Opinión

Cara de ángel

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Cuando uno ve su cara
en televisión, le impacta su belleza. Es una cara de ángel, pura e inocente.

Luego abre su boca y lo que sale es feo y asqueroso, el mensaje racista de la derecha extrema. Es como ver a un querubín que abre sus labios y revela los dientes de un vampiro.

Ayelet Shaked puede ser la reina de la belleza en la actual Knesset. Tiene un nombre seductor: Ayelet significa gacela y Shaked significa almendra. Pero es ella quien ha promovido algunas de las iniciativas de derechas más indignantes del Parlamento. Es también la presidenta de la facción Israel Beitenu de Naftali Bennett, el partido nacional religioso de los colonos, el partido más radicalmente derechista de la actual coalición gubernamental.

Su última hazaña es una proposición de ley, que por ahora se debate en la Knesset, que impondría una enorme tasa sobre las donaciones que «entidades extranjeras» políticas entregan a las asociaciones de derechos humanos de Israel, a aquellas que promueven un boicot de Israel o únicamente un boicot de los asentamientos, o que respaldan el que se juzgue en los tribunales internacionales a a los altos cargos israelíes acusados de crímenes de guerra. Etcétera.

En Europa florecen los partidos extremistas que mezclan nacionalismo, xenofobia, islamofobia…

Todo eso se debate mientras inmensas sumas de dinero llegan desde el extranjero a los asentamientos y a quienes los apoyan. Gran parte de estas sumas constituyen prácticamente una donación del Gobierno de Estados Unidos, que permite deducir estas donaciones, calificadas de «filántropas», de los impuestos. Entre los grandes donantes hay algunos multimillonarios norteamericanos judíos de dudosa reputación.

De alguna manera, esta Gacela pone cara a un fenómeno internacional. Por todas partes de Europa están floreciendo los partidos extremistas fascistas. Los que antes eran pequeños grupos marginales se convierten de repente en grandes partidos con influencia nacional. Desde Holanda a Grecia, desde Francia a Rusia, estos partidos propagan una mezcla de supernacionalismo, racismo, xenofobia, islamofobia, antisemitismo y odio a los inmigrantes. Una pócima de bruja mortal.

La explicación parece fácil. En todas partes, la crisis económica ha golpeado duro a la gente. El desempleo sube. Los jóvenes no encuentran trabajo. Las víctimas buscan a un chivo expiatorio contra el que puedan lanzar su furia. Escogen a los extranjeros, a las minorías, a los indefensos. Esto lleva siendo así desde la Antigüedad. Es así como un pintor fracasado, llamado Adolf Hitler, se convirtió en un personaje histórico.

Hace un siglo ya dijeron: «El antisemitismo es el socialismo de los idiotas»

Para los políticops sin visión y sin valores, éste es el camino más fácil hacia el éxito y la fama. También es el camino más despreciable.

Un socialista austríaco dijo hace más de un siglo: «El antisemitismo es el socialismo de los idiotas».

Quienes buscan una reforma social pueden creer que todo esto está instigado por los multimillonarios del mundo, quienes concentran en sus manos una parte cada vez mayor de la riqueza mundial. El abismo entre el 1 por ciento de la cúpula y el resto del mundo crece sin cesar. Y los beneficiarios financian a los radicales de ultraderecha para derivar la furia de las masas hacia otra dirección. Suena lógico.

Sin embargo, a mí se me hace que esta explicación es demasiado simple. Si el mismo fenómento aparece al mismo tiempo en tantos países diferentes, con condiciones económicas distintas, tiene que haber razones más profundas. Tiene que contener algunos elementos del Zeitgeist.

Creo que estamos siendo testigos de un derrumbe general de la cultura, una crisis de los valores aceptados. Este tipo de revueltas normalmente acompaña a los cambios sociales, y a menudo lo causan los avances económicos y tecnológicos. Es una señal de la disonancia social, de la desorientación. En vísperas de la revuelta nazi, el escritor alemán Hans Fallada escribió un libro de enorme éxito, titulado «Kleiner Mann – was nun?» (Hombre de la calle… ¿ahora qué?), una obra que expresaba la desesperación de las masas recién desheredadas. Hoy día, muchos hombres y mujeres de la calle en todas partes del mundo se encuentran en la misma situación.

También en Israel.

La semana pasada presenciamos un espectáculo que a nuestros abuelos los habría hecho estremecerse hasta las entrañas.

Miles de refugiados negros fueron encerrados en el desierto del Neguev durante tres años sin juicio

Unas trescientas personas negras, muchas de ellas descalzas en el tremendo frío de un invierno excepcionalmente severo, marcharon decenas de kilómetros a lo largo de una céntrica carretera. Eran refugiados que habían conseguido huir de Sudán y Eritrea, que habían atravesado a pie todo Egipto y el Sinaí y que habían atravesado la frontera de Israel. (Desde entonces se ha construido un muro en la frontera del Sinaí y el flujo de refugiados prácticamente se ha acabado).

Hay ahora en Israel unos 60.000 refugiados africanos en similares condiciones. Miles de ellos están hacinados en los barrios de chabolas más marginados de Tel Aviv y otras ciudades, lo cual causa un profundo rechazo entre los residentes locales. Esto se ha convertido en todo un caldo de cultivo para el racismo. La agitadora con más éxito es otra diputada guapa de la Knesset, Miri Regev del partido Likud, una ex portavoz del Ejército, que está instigando a los vecinos y a todo el país de la manera más primitiva y más vulgar.

