Ponte en su lugar
Alejandro Luque
En términos históricos, hablamos de las luces para referirnos a un periodo –por lo general delimitado por el siglo XVIII francés e inglés– en el que la razón se impuso a la ignorancia y la superstición, al oscurantismo. El título de esta colección de conferencias y ensayos breves de David Grossman (Jerusalén, 1954), Escribir en la oscuridad, alude al ejercicio de la escritura en tiempo de guerra, que es el de la razón derrotada; concretamente, en la guerra no declarada que desde hace décadas mantiene su país, Israel, con los países de su entorno y consigo mismo.
Grossman muestra cómo, del mismo modo en que los conflictos que reflejan las noticias se desarrollan en un plano territorial —construcción de nuevos asentamientos aquí o allá, desplazamientos de tropas, incursiones en tal o cual ciudad—, hay un territorio interior en el ser humano que padece análogas convulsiones. El autor de La vida entera y Tú serás mi cuchillo lo ilustra a la perfección con el ratón de Kafka, que acechado por el gato y atrapado por la trampa lamentaba que el mundo se le hiciera cada día más estrecho. Ningún centrifugado encoge tanto los tejidos del alma como el del miedo. Y merced a ese miedo, cada individuo permite ser confiscado por su propio Estado y convertido en “zona militar cerrada”.
No obstante, Grossman prefiere mirar hacia fuera que ensimismarse en sus propios traumas; frente al individuo absorto en su ombligo, embelesado en su mitología, asume el reto de comprender al otro (¡ah, los infernales outres de Sartre!), lo que no necesariamente supone un sacrificio, sino incluso una liberación. Porque a veces los otros también están dentro de cada uno de nosotros, y negarlos da mucho trabajo: “¿Quién sabe el esfuerzo constante que hacemos para salvaguardar esos rígidos marcos internos, los cercos en los que está atrapada —a veces atada— nuestra alma multifacética y llena de artimañas?”, se pregunta con extraordinaria claridad.
El autor tiene una providencial herramienta para abordar este empeño: la escritura. Y, para seguir con Sartre, un único tema: la libertad. El caso es que es imposible ser libre bajo el peso asfixiante del miedo, acosado por la presencia permanente y ubicua del enemigo, de ese enemigo que acaba siendo todo el prójimo, todo aquello que pueda englobarse en la hospitalaria categoría de la otredad.
«Identificarme con el punto de vista ajeno», escribe Antonio Tabucchi en La oca al paso, «quizá sea ése mi modo de comprometerme». El secreto consiste, simple y llanamente, en ponerse en el lugar del otro. Para ello hay que intentar, de entrada, reconocer su existencia. Y aceptar que tenga creencias distintas, otro color de piel, otras tradiciones, una ideología que acaso no compartamos. Y apartar los obstáculos de la convivencia pacífica. Asignaturas chupadas que los israelíes no se cansan de suspender con las peores notas.
Grossman consigue que dejemos de ver al israelí de a pie como el sionista sin escrúpulos
Lo grandioso del caso es que, al tiempo que Grossman se pone en el lugar de los inveterados enemigos de su pueblo, los palestinos, consigue —acaso sin pretenderlo— que nosotros como espectadores nos pongamos en su lugar. Que dejemos de ver al israelí de a pie como el sionista sin escrúpulos, para entender el drama atroz de su día a día, atrapado entre la permanente sensación de asedio y una identidad hipersensible, entre una memoria colectiva abrumadora y un futuro enfermo de provisionalidad.
Avergonzado con las arbitrariedades de su país, decepcionado por el hecho de que los judíos, “que siempre hemos sido recelosos y cautelosos con el poder, en cuanto lo hemos ostentado se nos ha subido a la cabeza”, Grossman le habla a los suyos con una contundencia tan inusual como admirable. Pacientemente, desmonta una a una todas las coartadas de este pueblo al que durante casi dos mil años “se le ha denegado su humanidad mediante toda clase de medios sofisticados, desde la demonización a la idealización, que son las dos caras de la deshumanización”.
Resulta muy difícil no emocionarse ante las palabras lúcidas y valientes de Grossman, y más aún entender que el Gobierno de su país se permita el lujo de desoír a intelectuales de esa talla. Pero este libro no sólo habla de y para Israel. Ni siquiera se dirige únicamente a ambos lados de la frontera. Se trata de un manual válido para todos aquellos rincones donde el sentido común haya sufrido un apagón, donde la incapacidad para ponerse en el lugar del vecino imponga la oscuridad por decreto. Y nos devuelve la fe en que, incluso en medio de las tinieblas más compactas, haya siempre alguien dispuesto a hacer saltar una chispa que alumbre y dé calor.