Opinión

Una mafia parlamentaria

Uri Avnery
Uri Avnery
· 13 minutos

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Cuando fui elegido por primera vez a la Knesset, me consternó lo que me encontré. Descubrí que, salvo en contadas excepciones, el nivel intelectual de los debates era prácticamente nulo. Consistían básicamente en una sarta de clichés de los más trillados. Durante la mayoría de los debates, el pleno estaba casi vacío. La mayoría de los participantes hablaban en hebreo vulgar. Al votar, muchos de los diputados no tenían ni idea de a favor o en contra de qué estaban votando; se limitaban a seguir la disciplina del partido.

Eso fue en 1967, cuando la Knesset contaba con miembros como Levi Eshkol y Pinchas Sapir, David Ben-Gurion y Moshe Dayan, Menachem Begin y Yohanan Bader, Meir Yaari y Yaakov Chazan, que hoy dan nombre a calles, carreteras y barrios.

Comparada con la Knesset actual, aquella Knesset parece hoy la academia platónica.

Lo que me asustó más que cualquier otra cosa fue la disposición de los diputados a promulgar leyes irresponsables a cambio de una popularidad pasajera, especialmente en momentos de histeria colectiva. Una de mis primeras iniciativas en la Knesset fue presentar un proyecto de ley que habría creado una segunda cámara, una especie de Senado, integrado por personalidades destacadas, con el poder de aplazar la promulgación de nuevas leyes y obligar a la Knesset a reconsiderarlas después de un intervalo de tiempo. Esto, esperaba yo, impediría que las leyes se aprobaran precipitadamente y en un ambiente de conmoción.

La promulgación de leyes irresponsables, la mayoría racistas y antidemocráticas, está en auge

Ni la Knesset ni la opinión pública en general consideraron seriamente el proyecto de ley. La Knesset votó casi unánimemente en contra. (Después de algunos años, varios de los diputados me dijeron que se arrepentían de su voto.) Los periódicos apodaron la cámara propuesta «la Cámara de los Lores» y la ridiculizaron. Haaretz dedicó a la propuesta una página entera de caricaturas, que me representaba con el atuendo de un lord británico.

No se ha puesto un mecanismo de freno. La promulgación de leyes irresponsables, la mayoría racistas y antidemocráticas, está en auge. Cuanto más se convierte el propio gobierno en una asamblea de politicastros, menos probabilidades hay de que impidan semejante tipo de legislación. El gobierno actual, el más numeroso, vil y despreciado de la historia de Israel, está cooperando con aquellos miembros de la Knesset que presenten tales proyectos de ley e incluso los propone por iniciativa propia.

El único obstáculo que queda para frenar esta temeridad es el Tribunal Supremo. A falta de una constitución escrita, se ha asignado la facultad de anular leyes escandalosas que violen los derechos humanos y los principios democráticos. Pero el propio Tribunal Supremo se ve asediado por los derechistas que quieren destruirlo, y está actuando con mucha cautela. Sólo interviene en los casos más extremos.

Así pues, se ha presentado una situación paradójica: el propio Parlamento, mayor expresión de la democracia, representa ahora una grave amenaza para la democracia israelí.

El hombre que personifica este fenómeno más que ningún otro es el diputado Michael Ben-Ari de la facción ‘Unión Nacional’, heredero de Meir Kahane, cuya organización ‘Kach’ (‘Así’) fue prohibida hace muchos años debido a su carácter abiertamente fascista.

Kahane mismo fue elegido miembro de la Knesset sólo una vez. La reacción de los demás diputados era inequívoca: cada vez que se levantaba para hablar, casi todos los demás miembros abandonaban la sala. El rabino tenía que pronunciar sus discursos ante un puñado de compañeros ultraderechistas.

Hace unas semanas visité la Knesset actual por primera vez desde que se eligió. Fui allí para escuchar un debate sobre un tema que me concierne a mí también: la decisión de la Autoridad Palestina de boicotear los productos de los asentamientos, doce años después de que Gush Shalom iniciara este boicot. Pasé algunas horas en el edificio y, según avanzaban las horas, mi repulsa era mayor.

La causa principal era una circunstancia de la que no había sido consciente: el diputado Ben-Ari, discípulo y admirador de Kahane, es quien ejerce de líder allí. No sólo no es un intruso aislado en la periferia de la vida parlamentaria, como había sido su mentor, sino que por el contrario, ocupa un lugar central. Pude ver a los miembros de casi todas las demás facciones agolpándose a su alrededor en la cafetería de la Knesset y escuchando con gran atención sus peroratas en el pleno. No cabe la menor duda de que el kahanismo —la versión israelí del fascismo— ha pasado del margen al centro del escenario.

