Han sido los árabes
Uri Avnery
Cuando mis padres se casaron en Alemania, justo antes de la I Guerra Mundial, uno de los regalos de boda era un documento que certificaba que se había plantado un árbol en su nombre en Palestina.
Mi padre era un sionista de primera hora. Un dicho judío humorístico popular en Alemania en esta época aseguraba que «un sionista es un judío que pide dinero a otro judío para enviar a un tercer judío a vivir en Palestina». Mi padre, por supuesto, no tenía ninguna intención de ir él mismo a Palestina.
Palestina era entonces un país que carecía de árboles ornamentales. Los habitantes árabes cultivaban olivos, en los que se basaba su subsistencia, y en esa época se introducían los árboles de cítricos. El olivo es un árbol nativo: ya en la historia bíblica del arca de Noé, la paloma trae una rama de olivo como señal de vida.
Acorde a la leyenda popular, durante la guerra, la Administración turca talaba los árboles para construir un ferrocarril a través de la península del Sinaí y expulsar a los británicos del canal de Suez. Sin embargo, los británicos cruzaron el Sinaí en la otra dirección y conquistaron Palestina.
Después de esta guerra, los sionistas empezaron a llegar al país en masa. Entre otras muchas cosas comenzaron a plantar árboles en grandes cantidades. Surgieron auténticos bosques, aunque comparados con los de Rusia o Europa eran miserables.
Los sionistas odiaban el paisaje palestino tal y como era y se dedicaron a crear un país diferente
Los sionistas no se preguntaron por qué el país carecía de tantas especies de árbol. La respuesta obvia era que a los árabes no les importaba, porque ellos eran así, simplemente. No tenían amor al país. No tenían amor a los árboles.
El movimiento sionista tenía plena autoconfianza. Podían hacer cualquier cosa que se propusieran. Odiaban el paisaje palestino tal y como era. Se dedicaron a crear un país diferente. Cuando David Ben-Gurion, un chaval de 20 años, desembarcó en Yafa en 1906, se disgustó enormemente. Gritó: «¿Este es el país de nuestros ancestros?»
De manera que los sionistas se pusieron a cambiar el paisaje. Importaban bellos árboles de todas partes del mundo y plantaban bosques dondequiera que pudieran: a lo largo de la carretera de Tel Aviv a Jerusalén, en el Monte Carmelo y en otros muchos sitios. Eran hermosos.
Los nuevos inmigrantes no se preguntaban por qué el país, que había estado poblado desde la noche de los tiempos, y seguía estando poblado de forma ininterrumpida hasta hoy, carecía de estos tipos de árboles. Obviamente, la culpa era de los árabes.
En realidad, el motivo era muy distinto. Palestina sufre una carencia extrema de lluvia. Cada pocos años hay una sequía, el país se seca y surgen incendios en todas partes. Los árboles que no están adaptados al país simplemente salen ardiendo.
Hace seis años hubo una advertencia. Se declaró un gran incendio en el Monte Carmelo. Consumió grandes partes del bosque y mató a 47 policías, a los que el fuego atrapó mientras iban a una prisión para evacuarla.
Hace dos semanas ocurrió en serio. Durante ocho meses apenas hubo una gota de lluvia. Un viento fuerte, caliente, sopló desde el este, desde el desierto. El país se secó. Cualquier chispa podría haber dado lugar a un gran incendio.
De repente, el país estaba en llamas. Surgieron unos 150 fuegos distintos, muchos de ellos cerca de Haifa, la tercera ciudad más grande de Israel. Haifa es bella, más o menos como Nápoles, y varios de sus suburbios están rodeados de árboles. Nadie había pensado en distancias de seguridad y esas cosas.
La tele estaba llena de gente que efectivamente había visto a árabes incendiando los bosques
Los bomberos hicieron lo que pudieron. Trabajaron veinticuatro horas al día. Nadie se murió. Con mangueras en el terreno y aviones ligeros antiincendios en el aire, consiguieron controlar poco a poco la catástrofe.
¿Cómo se habían originado los incendios? Bajo las condiciones climáticas existentes, cualquier chispita pudo haber causado un gran desastre. Una hoguera de picnic mal extinguida, un cigarro encendido tirado desde un coche, una narguila que se cayera.
Pero eso no es suficientemente dramático para la prensa, y mucho menos para los políticos. Muy pronto, el país estaba lleno de acusaciones.: Lo hicieron los árabes. Claro. ¿Quién si no? La tele estaba llena de gente que efectivamente había visto a árabes incendiando los bosques.
Entonces, Binyamin Netanyahu apareció en pantalla. Vestido en un traje de campaña muy de moda, rodeado por sus secuaces, declaró que todo era obra de terroristas árabes. Era una «intifada del fuego». Afortunadamente, Israel tiene un salvador: él mismo. Él había tomado el mando, había traído una gigantesca aeronave de incendios americana y varios otros aviones antiicendios extranjeros. Los israelíes podía volver a acostarse para dormir en paz.
