con ruedas, negra, lucida, tipo piel de cocodrilo, saca el asa con un gesto firme. Del asiento trasero toma dos grandes bolsas de papel de una tienda de moda en Milán. Riccardo se propone ayudarla, ella se lo agradece: «¡Qué amable, caramba!». Le da las bolsas y sigue arrastrando la maleta con las ruedas tropezando en la gravilla; con un movimiento cierra el asa, y la toma en brazos, dice: «La gravilla ya ha hecho suficiente daño, basta ya». Caminan hacia el ala derecha del palacio, entran en una sala de paso con un gran pavimento de mayólica verde y amarilla desgastada, consolas torcidas en las paredes, tapices llenos de agujeros, dos bustos de mármol sin narices, tanto encanto. Cruzan el salón, el eco de los pasos y la maleta que corre, van hacia la jaula del ascensor.
«Mejor ir por las escaleras. Por si acaso se va la luz por el terremoto…» dice Riccardo.
Ella: «Vamos, nada de eso».
Él abre y cierra las puertas, dice graciosamente que ese ascensor es el orgullo de la familia Calasparra: «Dicen que fueron los primeros en el mundo en tener uno. Sostienen que incluso antes que el Kaiser Federico en la villa de Sanremo». Presiona el botón y se van en la cabina de madera añeja y latón. Marica lo mira y le brillan los ojos, la boca, el pintalabios insinúa una sonrisa, dice: «Eres simpático», con los brazos cruzados, mira el plafón de cristal. «Pensé que estarías enojado por lo del coche, tenías una cara seria». Ella abre la puerta del ascensor, busca el interruptor de la luz en la oscuridad de la escalera, y él la sigue con las bolsas marcadas Prada y Missoni. Busca las llaves de la puerta en el bolso y no las encuentra, remueve el contenido con más frenesí y saca un cuaderno escolar con el canto rojo, un chal negro, ligero, que parece no terminar nunca, un estuche rebosante de lápices y pintalabios, un tanga.
Dice que espera no haber olvidado las llaves en casa de Mauro, el marido de su madre, que no tiene ganas de volver, «sólo la idea le molesta». Y sigue hurgando, saca un abanico negro liso.
«Ah, aquí están». Y muestra una gran llave que brilla a la luz de la luna que llega desde quién sabe qué rendija. Bien retenida de un anillo, una llave plana moderna: las formas de Capogrossi, sus signos. Marica se adelanta con las llaves, de la grande dice: «Mira esta». Luego mete la pequeña en la cerradura y entra en casa. Riccardo se detiene frente a la puerta. Ella dice: «¿Qué estás haciendo ahí? Entra, pon esas cosas por ahí». Quiere mostrarle su casa. Se mueve rápidamente, se inclina ágil para poner un enchufe eléctrico en la toma de corriente, y se enciende una lámpara, orientada al techo de estuco blanco arreglado de festones y guirnaldas. Riccardo mira a su alrededor, dice bien y bonito, refiriéndose a los muebles y las habitaciones. Le cuenta las historias del edificio, de los vecinos que lo han habitado, de cuando él vino a quedarse aquí. Quiere ser ligero y gracioso, que se entienda la calidad de su inteligencia. En cada frase hay una comprensión de las cosas, que él podría tener la solución, pero no la revela por discreción.
Marica lo lleva al salón y le pregunta: «¿A qué te dedicas?»
Él contesta: «A la arquitectura, entre otras cosas. Pero a menudo me pierdo entre los asuntos de mi familia». Le cuenta que su padre, continuando una larga tradición, fue cónsul general. Así que una vida de recorrer el mundo, largos períodos en el ministerio, y después de una juventud errante, a él le tocó la tarea de administrar los bienes de familia: «Propiedades y casas, muy descuidadas, durante años en manos de administradores en el mejor de los casos inútiles, cuando no directamente ladrones». Su vida se divide, pues, entre poner en orden las cosas de la familia y el oficio: licitaciones públicas, pero cosas pequeñas, más proyectos para particulares donde, da a entender, prevalece la decepción de que no entienden lo que realmente quiere expresar: «Una arquitectura que avanza con los tiempos, los signos decisivos que la atraviesan, pero que conserve el sentido de la tradición». Lamentablemente, dice Riccardo, aquí esto no se entiende, las demandas parecen pequeñas, «nos hemos quedado todavía en la casa de campo de estilo mediterráneo», que debería mudarse a Berlín, para trabajar como le gustaría.