Hace poco, el país ha sido testigo de una escena que parecía propia del Parlamento de Corea del Sur o de Japón.

La diputada Hanin Zoabi de la facción nacionalista árabe Balad subió a la tribuna del presidente y trató de explicar por qué se había unido a la flotilla de ayuda a Gaza que había sido atacada por la armada israelí. La diputada Anastasia Michaeli, miembro del partido de Lieberman, saltó de su asiento y corrió a la tribuna, emitiendo unos alaridos espeluznantes, agitando sus brazos, para echar de allí a Hanin Zoabi a empujones. Otros diputados se levantaron de sus asientos para ayudar a Michaeli. Una intimidatoria multitud de miembros de la Knesset se arremolinó cerca de la oradora. Con mucha dificultad, los ujieres consiguieron que Zoabi no sufriera daños físicos. Uno de los diputados varones le gritó, con la típica mezcla entre racismo y sexismo: «¡Vete a Gaza a ver lo que le hacen a una soltera de 41 años!».

La diputada Michaeli corrió a la tribuna para echar de allí a la diputada Hanin Zoabi a empujones

Es inimaginable un contraste mayor que el que hay entre las dos diputadas de la Knesset. Mientras que Hanin Zoabi pertenece a una familia cuyas raíces en la zona de Nazaret se remontan a siglos atrás, puede que hasta la época de Jesús, Anastasia Michaeli nació en lo que entonces era Leningrado. Fue elegida «Miss San Petersburgo» convirtiéndose en modelo, se casó con un israelí, se convirtió al judaísmo, llegó a Israel a los 24 años pero mantiene su clarísimamente ruso nombre de pila. Ha dado a luz a ocho hijos. Podría optar a ser la versión israelí de Sarah Palin que, al fin y al cabo, también fue en su día una reina de la belleza.

Por lo que pude ver, ni un solo miembro judío movió un dedo para defender a Zoabi durante el revuelo. Poco más que alguna protesta desganada del presidente, Reuven Rivlin, y de Jaim Oron, miembro de Meretz.

En sus 61 años de existencia, la Knesset no había presenciado semejante espectáculo. En un minuto, la asamblea soberana se convirtió en un linchamiento parlamentario.

El ministro del Interior quiso despojar a Zoabi de la ciudadanía israelí por motivos de traición a la patria
No hace falta apoyar la ideología de Balad para sentir respeto por la admirable personalidad de Hanin Zoabi. Habla con fluidez y de forma persuasiva, tiene títulos de dos universidades israelíes, lucha por los derechos de las mujeres de la comunidad árabe-israelí y es la primera mujer miembro de un partido árabe en la Knesset. La democracia israelí podría estar orgullosa de ella. Pertenece a una gran familia árabe. El hermano de su abuelo fue alcalde de Nazaret, un tío suyo fue viceministro y otro fue juez del Tribunal Supremo. (De hecho, en mi primer día en la Knesset, propuse a otro miembro de la familia Zoabi como presidente.)

Esta semana, la Knesset decidió por una gran mayoría aprobar una propuesta de Michael Ben-Ari, con el apoyo de los miembros del Likud y el Kadima, para despojar a Hanin Zoabi de sus privilegios parlamentarios. Incluso antes, el ministro del Interior, Eli Yishai, había solicitado al asesor jurídico del Gobierno la aprobación de su plan para despojar a Zoabi de la ciudadanía israelí por motivos de traición a la patria. Uno de los miembros de la Knesset le gritó: «¡No hay lugar para ti en la Knesset israelí! ¡No tienes derecho a tener un documento de identidad israelí!»

Ese mismo día, la Knesset tomó medidas contra el fundador del partido de Zoabi, Azmi Bishara. En una vista preliminar, el Parlamento israelí aprobó un proyecto de ley —éste también respaldado tanto por el Likud como por los miembros del Kadima— destinado a privar a Bishara de la pensión que le correspondería después de su renuncia en la Knesset. (Ahora se encuentra en el extranjero, después de haber sido amenazado con una acusación por espionaje.)

Los orgullosos padres de estas iniciativas, que cuentan con el apoyo absoluto del Likud, el Kadima, el partido de Lieberman y todas las facciones religiosas, no ocultan su intención de expulsar a todos los árabes del Parlamento y establecer por fin una Knesset puramente judía. Las últimas decisiones de la Knesset no son sino partes de una campaña prolongada que, casi todas las semanas, da a luz nuevas iniciativas de unos diputados ávidos de publicidad que saben que cuanto más racistas y antidemocráticos sean sus proyectos de ley, más populares serán entre su electorado.

