El pecado original
Uri Avnery
Un amigo mío me habló en Varsovia sobre un periodista polaco que visitó Israel por primera vez. A su regreso, informó muy emocionado: «¿Sabéis lo que he descubierto? ¡En Israel también hay judíos!»
Para este polaco, los judíos son personas que llevan un largo caftán negro y un gran sombrero negro. En casi todas las tiendas de souvenirs de Polonia, hay figuras así expuestas junto a otros clásicos como el noble, el artesano y el campesino.
Esta distinción entre israelíes y judíos no nos habría sorprendido a ninguno de nosotros hace cincuenta años. Antes de la fundación del Estado de Israel, ninguno de nosotros hablaba de un «Estado judío». En nuestras manifestaciones gritábamos: «¡Inmigración libre! ¡Estado hebreo!» En casi todas las citas de los medios de comunicación de la época, aparecen las dos palabras «Estado hebreo», casi nunca «Estado judío».
En el colegio, adquirimos una ferviente devoción por el país, el lenguaje y la Biblia (a la que considerábamos el libro de cabecera de la literatura hebrea). Aprendimos a mirar con desprecio, si no peor, el estilo de vida judía de la Diáspora. (Todo esto, por supuesto, antes del Holocausto.)
Muchos creían que el judaísmo iba a desaparecer junto con los ancianos de habla yiddish
En 1933 viví seis meses en Nahalal, el legendario pueblo comunal. Al verlo por primera vez, me maravilló el edificio de la sala comunal, la planta de procesamiento de leche y la gran escuela agrícola para niñas (en la que Moshe Dayan fue el único alumno varón). Por curiosidad, pregunté por la sinagoga y me enseñaron una cabaña destartalada de madera. «Ésa es para los mayores», me dijo uno de los muchachos del pueblo con lástima.
Uno no puede entender lo que pasó después si no sabe que en aquellos días casi todo el mundo creía que la religión judía estaba a punto de desaparecer, junto con los ancianos de habla yiddish que todavía se aferraban a ella. Pobres viejitos. Si alguien hubiera predicho que la religión judía dominaría el futuro Estado, la gente se habría echado a reír.
El sionismo fue, entre otras cosas, una rebelión contra la religión judía. Nació en el pecado, el pecado del nacionalismo laico, que se extendió por Europa después de la Revolución Francesa.
El sionismo se rebeló en contra de la halajá (ley religiosa), que prohibía a los judíos «ascender» al país santo en masa. Según el mito religioso, Dios exilió a los judíos del país como castigo a sus pecados y sólo Dios tiene derecho a devolverlos allí. Por esto, prácticamente todos los rabinos importantes, tanto los jasidíes como sus oponentes, maldecían a los fundadores del sionismo. (Sobra decir que estas maldiciones, algunas muy jugosas, no aparecen en los libros escolares israelíes.)
Ante todas las investigaciones internacionales anteriores a la constitución del Estado, aparecieron delegaciones de judíos ortodoxos para oponerse a las delegaciones sionistas.
Pero David Ben-Gurión, que se negó a llevar una kipá, incluso en los funerales (donde la mayoría de los ateos llevan kipás como un gesto hacia las creencias de los demás) pensó que valía la pena conseguir que los ortodoxos se unieran a la coalición de su gobierno. Por lo tanto, les prometió liberar del servicio militar a unos pocos cientos de estudiantes de yeshivás (seminarios religiosos) y pagarles los estudios y la manutención, para que no estuvieran obligados a trabajar para vivir.
Las consecuencias fueron inesperadas. Ese pequeño gesto ha crecido hasta alcanzar proporciones monstruosas. Hoy se podrían armar varias divisiones del ejército con los evasores del servicio militar. En la actualidad, constituyen el 13% de toda la cosecha anual de jóvenes en edad de servir en el ejército. Por otra parte, el 65% de todos los hombres ortodoxos no trabajan en absoluto y viven de las arcas públicas.