Ella pone la cara de quienes no están de acuerdo, abre la boca y los ojos y con la cabeza niega. «Bueno, ¿qué hay de malo en que la gente quiera casas tradicionales? Clásicas. Son preciosas: deberías ver las que vendo yo». Y le cuenta que ella trabaja en la oficina de ventas de una empresa constructora, que tienen listas «unidades inmobiliarias de prestigio en tres plantas, sótano, planta principal, espacio abierto bajo el techo, mármol y parqué en todas partes, piscina y jardín privado, acabados cuidados, antena parabólica y jacuzzi. Cinco estrellas. De lujo. Deberías venir a verlos».
Ella le pregunta si le apetece un gintonic, que ella se lo prepara, tiene la nevera nueva, con una maravilla de máquina de hielo. Él le dice de camino a la cocina: «Dejémoslo para otro día. Tengo que estar en el aeropuerto mañana por la mañana temprano; Lilia, mi media naranja, llega de Roma».
Alrededor, el desorden de la reciente mudanza, muebles que no han encontrado su lugar, cajas de cartón. Una mesa laminada con pies de metal, diseño del norte de Europa y sillas de Ikea alrededor. Otra mesa baja, que se parece a la primera, delante del sofá que tiene una parte para estirar el cuerpo, grande de piel, la tensión del animal al que se la han quitado.
En el suelo unos cuadros para colgar. Sólo el más grande está colgado en la pared. Una mujer desnuda, azul claro y rosa, está sentada en una alfombra de colores, un paño de Virgen envuelve las caderas, con una mano sostiene una jarra, con la otra aprieta una manzana. Tiene una cara pensativa, los ojos bajos, una nariz afilada, el esfuerzo de posar. Detrás de ella, en una pared, un sombrero de paja con un ramillete de flores delicadas. El lienzo se vuelve lóbrego, hay un rincón oscuro, y en la sombra los detalles de una figura: el pantalón, la solapa de la chaqueta, el esbozo de un hombre sin rostro, el cigarrillo humeante.
Riccardo se acerca al cuadro, con mirada de conocedor, busca la mejor luz. En la casa las iluminación está aún sin terminar, lámparas penden de la pared, cables pelados en lugar de la lámpara.
«Bonito, eso», le dice. Busca la firma en la tela, la susurra. Él pregunta: «¿Sabes algo del pintor?»
Marica hace risitas, lo piensa, farfulla, la boca de carmín, mira hacia el cielo, se toca la nariz: «Es una pariente mía, la del cuadro», la indica, «una antepasada francesa mía. El pintor era su amante. Hubo una tragedia. El la engañó con todas las que se le pusieron por delante, y cuando ella lo dejó porque estaba harta, la mató».
Marica se sienta, se sube el vestido hasta mostrar bien las piernas, las estira, las cubre con un gesto minucioso. Bebe pequeños sorbos, los ojos inquietos, una sonrisa que va y viene. Riccardo, de pie, sigue mirando el cuadro, se acerca y se aleja, la expresión experta de quienes estudian la tela. Él también se sienta, alisa el cuero del sofá. Entonces agita el brazo, el reloj pequeño que tiene en la muñeca, dice: «Ahora me voy».
Marica, con la cabeza en las nubes, vuelve a charlar; que el terremoto no lo escuchó, le queda la duda de que es «una mentira, una sugestión colectiva». Riccardo repite que ha habido, y tanto, un temblor muy fuerte y uno pequeño, ninguna sugestión.
