Un criminal de Oslo
Uri Avnery
La muerte de Ron Pundak, uno de los arquitectos israelíes originales de los Acuerdos de Oslo de 1993, ha traído de vuelta a la opinión pública ese suceso histórico.
Gideon Levy nos ha recordado que los derechistas demagogos, en su arremetida furiosa contra los Acuerdos, llamaron a los promotores de éstos ‘‘criminales de Oslo’’; una repetición consciente de uno de los eslóganes principales de Adolf Hitler en su camino hacia el poder. La propaganda nazi utilizaba el término ‘‘criminales de noviembre’’ para referirse a los hombres de Estado alemanes que firmaron el acuerdo de armisticio de 1918 para poner fin a la Primera Guerra Mundial; a petición, por cierto, del Estado Mayor del Ejército que había perdido la guerra.
En su libro, Mi lucha (cuyos derechos de autor están a punto de caducar, por lo que cualquiera podrá volver a imprimirlo), Hitler revelaba otra idea que entendió en profundidad: que una mentira se llegará a creer si es lo suficientemente grande, y si se repite lo suficiente.
Los derechistas demagogos llaman «criminales de Oslo» a los promotores de aquellos acuerdos
Eso también se puede aplicar a los Acuerdos de Oslo. Durante más de 20 años ya, la derecha de Israel ha repetido sin descanso la mentira de que los Acuerdos de Oslo no fueron sólo un acto de traición, sino que también fueron un fracaso absoluto.
Los Acuerdos de Oslo están muertos, se nos dice. De hecho, murieron nada más nacer. Y por extensión, ésta será la suerte de todos los acuerdos de paz en el futuro. Una gran parte de la opinión pública israelí ha llegado a creerse esto.
El logro principal de los Acuerdos de Oslo, un hecho de dimensiones trascendentales, ocurrió el 10 de septiembre de 1993, que resultó coincidir con mi 70 cumpleaños.
Ese día, el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina y el primer ministro del Estado de Israel, intercambiaron cartas de reconocimiento mutuo. Yasser Arafat reconocía a Israel, Yitzhak Rabin reconocía a la OLP como organismo representante del pueblo palestino.
Hoy en día, la generación posterior (en ambos bandos) no puede darse cuenta de la importancia inmensa de estas acciones gemelas.
Desde sus comienzos, casi 100 años antes de esa fecha, el movimiento sionista había negado la propia existencia de un pueblo palestino. Yo mismo he pasado cientos y cientos de horas de mi vida intentando convencer a audiencias israelíes de que realmente existe una nación palestina. Golda Meir hizo una famosa declaración: ‘‘No existe un pueblo palestino’’. Estoy bastante orgulloso de la respuesta que le di, en un debate de la Knesset: ‘‘Señora primera ministra, quizás tenga razón. Quizás no exista realmente un pueblo palestino. Pero si millones de personas creen por error que son un pueblo y actúan como un pueblo, ¡son un pueblo!’’
Reconocer la existencia del pueblo palestino, cuya existencia había negado el movimiento sionista, fue revolucionario
La negación sionista no era una excentricidad arbitraria. El objetivo fundamental de los sionistas era apoderarse de Palestina, de toda ella. Esto exigía el desplazamiento de los habitantes del país. Pero el sionismo era un movimiento idealista. Muchos de sus activistas de Europa del Este estaban profundamente influenciados por las ideas de Lev Tolstoi y otros moralistas utópicos. No podían asimilar el hecho de que su utopía sólo podía construirse sobre las ruinas de otro pueblo. Por tanto, la negación era una necesidad moral absoluta.
Reconocer la existencia del pueblo palestino fue, por tanto, un acto revolucionario.
El reconocimiento fue todavía más difícil para el otro bando.
Desde el primer día del conflicto, prácticamente todos los palestinos, y de hecho todos los árabes, han considerado a los sionistas una tribu invasora, dispuesta a privarlos de su patria, expulsarlos y construir un Estado-ladrón sobre las ruinas. Por tanto, el objetivo del movimiento nacional palestino era demoler el Estado sionista y arrojar al mar a los judíos, como hicieron muy literalmente sus antepasados con los últimos cruzados desde los muelles de Acre.
Y en esto llegó su venerado líder, Yasser Arafat, y reconoció la legalidad de Israel, invirtiendo la ideología de una lucha de cien años, en la que el pueblo palestino había perdido la mayor parte de su país y de sus casas.
En los Acuerdos de Oslo, que se firmaron tres días después en el césped de la Casa Blanca, Arafat hizo algo más, que se ha ignorado por completo en Israel: cedió un 78% de la Palestina histórica. El hombre que firmó los Acuerdos en realidad fue Mahmoud Abbas. Me pregunto si su mano tembló cuando firmó esta concesión crucial, minutos antes de que Rabin y Arafat se estrecharan las manos.
Los Acuerdos de Oslo no murieron. A pesar de los defectos evidentes de los Acuerdos (‘‘el mejor acuerdo posible en la peor situación posible’’, como lo expresó Arafat), cambiaron la naturaleza del conflicto, aunque no cambiaron el conflicto en sí. La Autoridad Nacional Palestina, la estructura fundamental del Estado en construcción, es una realidad. La mayoría de los Estados y (al menos en parte) Naciones Unidas reconocen a Palestina. La solución de los dos Estados, en su día considerada una idea de un grupo de locos radicales, es a día de hoy un consenso mundial. En muchos ámbitos se está llevando a cabo una cooperación, silenciosa pero real, entre Israel y Palestina.