Al intentar encontrar una solución para este problema, el gobierno construyó una gran prisión en medio del desierto desolado de Neguev, donde hace un calor insoportable en verano y un frío insoportable en invierno. Miles de refugiados negros fueron hacinados allí durante tres años sin juicio. Hay quien lo llama un campo de concentración.

No es una prisión sino un «dispositivo de residencia abierta». Somos buenos a la hora de buscarles nombres a las cosas

Las asociaciones de derechos humanos de Israel – las mismas que mencionamos arriba – pusieron una queja ante el Tribunal Supremo y éste declaró inconstitucional el encarcelamiento de los refugiados. El Gobierno se lo pensó dos veces (si se puede decir que llegó a pensar) y decidió circumnavegar la decisión. Construyó una nueva prisión, no muy lejos de la antigua, y metió allí a los refugiados, cada uno durante un año.

No, no es una prisión. Se llama «Dispositivo de residencia abierta». Somos muy buenos a la hora de buscarles nombres a las cosas. Eso se llama «lavandería verbal».

Esta prisión del desierto «abierta» se cierra durante la noche, pero quienes residen allí están libres durante el día. Sin embargo, el lugar está lejos de cualquier sitio habitado. Los refugiados deben ir a firmar tres veces durante el día… lo que les impide salir hacia ninguna parte y, desde luego, imposibilita encontrar cualquier trabajo.

Esta prisión «abierta» fue el lugar desde donde emprendieron la marcha los valientes trescientos, que caminaron todo el camino hasta Jerusalén, a una distancia de unos 150 kilómetros, para manifestarse frente a la Knesset. Tardaron tres días en llegar. Les acompañaron algunos activistas de derechos humanos israelíes, la mayoría mujeres. Sus caras blancas destacaron mucho entre todas aquellas cabezas negras.

Una vez delante de la Knesset, sufrieron un brutal ataque por parte de unidades especialmente entrenadas de la policía de disturbios. A cada manifestante lo rodearon media docena de matones, y luego los metieron de forma violenta en un furgón que los llevaba a la prisión «cerrada».

Me explayo tanto en este incidente porque me da una enorme vergüenza.

El racismo no es que sea un fenómeno nuevo en Israel. Para nada. Pero cada vez que acusamos a nuestras gacelas de racismo, nos responden que es difamación pura y dura. Hay un conflicto entre nosotros y los palestinos, se necesitan medidas de seguridad estrictas y esto no tiene nada que ver con el racismo, no ¡vaya por dios!

Este es un argumento muy discutible, pero al menos tiene cierta apariencia de lógica.

Pero no tenemos ningún conflicto nacional frente a los refugiados. No tiene nada que ver con las consideraciones de seguridad. Es puro y simple racismo.

No es una cuestión de color de la piel. A los judíos negros de Etiopía se les da la bienvenida

Imaginemos que en algún rincón remoto entre Eritrea y Sudán se descubra de repente una tribu judía y que sus 60.000 miembros quieran emigrar hacia Israel.

El país entraría en un estadio de delirio. Desplegarían la alfombra roja en el aeropuerto de Ben Gurión. Tanto el presidente como el primer ministro acudirían a la pista de aterrizaje, listos para pronunciar los discursos más anodinos. Los recién llegados recibirían un «subsidio de integración», pisos gratuitos y trabajo.

Es decir que no se trata de un problema económico, ni de un problema de integración, viviendas o empleo. Ni siquiera es una cuestión de color de la piel. A los judíos negros de Etiopía se les da la bienvenida sin más.

Se trata simplemente de que nos on judíos.

Aquí no hay sitio para gente distinta. Nos quitarían el trabajo. Cambiarían el equilibrio demográfico. Al fin y al cabo ¡esto es un Estado judío!

Conque un Estado judío, ¿verdad?

Si esto fuera un Estado judío ¿trataría a los refugiados de esta manera?

Si esto fuera un Estado judío, ¿mandaría Interior a sus matones a cazar a refugiados?

Me llegan a la mente cientos de instantes históricos. Memorias de los judíos expulsados de un país y enviados a otro. De los poderosos Estados Unidos de América que rechazaban a los refugiados judíos en un barco alemán, cuando huían de la persecución nazi. Y que luego fueron exterminados en los campos de la muerte. De los suizos, que vetaron la entrada a los judíos que escapaban de los campos de concentración y que habían conseguido alcanzar su frontera.

¿Os acordáis de la frase: «El barco ya está completo»?

Si esto fuera realmente un Estado judío ¿ofrecería sobornos a los Estados africanos para que acepten a estos refugiados sin preguntar qué les pasará, una vez allí? Para un refugiado que haya escapado del infierno de Darfur, Zimbabue es un país tan extraño como Nueva Zelanda (excepto si nos adherimos a la teoría de que «todos los negros son iguales»).

Si esto fuera realmente un Estado judío, ¿mandaría el ministro de Interior, un funcionario del Likud, a sus matones para que fueran a cazar a los refugiados por la calle?

No. Esto no es un Estado judío. La Biblia nos ordena tratar al extranjero entre nosotros como nosotros quisiéramos que se nos trate. «Y no angustiarás al extranjero; pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto (Éxodo 23: 9).

¡Amén!