Los parias de la mar
Ilya U. Topper
Catalina Gayà Morlà
El mar es tu espejo
Género: Ensayo
Editorial: Libros del K.O.
Páginas: 164
ISBN: 978-84-1600-166-8
Precio: 15,10 €
Año: 2017
Idioma original: español
Desde la terraza de mi casa las veo pasar: moles de acero rojo y negro, dinosaurios marítimos, barritando con voz grave al entrar en el Bósforo, amansados un rato breve por las curvas del estrecho, cuidadosos de no dar coletazos. Los grandes buques desfilan día y noche por la vía acuática, una caravana interminable. De China a Crimea, de Odessa a Algeciras. Sin ellos, nada habría en las estanterías de nuestros supermercados. Son la hemoglobina del organismo mundial.
Si miro hacia la derecha, al mar de Mármara, veo otras decenas de buques, pero estos callados, sin moverse. Varados en medio del agua. Tal vez algunos estén esperando turno para el Bósforo. Pero ahora sé que otros están abandonados.
Lo cuenta Catalina Gayà Morlà: hay unos 70 buques abandonados en Estambul. Naves que un día se fueron borrando del radar de sus propietarios. Si es que tienen propietario, porque entre el dueño, el armador y los agentes del flete, todos van a partes mientras haya negocio. Cuando las cuentas ya no cuadran, de repente nadie ha sido. El barco se queda donde le haya tocado. Esperando unos salarios que nadie envía ya. Sin combustible, según avanzan los meses. Sin provisiones, algún día.
Estambul, Barcelona, Gibraltar, Ceuta, Civitavecchia o Port Said: Gayà Morlà se ha encaramado a las escalerillas de decenas de buques varados en los puertos del Mediterráneo para registrar el proceso de descomposición de los grandes cargueros y de la ética laboral. Un olor a metal oxidado, a aire atrapado, a hombres sin salida, a un futuro borrado. A veces, el capitán es el primero en irse, a veces es el último. Cuando no quedan más de tres personas, un buque deja de ser un buque y se convierte en un trozo de hierro.
Dicen que las leyes del mar son severas. Para los marineros, quieren decir. Porque para los armadores y sus agentes, el mar es el oeste salvaje, territorio sin sheriff. Las banderas, trapos de color para envolver las ganancias, nunca las pérdidas. Las hay de Mongolia y de Bolivia.
Un olor a metal oxidado, a aire atrapado, a hombres sin salida, a un futuro borrado
Los marineros, en cambio, son de Pakistán, de Ucrania, de Turquía o Rusia. Desfilan ante la grabadora de la periodista, siluetas recortadas contra el horizonte. Y el libro se convierte, también, en un réquiem para una época que ante nuestros ojos está agonizando, un tiempo en el que aún uno se hacía marinero por el mar, con el mar, contra el mar, a través del mar.
Porque ya no. Ya los proletarios de los grandes buques son simplemente mano de obra barata, de cualquier altiplano, parias de la tierra trasladados a la mar que no llegan siquiera a cifra al pie de página en libros contables de las empresas armadoras, porque esas empresas ya no tienen libros contables siquiera: desaparecen en cuanto surge cualquier problema. Se disuelven en humo.
Una foto de familia de un puerto gris al que ya no hay manera de volver, salvo repatriado. Perdiendo todo. Una esperanza que se va desmigajando con el paso de los meses como el pan de alguna organización caritativa. Los últimos cigarrillos. Los hombres de mar son de pocas palabras. El resto lo pone la reportera.
Las banderas, trapos de color para envolver las ganancias, nunca las pérdidas
Saben en varias redacciones que yo tengo puesto cruz y raya a la moda de convertir el reportaje en un selfie de la periodista. Ya saben ustedes, eso de «Hacía calor bajo el velo que me tuve que poner», «No encontraba el baño», «El taxista me quiso estafar». Me han dicho compañeras de oficio que hay revistas que directamente piden que se escriba así, chupando cámara. No conmigo.
Me atengo a la vieja norma: Si la dificultades encontradas a la hora de realizar un reportaje ayudan a comprender el tema, se cuentan. Si no, se callan. Y no, exhibir la ignorancia del periodista que no sabe leer un cartel en árabe no ayuda a comprender nada. Ni lo que la periodista imagina que deben sentir las personas. Queríamos el dato, no la imaginación.
Salvo si una se llama Catalina Gayà Morlà y ha escrito sobre buques abandonados. Entonces tiene carta blanca. Porque Gayà viene con la tarea hecha. Tiene el dato, todos los datos. Tiene hasta un anexo para enumerar, una por una, las fuentes, por si acaso queríamos verificar. Gayà sabe perfectamente de qué habla. Y eso la autoriza a convertir el reportaje en narración, en libro, en algo que casi parece una novela, contada en primera persona. En la tradición de los grandes, los muy grandes del oficio, al estilo de Joseph Kessel, que supo transformar en libro casi cualquier reportaje. Una transformación sutil en la que las fuentes se convierten en personajes, las declaraciones, en trama, los datos, en argumento. He leído novelas más aburridas y con menos trama que El mar es un espejo de Catalina Gayà Morlà.
Gayà sabe de qué habla. Y eso la autoriza a convertir el reportaje en narración
Porque si el mar es el espejo para los marineros – se enfrentan a él cada dia de su vida, como solo se puede enfrentar uno a sí mismo – , ellos, los marineros, son un espejo para la narradora. La vemos a través de sus ojos, y finalmente la veremos a ella, de noche, tras volver del buque donde se han reunido capitanes, marineros y las únicas tres mujeres en un mundo de hombres: la cocinera, la jefa del almirantazgo y la periodista. Pero ahora la periodista se ha sentado en el váter de una pensión de mala muerte de La Línea – una pensión al alcance de bolsillo de una freelance – y se mira al espejo. Y lo que fue un reportaje sobre buques abandonados se convierte en un poema de Baudelaire. Casi un rimbaud: en algún horizonte siempre quedará Yibuti para quienes no pueden vivir sin hacerse a la mar.
No sé si en el oficio del mar, pero en el periodismo hay esperanza mientras haya quien investigue y escriba como Catalina Gayà Morlà.
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