Tal fue la decisión de esta semana en la Knesset de condicionar la adquisición de la ciudadanía a la jura de lealtad a Israel como «Estado judío y democrático» por parte de los candidatos, de manera que se exige a los árabes (especialmente extranjeros cónyuges de ciudadanos árabes) que apoyen la ideología sionista. El equivalente sería que se exigiera que los nuevos ciudadanos estadounidenses prestaran juramento de lealtad a Estados Unidos como ‘Estado blanco anglosajón y protestante’.

Parece no haber límite para esta irresponsabilidad parlamentaria. Hace mucho tiempo que se han pasado de todas las rayas posibles. Esto no sólo concierne a la representación parlamentaria de más del 20% de los ciudadanos de Israel, sino que hay una tendencia en aumento a privar de su ciudadanía a todos los ciudadanos árabes en general.

Esta tendencia está relacionada con el incesante ataque a la situación de los árabes en Jerusalén Este.

Esta semana he estado presente en la vista del Tribunal de Magistrados de Jerusalén sobre la detención de Muhammed Abu Ter, uno de los cuatro miembros jerosolimitanos de Hamás del Parlamento palestino. La vista se celebró en una pequeña habitación, con un aforo de sólo una docena de espectadores. Me costó muchísimo poder entrar.
Cuando Israel ‘anexionó’ Jerusalén Este en 1967, sus habitantes se convirtieron en «residentes» extranjeros
Después de haber sido elegidos en unas elecciones democráticas, y de acuerdo a la obligación explícita de Israel en el marco del acuerdo de Oslo que permite participar a los árabes de Jerusalén Este, el Gobierno anunció que sus permisos de ‘residencia permanente’ habían sido revocados.

¿Qué significa eso? Cuando Israel ‘anexionó’ Jerusalén Este en 1967, al Gobierno ni se le pasó por la cabeza conferir la ciudadanía a los habitantes, lo que habría aumentado significativamente el porcentaje de votantes árabes en Israel. Tampoco se inventaron un nuevo estatus para ellos. A falta de otras alternativas, los habitantes se convirtieron en «residentes permanentes», un estatus elaborado para los extranjeros que deseen permanecer en Israel. El ministro del Interior tiene el derecho de revocar este estatus y deportar a esas personas a sus países de origen.

Evidentemente, esta definición de ‘residentes permanentes’ no debería aplicarse a los habitantes de Jerusalén Este. Ellos y sus antepasados nacieron allí, no tienen otra nacionalidad ni ningún otro lugar de residencia. La revocación de su estatus los convierte en unos sin techo políticos sin protección de ningún tipo.

Los abogados del Estado argumentaron en el tribunal que con la cancelación de su estatus de ‘residente permanente’, Abu Ter se ha convertido en una ‘persona ilegal’, cuya negativa a abandonar la ciudad justifica su detención ilimitada.

(Unas horas antes, el Tribunal Supremo estudió nuestra petición relativa a la investigación del incidente de la flotilla de Gaza. Conseguimos una parcial pero significativa victoria: por primera vez en su historia, el Tribunal Supremo accedió a intervenir en un asunto relativo a una comisión de investigación. El Tribunal decidió que, si la comisión requiere el testimonio de oficiales militares y el Gobierno trata de evitarlo, el Tribunal intervendrá.)

Estoy muy en contra de boicotear Israel pero estoy dispuesto a luchar por el derecho a pedir un boicot

Si hay alguien que trate de engañarse y creer que la mafia parlamentaria ‘sólo perjudicará a los árabes’, está muy equivocado. La única pregunta es: ¿a quién le toca ahora?

Esta semana, la Knesset hizo una primera lectura de un proyecto de ley para imponer severas sanciones a cualquier israelí que abogue por un boicot a Israel en general o a empresas económicas, universidades u otras instituciones israelíes, incluyendo en particular los asentamientos. Cualquier institución en esta tesitura tendrá derecho a una indemnización de 5.000 dólares de cada partidario del boicot.

Una llamada al boicot es un medio de expresión democrático. Estoy completamente en contra de un boicot general contra Israel pero (siguiendo los pasos de Voltaire) estoy dispuesto a luchar por el derecho de toda persona a llamar al boicot. El verdadero objetivo del proyecto de ley es, por supuesto, proteger los asentamientos: está diseñado para disuadir de su empeño a aquéllos que pidan un boicot de los productos de los asentamientos que existen en los territorios ocupados fuera de las fronteras del Estado. Eso me incluye a mí y a mis amigos.

Desde su fundación, Israel nunca ha dejado de jactarse de ser la ‘única democracia de Oriente Medio’. Ésta es la joya de la corona de la propaganda israelí. La Knesset es el símbolo de esta democracia.

Parece que la mafia parlamentaria, que se ha hecho con la Knesset, está decidida a destruir esta imagen de una vez por todas, para que Israel encuentre un sitio propio en algún lugar entre Libia, Yemen y Arabia Saudí.