La situación es absurda: el Estado está pagando el mantenimiento de una cada vez mayor población de parásitos escudados tras la Torá que socavan el Estado. El Estado le paga a cientos de miles de jóvenes religiosos para evitar que ―Dios no lo quiera― se pongan a trabajar. Se les pagan generosos subsidios para que puedan producir más y más niños (de cinco a quince por familia), la mayoría de los cuales tampoco trabajarán ni servirán en el ejército. Se puede calcular exactamente cuándo se derrumbará la economía junto con el Estado del bienestar y el «ejército de los ciudadanos» que se basa en el servicio militar.
El sionismo nació en el pecado del nacionalismo laico tras la Revolución Francesa
Todo el fenómeno es un auténtico invento israelí. Por todo el mundo, los judíos ortodoxos trabajan como todos los demás. Durante una de nuestras visitas a Nueva York, queríamos comprar una cámara. A Rachel, que es una fotógrafa profesional, le hablaron de la tienda de fotos más grande de la ciudad. Cuando llegamos allí, no podíamos creer lo que veían nuestros ojos: todos los del personal del enorme local eran judíos ortodoxos ―todos hombres, por supuesto― vestidos con sus trajes tradicionales. Era la primera vez en nuestra vida que veíamos hombres ortodoxos trabajando.
Esta experiencia tuvo un lado divertido. Los dos llevábamos un emblema con las banderas de Israel y Palestina. Cuando Rachel se acercó al cajero a pagar, miró de reojo el pin de Rachel y, sin mirarla a la cara, le preguntó: «¿Qué bandera es ésa?»
«La bandera de Israel», respondió Rachel.
«No, ¡la otra!», insistió el hombre.
«La bandera de Palestina», respondió ella.
El hombre se dio la vuelta y escupió en el suelo, exclamando muy alto «¡Lagarto lagarto!»
El bando ortodoxo de Israel es un agujero que se traga cualquier cosa que se le ponga por delante. Por ejemplo: los judíos orientales que venían de los países islámicos. (Se les llama a menudo «sefardíes» – «españoles», aunque sólo una parte de ellos son en realidad descendientes de los judíos que fueron expulsados de España en 1492.)
El Estado paga a cientos de miles de jóvenes religiosos para evitar que trabajen
La tradición religiosa sefardí siempre ha sido mucho más tolerante que la asquenazí. Incluye enseñanzas de genios como el rabino Moshe ben Maimón (Maimónides), el médico personal del gran Saladino. Maimónides prohibió a los estudiantes religiosos vivir de sus estudios y les ordenó salir a trabajar. Los sefardíes tienen sus propias tradiciones, prendas y símbolos.
Pero he aquí que, al llegar a Israel, se han subordinado a los asquenazíes y adoptado su fanatismo ciego junto con el caftán y los sombreros originarios de la fría Europa del Este, donde los usaban las clases altas no judías en los siglos pasados. Su partido sefardí, el Shas, es servilmente sumiso a los ortodoxos asquenazíes. Su líder «espiritual», el rabino Ovadia Yosef, se arrastra ante los rabinos antijasídicos de Europa del Este (llamados «lituanos»).
La semana pasada, se obró un milagro. Un rabino sefardí, Haim Amsalem, se rebeló contra el rabino Ovadia y su partido, exigiendo la vuelta a las tradiciones sefardíes de la tolerancia. Fue excomulgado inmediatamente.
En los primeros días del Estado, los ortodoxos asquenazíes, aunque extremistas en sus creencias religiosas, se comportaron moderadamente en los asuntos nacionales. No sólo no celebraron el Día de la Independencia del Estado sionista ni saludaron a la bandera de los herejes sionistas, sino que también obstruyeron las aventuras nacionalistas de David Ben-Gurion, Moshe Dayan y Shimon Peres. Más tarde se opusieron a la anexión de los territorios ocupados, no por un amor excesivo por la paz o los palestinos, sino por la resolución halájicas que prohíbe la provocación de los gentiles porque podría perjudicar a los judíos.
Cuando los ortodoxos establecieron los asentamientos, no lo hicieron con ningún fervor ideológico sino sencillamente por la necesidad de encontrar alojamiento para su creciente número de descendientes. El gobierno les dio tierras baratas sólo tras la Línea Verde. Hoy en día, los asentamientos más grandes son ortodoxos ―Beitar Illit, Immanuel y Modi’in Illit― el último de los cuales se encuentra en tierras robadas a la aldea árabe de Bil’in.