Él estaba dormido y el primero le puso el alma en un hilo, «una angustia primitiva, parecía que todo se destrozaba alrededor, como en una cueva al principio del mundo».
Marica: «Que raro. No he escuchado nada, de verdad. A ver si hay alguna noticia». Coge el mando de la tele, pulsa un botón, otro.
En la televisión, grande y lúcida, un espejo negro entre las cajas de la mudanza, los movimientos de dos cuerpos apretados deseándose. Un hombre y una mujer en la penumbra de una casa de oriente, los ruidos del mercado. Él está por encima de ella, las espaldas morenas, se mueve lentamente sobre ella, que lo acoge con piernas de adolescente. El contrae los glúteos, se le hinchan y se relajan. Las manos blancas de ella le acarician la espalda y las caderas. Los ruidos del mercado se mezclan con acezos, jadeos. Los ojos, la boca de ella se sorprenden.
Marica y Riccardo miran en silencio, sobre los dos se mueve el resplandor de la escena, ilumina la mirada. Marica, sin separar el vaso de sus labios, bebe pequeños sorbos. En cierto punto Riccardo aclara la garganta, dice: «Debe de ser esa película francesa… El director es… no me sale». Y sigue las imágenes, se alisa la nariz con el dedo índice, da un respiro profundo, lo echa hacia afuera.
Marica dice: «Hermosos. Los dos». Y al decirlo, una burbuja iridiscente de saliva aparece entre los labios y desaparece. Ella también insiste con hablar, rompiendo la intimidad del silencio, mientras la secuencia de la película continúa. Y de repente, con voz precipitada, le pregunta: «Y todo bien con Lilia. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?» Riccardo mueve la cabeza como sorprendido por la pregunta; sonríe, se lo piensa de broma y un poco de verdad, con un gesto se quita el pelo de la frente. Responde que llevan juntos seis años más o menos, que todo va bien, «gracias». Más seriamente, le dice que tienen una relación «adulta y madura», que hay «estima y afecto», que la admira «intelectualmente», que es «una verdadera artista», y que «en sus pinturas está toda su maravilla de mirar el mundo, sus sueños, su ironía, su deseo de explorar formas». Una técnica extraordinaria, como la define un importante crítico: «Neobotticelliana, con pesadillas e ironía».
Marica bebe pequeños sorbos, deja el vaso en los labios, mira a Riccardo, está un poco ebria. Ella dice: «Bien, bien. Aunque entiendo poco de lo que dices», se ríe, «pero, bien, me gusta».
Él sonríe: «¡Vaya!» Y continúa diciendo que si Lilia tiene algunas faltas en su pintura es porque es demasiado entusiasta, como los niños, se deja llevar.
Mientras él habla, Marica se levanta, da la vuelta a la habitación, de acá para allá, hasta la pared amueblada, va hacia una cómoda, da la vuelta, se inclina, torciéndose, se agacha y se levanta. Exhibe el escote de su espalda, las piernas largas enteras, toda su altura, su cuerpo un poco atlético también, las nalgas prominentes, del pecho muestra su ausencia, sólo un indicio de forma; no lleva sujetador. Empieza a hablar de sí misma, de impulso.
«Desde mi punto de vista…» Tras dos años con alguien la atracción se acaba, no queda nada, el entusiasmo se consuma, y los hombres sin mostrarlo empiezan a mirar alrededor, buscando a otra. Se alegra por él de que con su mujer mantenga «una relación que merece»; ella sabe cómo empieza y cómo acaba, por lo tanto, prefiere ser libre, estar bien, sin vínculos.
Riccardo mira la hora, dice: «Me voy», se levanta, sin prisa, con la desenvoltura de alguien que está bien en el mundo; echa otra mirada a la pintura y se dirige hacia ella con una sonrisa.
«Pues, buenas noches, bienvenida al palacio Calasparra. No faltarán oportunidades para verse». Le toca el codo con una mano para un contacto y se encamina a la puerta.
