Único testimonio
Alejandro Luque
Dirección: Sebastián Arabia
Género: Documental
Produccción: Indy Cinema
Intérpretes: Gonzalo Boye
Guión: Sebastián Arabia
Duración: 135 minutos
Estreno: 2016
País: España
Idioma: castellano
De las muchas tareas que el cine documental español tiene por delante, una de las más importantes es sin duda levantar acta del fenómeno terrorista en nuestro país, así como de su reverso no menos oscuro, la llamada guerra sucia contra el terror. A este campo pertenece, a priori, la propuesta de Sebastián Arabia sobre la figura de Gonzalo Boye, conocido abogado y editor, a la sazón y entre otros empeños, de la revista Mongolia.
La primera parte del filme, de hecho, está dedicada a explicar minuciosamente las circunstancias que llevaron al joven Boye a cumplir pena de prisión –su condena fue de 14 años– como colaborador de ETA en el secuestro del empresario Emiliano Revilla, en el año 1988. Boye, chileno de familia bien, fue detenido en 1992 junto a tres compatriotas suyos, todos miembros o simpatizantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, los MIR. La condena se basó en el testimonio de uno de ellos, que les prometió retractarse pero nunca llegó a hacerlo. Aunque el resto de las pruebas estuvieron plagadas de errores e inexactitudes, nada impidió que fueran a la cárcel. Boye siempre defendió su inocencia, pero a su vez rehusó acogerse a ciertos beneficios que habrían adelantado su puesta en libertad.
De estar entre rejas, Gonzalo Boye pasó a lucir toga en el juicio del 11-M
En la cárcel se matriculó en la UNED y logró licenciarse en Derecho, sin sospechar que una carambola del destino lo convertiría en la estrella de la abogacía que es hoy. De verse entre rejas pasó a lucir toga como acusación particular en uno de los juicios más duros, controvertidos y apasionantes de la historia reciente de España, el del 11-M. Posteriormente emprendió sendas causas contra Israel –la dirigida a su ex ministro de Defensa, Ben Eliezer, y la relativa a la flotilla de Gaza–, y otra contra Guantánamo, además de ser defensor de Rodrigo Lanza, uno de los detenidos del caso 4F –recientemente revisado en el documental Ciutat morta–, de Edward Snowden y de Tania Sánchez, sin olvidar su querella en el caso Bárcenas.
Sin quererlo o queriéndolo, Boye ha estado en primera línea en algunos de los asuntos más peliagudos y sonados de su tiempo, de modo que su figura serviría como pretexto para analizar y cuestionar el concepto de justicia, nacional como internacional, de las últimas décadas.
Esta misión queda cumplida en el documental solo parcialmente. De entrada, porque Arabia comete un error imperdonable en este tipo de trabajos, y es brindar una sola voz: la del protagonista. Eso sí, la da generosamente, permitiéndole explayarse a gusto. Ni el director ni Boye parecen querer dejar cabos sueltos, de modo que los hechos son narrados con detalle (siempre con el mismo formato de confesión a cámara, solo puntualmente interrumpida por preguntas o incidentes de un desaliño naturalista) y apoyándose en material gráfico.
La posibilidad de acompañar estos testimonios de otros –se me ocurre, por ejemplo, del propio Emiliano Revilla, o del juez Baltasar Garzón– habría otorgado un doble beneficio al producto final: un contraste de las declaraciones de Boye y, a la vez, un alivio para el espectador, pues ni siquiera una oratoria fluida y brillante como la del chileno puede evitar acabar cansando después de más de dos horas.
Otro problema de la cinta es el desequilibrio entre la peripecia vital de Boye hasta su salida de la cárcel, que ocupa buena parte del metraje, y sus andanzas posteriores, que a partir del proceso del 11-M desfilan ante nuestros ojos con demasiada celeridad. De acuerdo, esta no podía ser una película de seis horas a lo Lanzmann, pero, ¿no son las materias en cuestión lo suficientemente sensibles como para ser abordadas con cierta morosidad? Y por otro lado, aun asumiendo que un abogado se debe a sus clientes, ¿no sería interesante indagar un poco más en la opinión personal que el personaje tiene de las controversias en las que ha actuado, precisamente por su condición de conocedor privilegiado de éstas?
Estas deficiencias hacen que lleguemos al final de la proyección con ideas encontradas. Nadie duda del atractivo del perfil central, pero su “puesta en escena”, la narrativa visual sobre la que hace discurrir su memoria, no acaba de funcionar del mejor modo. La historia es potente, y sin embargo la sospecha de que el documental no es sino un ejercicio de redención resta, en mi opinión, rotundidad al acabado.
La sospecha de que el documental no es sino un ejercicio de redención le resta rotundidad
Pocos espectadores saldrán de la sala pensando que Boye fue realmente un aliado de ETA, y en cambio lo verán como una de las muchas víctimas de la arbitrariedad, de la inhumanidad de aquellos, nuestros penosos años de plomo. Es altamente probable que sea así. Y se maravillarán, en cambio, con su fulgurante trayectoria, porque siempre nos fascinan las fábulas de superación personal. Pero algunos, ya digo, preferimos las historias matizadas, confrontadas, refutadas. Solo así sentimos que elegimos una versión de los hechos, a las que nos llevan las persuasiones ajenas y las convicciones íntimas. Solo así una grabación de este tipo merece llamarse documental con todas las letras.
Hay una última cuestión, que queda en el aire. Tal vez sea una pregunta ingenua, propia de quienes carecemos de un conocimiento profundo del Derecho, pero, ¿no habría podido Boye en todos estos años, como letrado de élite, luchar por obtener una reparación del sistema, siquiera un reconocimiento simbólico de su inocencia? Si se lo impidieron los cauces legales, la falta de fe en la justicia o en sí mismo, es algo que la película tampoco nos cuenta. O simplemente algo que no ha ocurrido todavía en una vida en la que cualquier cosa parece posible.
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