En realidad, todo esto era una estupidez. Los valientes bomberos y policías ya habían hecho su trabajo. La intervención de Netanyahu era superflua e incluso nociva.
Durante el último gran incendio, hace seis años, en el Monte Carmelo, Netanyahu había jugado el mismo papel y había hecho traer un gigantesco avión antiincendios estadounidense. Había realizado un buen trabajo sobre el bosque. Esta vez, cerca de urbanizaciones habitadas, no podía hacer nada. En un barrio lleno de gente, el superavión no servía de nada. Netanyahu lo había hecho traer, se había hecho una foto delante y eso era todo.
La acusación de que los ciudadanos árabes eran responsables de la catástrofe era mucho más seria. Cuando Netanyahu la lanzó, mucha gente le creyó.
El ministro de Educación semifascista, Naftali Bennett, argumentó que el fuego demostraba que el país pertenecía a los judíos, dado que los árabes lo habían incendiado.
Las aldeas árabes cerca de Haifa abrían sus hogares a los judíos que huían del fuego
Muchos árabes fueron detenidos e interrogados. La gran mayoría fue puesta en libertad. Al final resultó que quizás un 2 % (dos por ciento) de los incendios los habían provocado adolescentes árabes como acto de venganza.
Haifa es una ciudad mixta, con una gran población árabe. En general, las relaciones entre árabes y judíos son buenas, a veces incluso cordiales. Las dos comunidades afrontaron el peligro juntos. Las aldeas árabes abrían sus hogares a los judíos que huían del fuego. Mahmud Abbas, el jefe de la Autoridad Palestinas en los territorios ocupados, también envió a sus bomberos a Israel para echar una mano.
Los discursos incendiarios de Netanyahu, con sus acusaciones a gran escala (pero sin demostrar) contra los ciudadanos árabes y contra los trabajadores árabes de los territorios ocupados, no prendieron.
Así que este fuego político también fue extinguido antes de que pudiera causar demasiado daño. Conforme pasan los días, las acusaciones se van apagando, pero queda el daño que provocaron.
(Cuando yo servía en el Ejército, hace mucho tiempo, mi compañía recibió el título honorífico de «Los zorros de Sansón». Sansón, un héroe de la Biblia, ató antorchas encendidas a los rabos de unos zorros y los hizo correr a los campos de los filisteos).
Estos incendios deberían hacernos reflexionar.
Si Netanyahu y sus secuaces tienen razón y «los árabes» tienen la intención de echarnos del país utilizando cualquier medio, incluido el fuego, ¿cuál es la respuesta?
La respuesta sencilla es: Hay que echarlos a ellos primero.
Es lógico, pero no se puede hacer. Hay ahora más de seis millones y medio de palestinos árabes en la Gran Israel, es decir Israel propiamente dicho, Cisjordania (incluyendo Jerusalén Este) y la Franja de Gaza. El número de los judíos es similar. En el mundo de hoy, simplemente no se puede expulsar esta cantidad de personas.
Pocos árabes tienen armas, pocos saben hacer explosivos. Pero todo el mundo tiene cerillas
Es decir que estamos condenados a vivir juntos, muy juntos. Bien en dos Estados, una propuesta que Netanyahu rechaza, bien en un único Estado, que puede ser un Estado de apartheid o un Estado binacional.
Si uno se cree, como Netanyahu y sus seguidores, que todo árabe es un potencial «terrorista pirómano», ¿cómo puede nadie dormir tranquilo en un Estado conjunto?
Pocos árabes tienen armas. Sólo algunos tienen coches, con los que pueden atropellar a judíos. Sólo unos pocos saben hacer explosivos. Pero todo el mundo tiene cerillas. Si hay una época seca, no hay límites.
Por cierto, por casualidad vi esta semana un programa de la televisión alemana sobre una aldea suiza, en un lugar alto en las Alpes. De vez en cuando, un viento muy seco y caliente, llamado foehn, sopla desde el sur. Dos veces en la memoria de la gente que vive allí, el pueblo ha ardido hasta quedar reducido a cenizas. Todo eso, sin que hubiera ningún árabe cerca.
En Israel, los bomberos dependen de las autoridades locales, y benefician a cargos locales de los partidos en forma de patrocinio y salarios.
En junio de 1968, como joven diputado en la Knesset, yo puse en la mesa una propuesta revolucionaria: pedí abolir todas las unidades locales de bomberos y crear un servicio unificado nacional de bomberos, como la policía. Un cuerpo así, argumenté, podría prever todos los potenciales peligros, preparar el equipo adecuado y asignar los recursos necesarios.
Mis adversario, que normalmente se enfrentaban a mis propuestas con burlas y desprecio, se tomaron ésta en serio. El ministro responsable reconoció que era una buena idea, pero añadió que «el momento aún no ha llegado».
Ahora, 48 años más tarde, obviamente el momentó todavía no ha llegado.
Lo que sí ha llegado es el Gran Fuego.
© Uri Avnery | Publicado en Gush Shalom | 3 Dic 2016 | Traducción del inglés: Ilya U. Topper
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