En Oslo, Arafat cedió un 78 % de la Palestina histórica, lo que ha sido ignorado por completo en Israel
Pero, por supuesto, todo esto difiere de la realidad de la paz que muchos de nosotros, Ron Pundak incluido, imaginamos en ese día felizmente optimista, el 13 de septiembre de 1993. Alrededor de 20 años después, las llamas del conflicto están resplandeciendo, y la mayoría de la gente no se atreve incluso a pronunciar la palabra ‘‘paz’’, como si fuera una abominación pornográfica.
¿En qué se falló? Muchos palestinos creen que las concesiones históricas de Arafat fueron prematuras, que no debería haberlas hecho antes de que Israel reconociera el Estado de Palestina como el propósito definitivo de los Acuerdos.
Rabin cambió al completo su visión del mundo con 71 años y tomó una decisión histórica, pero no era el hombre apropiado para llegar hasta el final. Dudó, vaciló, e hizo la famosa declaración de que ‘‘no existen las fechas sagradas’’.
Este eslogan se convirtió en el respaldo para no cumplir nuestras obligaciones. Los acuerdos definitivos deberían haberse firmado en 1999. Mucho antes de eso, deberían haberse abierto cuatro ‘‘pasajes seguros’’ entre Cisjordania y Gaza. Al romper esta obligación, Israel estableció los fundamentos para la separación de Gaza.
Los Acuerdos de Oslo no obligaban a liberar prisioneros, pero lo mandaba la sabiduría
Israel también violó la obligación de poner en marcha la ‘‘tercera fase’’ de la retirada de Cisjordania. El ‘‘Área C’’ se ha convertido prácticamente en una parte de Israel, a la espera de la anexión oficial, que exigen los partidos de derechas.
Los Acuerdos de Oslo no obligaban a liberar a prisioneros. Pero lo mandaba la sabiduría. La vuelta a casa de 10.000 prisioneros hubiera generado entusiasmo en el ambiente. En vez de eso, los sucesivos gobiernos israelíes, tanto de derechas como de izquierdas, construyeron asentamientos en territorio árabe a un ritmo frenético e hicieron más prisioneros.
Las primeras violaciones de los Acuerdos y la deficiencia de todo el proceso alentaron a los extremistas en ambos bandos. Los extremistas israelíes asesinaron a Rabin, y los extremistas palestinos emprendieron una campaña de ataques asesinos.
Ya comenté la semana pasada el hábito de nuestro gobierno de abstenerse de cumplir obligaciones firmadas, siempre que cree que los intereses nacionales lo exigen.
Siendo soldado en la guerra de 1948, participé en la gran ofensiva para abrir el camino hacia el Néguev, que había cortado el Ejército egipcio. Esto se hizo incumpliendo el alto el fuego acordado por Naciones Unidas. Usamos una treta sencilla para culpar al enemigo.
Ariel Sharon usó la misma técnica más tarde para romper el armisticio en el frente sirio y provocar incidentes allí, para así anexionar las llamadas ‘‘zonas desmilitarizadas’’. Más tarde aún, se usó el recuerdo de estos incidentes para anexionar los Altos del Golán.
La puesta en marcha de la Primera Guerra del Líbano fue una violación directa del alto el fuego que acordaron un año antes los diplomáticos estadounidenses. El pretexto fue tan endeble como siempre: un grupo terrorista anti-OLP había intentado asesinar al embajador israelí en Londres. Cuando el jefe del Mossad le dijo al Primer ministro Menachem Begin que los asesinos eran enemigos de la OLP, Begin le dio la famosa respuesta: ‘‘¡Para mí, todos son la OLP!’’.
En la guerra de 1948 usamos una treta para culpar al enemigo de la violación del alto el fuego
De hecho, Arafat había cumplido meticulosamente con el alto el fuego. Como quería evitar una invasión israelí, había impuesto su autoridad incluso a los elementos de la oposición. Durante 11 meses, no se disparó una sola bala en esa frontera. Aunque cuando hace unos días hablé con un antiguo oficial superior de seguridad, me aseguró con seriedad: ‘‘Nos disparaban todos los días. Era intolerable’’.
Después de seis días de guerra, se acordó un alto el fuego. Sin embargo, en ese momento nuestras tropas no habían conseguido todavía rodear Beirut. Así que Sharon rompió el alto el fuego para cortar la vital autopista entre Damasco y Beirut.
La crisis actual en el ‘‘proceso de paz’’ la originó el gobierno israelí al romper su acuerdo de liberar prisioneros un día determinado. Esta violación fue tan descarada que no se pudo esconder o justificar. Originó el famoso ‘‘plaf’’ de John Kerry.
En realidad, Binyamin Netanyahu simplemente no se atrevió a cumplir su obligación después de que él y sus acólitos en los medios hubieran incitado a la opinión pública durante semanas a posicionarse en contra de la liberación de ‘‘asesinos’’ con ‘‘sangre en las manos’’. Incluso en la así llamada centro-izquierda, todo el mundo guardó silencio.
Israel ya está convencida de que la crisis la provocaron los palestinos al unirse a 15 convenios internacionales
Ahora, otra narrativa mentirosa está tomando forma ante nuestros ojos. La gran mayoría de Israel ya está totalmente convencida de que los palestinos provocaron la crisis al unirse a 15 convenios internacionales. Después de esta flagrante violación de los acuerdos, el gobierno israelí tenía razón al negarse a liberar a los prisioneros. Los medios han repetido esta falsificación del curso de los acontecimientos tan a menudo, que a estas alturas ya ha obtenido el estatus de algo que ha sucedido.
Volviendo a los criminales de Oslo: yo no pertenecía a ellos, aunque visité a Arafat en Túnez mientras estaban en marcha las conversaciones en Oslo (que yo desconocía), y hablamos sobre toda la variedad de acuerdos posibles.
Que descanse en paz Ron Pundak; aunque la paz por la que trabajó parece que todavía está lejos.
Pero llegará.