Mientras que el gran bando religioso se oponía al movimiento del nuevo sionismo, un escindido grupo religioso lo apoyó. En el bando religioso eran una pequeña minoría. Entre ambas partes la norma era el odio exacerbado.
La sección nacional-religiosa se ha vuelto más extrema en lo religioso y la ortodoxa más nacionalista
Gracias al apoyo masivo de los dirigentes sionistas, el bando «nacional-religioso» creció en Israel a un ritmo vertiginoso. Ben Gurión creó una rama especial en el sistema educativo para ellos, que se hizo más extremista según avanzaban los años, al igual que el movimiento juvenil nacional-religioso, Bnei Akiva. Los miembros de una generación de la comunidad nacional-religiosa se convertían en los profesores de la siguiente, lo que garantizaba un proceso incorporado de radicalización. Con el inicio de la ocupación, crearon Gush Emunim (el «bloque de los creyentes»), la base ideológica del movimiento de los asentamientos. Hoy en día este bando está dirigido por rabinos cuyas enseñanzas emiten un fuerte olor a fascismo.
Esto no sería tan terrible si las dos facciones religiosas enfrentadas se neutralizaran mutuamente, como fue el caso hace 50 años. Pero desde entonces, ha ocurrido lo contrario. La nacional-religiosa se ha vuelto más y más extrema en el plano religioso y la ortodoxa más y más extrema en lo que a nacionalismo se refiere. Ambas facciones se han ido acercando cada vez más y hoy constituyen un bloque ortodoxo-nacional-religioso.
Los jóvenes de la facción nacional-religiosa desprecian la religiosidad tibia de sus padres y admiran la robusta religiosidad de los ortodoxos. Los jóvenes de la facción ortodoxa se dejan seducir por la melodía nacionalista, a diferencia de sus padres, para los que Israel era como cualquier estado de los gentiles listo para ordeñarse.
La unión de las dos facciones se basa en la esencia de la religión judía, como se promueve en Israel. No se parece al judaísmo que existía en la Diáspora, ni en el modelo ortodoxo ni en el reformista. Todo sea dicho: la religión judía en Israel es una mutación del judaísmo, un credo tribal, nacionalista, racista, extremista y antidemocrático.
En la actualidad hay tres sistemas de educación religiosa: el nacional-religioso, el «independiente» de los ortodoxos, y «el-Hama’ayan” («a la fuente»), del Shas. Los tres están financiados por el Estado al menos en un 100%, si no mucho más. Las diferencias entre ellos son pequeñas en comparación con sus similitudes. Todos enseñan a sus alumnos la historia del pueblo judío exclusivamente (basándose, por supuesto, en los mitos religiosos), nada sobre la historia del mundo, ni de otros pueblos, por no hablar de otras religiones. El Corán y el Nuevo Testamento son el eje del mal y no se tocan.
Los antiguos alumnos de estos sistemas saben que los judíos son el pueblo elegido (y muy superior), que todos los gentiles son viciosos antisemitas, que Dios nos prometió este país y que nadie más tiene derecho a un solo centímetro cuadrado de su tierra. La conclusión natural es que los «extranjeros» (es decir, los árabes, que han estado viviendo aquí durante trece siglos por lo menos) deben ser expulsado, a menos que eso pusiera en peligro a los judíos.
Sólo una separación entre nación y religión salvará a Israel de la mutación religiosa
Desde este punto de vista, ya no hay ninguna diferencia entre ortodoxos y nacional-religiosos, entre asquenazíes y sefardíes. Al ver en pantalla a la «Juventud de las Colinas», que aterroriza a los árabes en los territorios ocupados, ya no se los puede distinguir; ni por su vestimenta, ni por su lenguaje corporal, ni por sus consignas.
El origen de todo este mal es, por supuesto, el pecado original del Estado de Israel: la no separación entre Estado y religión, basada en la no separación entre la nación y la religión. Sólo una separación completa entre ambos salvará a Israel de que la mutación religiosa lo domine por completo.