Buenas intenciones
Ilya U. Topper
El planteamiento despierta expectativas. Soraya, una chica nacida y criada en Nueva York, de padres palestinos, llega al aeropuerto de Tel Aviv para conocer la tierra de sus abuelos. El tratamiento duro y muy realista, tristemente realista, de lo que significa llevar un apellido árabe en Israel (interrogatorios, cacheos, la desconfianza convertida en sistema) anuncia un filme con causa.
La progresiva integración de Soraya en la sociedad palestina ofrece un retrato en alta resolución no sólo de las humillaciones diarias y los riesgos de la ocupación militar sino también de una sociedad palestina estancada en una pegajosa desesperación, donde la penuria general a menudo sirve de pretexto para explotar aun más a los que nada tienen.
Más frágil es el nudo narrativo. Un robo de banco cometido por tres aficionados siempre es un terreno resbaladizo y no se reconduce en la road movie que constituye la segunda mitad del filme, su argumento esencial: un viaje de tres jóvenes palestinos por Israel para descubrir las casas en las que vivieron sus abuelos antes de la Naqba, la derrota de 1948 que llevó a la huida y expulsión de centenares de miles de palestinos. Los episodios no carecen tanto de realismo como de sentido artístico: aparentemente, a nadie se le ha ocurrido trazar un retrato psicológico de los tres protagonistas y plantear su evolución durante el viaje. Un trío de personajes inicialmente prometedor se convierte así en poco más que un equipo de figurantes.
Un trío de personajes inicialmente prometedor se convierte en un equipo de figurantes
Sólo esta falta de carácter propio posibilita lo que es el mayor fallo de la película (y un fallo irremediable, porque a partir de este punto, el espectador no recuperará la inicial complicidad con la protagonista): la actitud hostil, exageradamente hostil, insultante, de Soraya frente a la pacifista israelí que la ha invitado a la casa que ambas consideran suya: una porque la habita, la otra porque pertenecía a sus abuelos. Seguramente, la cineasta quiere ofrecer con este encontronazo un resumen general del conflicto político actual, pero este simbolismo no casa con el personaje de Soraya: lo destruye.
El desenlace ya apenas nos puede importar. Muchas secuencias parecen recursos visuales —este baño en el mar, tanto paseo entre escombros— cuyo único cometido sería el de alargar un mediometraje hasta el número de minutos exigido para una proyección en salas comerciales, pero cuando la película supera los cien minutos, esta razón se invalida.
Sabemos que el equipo se encontró innúmeras dificultades para rodar en Cisjordania y desde luego cabe aplaudir el enorme esfuerzo y el valor que supone filmar la vida misma en Ramalá, jugándose la cárcel; cabe subrayar la necesidad de películas comprometidas en este sentido… pero el compromiso no puede reemplazar el arte.
La sal de este mar es el primer largometraje de la joven cineasta palestina Annemarie Jacir (Belén, 1974), autora de varios cortos documentales. Pese a todo los defectos señalados, la película transmite una esperanza: la de que el siguiente filme de Jacir nos sumerja realmente en la historia que ella quiere contar.