Ella lo acompaña, y después de un momento se queda inmóvil. Dan tres pasos y Marica se detiene, toma el cuello de la camisa, como para arreglarlo, lo alisa, tira de Riccardo hacia si, pone su boca sobre la suya.
Sus ojos se sorprenden y un poco le sonríen, abre los hombros como un soldado que presenta sus armas y le deja hacerlo, ninguna participación, no se opone, no dice nada. Los labios y la nariz casi femeninos.
Ella sigue vagando con la boca sobre la suya y se agarra a él. Riccardo, a cambio, casi para consolarla de la insistencia que no va bien, le pone la mano en la espalda, entre el vestido y el escote, empieza a moverla de forma amistosa por una caricia que parece querer desdramatizar el intento de beso de Marica; y añade pequeñas palmaditas que parecen decir: «Oye, vamos, no es el caso. Se ha hecho tarde». Ahora la mano de Riccardo ralentiza y profundiza el contacto con la piel, hay algo que la toma y la retiene. Ella se vuelve más ardiente, con la boca empuja su boca, con los labios toma sus labios y los envuelve. El la besa suavemente, como para probar la sensación que viene, e inmediatamente la aprieta. Repite el beso y lo intensifica. Empiezan en serio y en un movimiento los dientes de Marica y Riccardo chocan. Se despega de la boca, pasa la lengua por los incisivos para sentir si están intactos, y mientras tanto con los brazos alrededor del cuello lo empuja contra la pared. Se deja acorralar, y después de un momento en que permanece impotente y no sabe qué hacer, comienza a tomar iniciativas. Le baja el vestido de un hombro, le acaricia los pechos que salen, se inclina para besarlos.
Ella le mira de cerca la cabeza rubia, las canas, las alisa y las pasa entre los dedos, las examina. Luego un estremecimiento, hace una risita: «Cosquillas» dice. Él se entretiene con los pechos, con los ojos cerrados; mueve la mano hacia la cadera y desde allí, hacia abajo, busca en el espacio entre las piernas. «No hay nada allí», dice ella, apoya la cabeza en su hombro y ordena: «Vamos al sofá».
Él la mira como quien acaba de despertarse y se ha quedado aturdido por un pensamiento. «Me voy ahora», dice, y se dirige hacia la puerta de entrada. Ella no le sigue, le dice que se equivoca, va al vestíbulo, que la puerta para salir es la del otro lado. «Adiós. Lo siento», dice él. Y ella: «Anda, no pasa nada».
Le cierra la puerta detrás, casi en los talones. Recoge el vaso dejado frente al televisor. Toma un sorbo babeándose por encima y dice: «Corre detrás de tu mujer y lárgate de aquí». Y empieza a ver la peli, unas cuantas escenas más. Los amantes van a separarse, el hombre de piel morena, de espalda musculosa, tiene que casarse con la otra que la familia le quiere entregar. Es una escena emotiva. Marica, entre dientes: «Cobarde, sin huevos», los lagrimones en los ojos, «la gente como tú está para matarla ¿Qué haces en el mundo si no sabes coger el toro por los cuernos?». Bebe lo que queda. La mano no agarra y el vaso cae, saltando en esquirlas como sólo pueden hacerlo los vasos irrompibles.
En el patio Riccardo está cerca de su coche, examina el guardabarros. Pasa la mano, evalúa el daño: poca cosa, pero tiene que ir al carrocero, así que más vale que esta haga la denuncia a la compañía de seguros y obtenga un reembolso. Empieza a recorrer el Mini. Observa lo refinado que es, la tapicería, el cuero claro que resalta con la pintura negra, el salpicadero, la instrumentación. Levanta la mirada y ve a Adriana Calasparra fumando en la ventana, lo mira en el patio vacío y dice: «Te gusta». Y él: «Buenas noches», sonríe, «Hasta mañana».
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© Marco Vespa (2018) · Traducción del italiano: Valeria Guerriero (2020) | Cedido a MSur por el autor.