Pensamientos en la orilla
Uri Avnery
Era maravilloso.
Fui a la orilla del mar por primera vez desde mi operación hace tres semanas. Es un camino de cinco minutos andando desde casa.
El mar estaba plácido, liso. Cerca del horizonte brillaba un sol suave, no demasiado caliente, ni demasiado frío, justo como nos gusta. Soplaba un viento fresco, no demasiado frío.
Estaba tomando traguitos de un café ‘americano’ y pensaba que estaba todo perfecto en el mejor de los mundos posibles.
Pero claro que no era así. De hecho, está todo fatal en el peor de los mundos posibles.
Cierto: tras el mar azul, en la lejana Paris, la mayor congregación jamás vista de líderes mundiales estaba debatiendo sobre cómo salvar al planeta del desastre climático. Nuestro propio Binyamin Netanyahu estaba allí con una enorme delegación, aunque la mayoría de los israelíes, incluido Netanyahu, no sienten más que desprecio por el asunto: lo consideran un problema falso para países mimados que no tienen problemas de verdad, como los que tenemos nosotros a montones.
Israel corre peligro de convertirse en Estado apartheid (ya lo es en los territorios palestinos ocupados)
Netanyahu sólo fue a París para dar la mano a los demás y hacerse fotografía en el momento de dar la mano a todos los grandes líderes mundiales, incluidos los árabes, y desmintiendo a todos aquellos que lamentan el creciente aislamiento de Israel en el mundo.
Pero todo eso era una fachada. Israel, el país que amo, está en peligro grave. De hecho, está en más de un peligro.
Mirando al mar, pensé en los tres grandes peligros que percibo y que no podía olvidar siquiera en el hospital.
En primer lugar está el peligro de que Israel se convierta en un Estado del apartheid (lo cual ya es el caso en los territorios palestinos ocupados).
Antes o después, la frontera imaginaria entre Israel y “los territorios” desaparecerá por completo. Aún existe en términos legales. ¿Para cuánto tiempo?
Los judíos israelíes y los árabes palestinos que viven entre el Mediterráneo y el río Jordán son comparables en número: cada grupo cifra unos 6,5 millones. Esto será un Estado de apartheid en el peor sentido de la palabra.
Si Israel se ve finalmente forzado a otorgar a sus habitantes árabes los mismos derechos que a los demás, como el derecho al voto (algo que parece muy lejano), esto se convertirá en una guerra civil perpetua. Estos dos pueblos no tienen nada en común, ni socialmente ni culturalmente ni en cuestión de religión ni economía, salvo su odio mutuo.
Armado, fanáticamente religioso, Israel será una imagen del califato islámico en un espejo judío
El segundo peligro lo simboliza el Daesh (o EI, ISIL, ISIS). Todos los Estados vecinos nuestros podrían unirse bajo la bandera negra de Alá y dirigirse contra nosotros. Eso ocurro hace 900 años, cuando el gran Salah ad-Din (Saladino) unió el mundo árabe contra los cruzados y los echó al mar. (El propio Saladino no era árabe sino un kurdo del norte de Iraq).
Mientras espera este desenlace, Israel seguirá armado hasta los dientes, con montones de bombas nucleares, militarizándose más y más. Espartanizado, fanáticamente religioso, una imagen del califato islámico reflejada en un espejo judío.
El tercer peligro puede ser el peor: que cada vez más israelíes jóvenes, con estudios y con talento emigren a Estados Unidos y a Alemania, dejando atrás a la población con menos estudios, más primitiva y menos productiva. Esto ya está sucediendo. Casi todos mis amigos tienen hijos e hijas que vivenn en el extranjero.
Por cierto, la distancia parece incrementar el “patriotismo”: de hecho, Netanyahu está trabajando ahora para otorgar el derecho del voto a israelíes que viven de forma permanente en el extranjero, confiando obviamente en que la mayoría de ellos votará a la extrema derecha.
¿Y qué pasa con el futuro del planeta? Que se vaya al infierno.
Muy poca gente habla de estos peligros. Concuerdan tácitamente en que “no hay solución”. Así ¿para qué rompernos la cabeza con estas cuestiones?
Pero hay otro peligro sobre el que habla todo el mundo sin parar: la fractura de la sociedad israelí.
Cuando yo era joven, antes de que naciera el Estado de Israel, estábamos decididos a crear una nueva sociedad, de hecho una nueva nación, una nueva nación hebrea. Rehuíamos el término “judío” porque éramos diferentes a los judíos del mundo: estábamos apegados a la tierra, territoriales, nacionales.
Celebrábamos de forma consciente el prototipo del ‘sabra’. “Sabra” es la palabra hebrea para la chumbera, que considerábamos nativa de nuestro país (aunque en realidad es un inmigrante de México). Con este término se describía a la nueva generación nacida en el país. Al sabra se le suponía una mente práctica, prosaica, alejada de la palabrería judía. De forma inconsciente asumíamos que este nuevo tipo era asquenazí, de ojos azules, de ancestros europeos.
Bajo esa bandera creábamos lo que considerábamos una nueva cultura hebrea. Esta cultura la componían, para nosotros, no sólo literatura, poesía, música etcétera sino también normas militares y civiles, todo.
Asumíamos que en nuevo hebreo era asquenazí, de ojos azules, de ancestros europeos
Había mucha arrogancia en esto, pero estábamos orgullosos de crear algo completamente nuevo. Nos ayudó a sentirnos emancipados, ganar (a duras penas) la guerra de 1948 y fundar el Estado.
Trajimos una enorme oleada de nuevos inmigrantes, y ahí empezaron los problemas. En el momento de la “erupción del Estado”, como decíamos de broma en hebreo, éramos unas 650.000 almas. En un breve periodo trajimos a más de un millón de nuevos inmigrantes, no sólo los supervivientes del holocausto sino también a casi todos los judíos de los países musulmanes.
A los que dudaron en venir, se les daba un empujoncito. En Iraq, unos agentes secretos israelíes colocaron bombas en algunas sinagogas para convencer a los judíos de que tenían que irse.
Esperábamos que los nuevos inmigrantes se convertirían en personas similares a nosotros, bien de forma inmediata, bien en una generación. Esto no ocurrió. Los “orientales” tenían su propia cultura y sus tradiciones, y no tenían ningún deseo de convertirse todos en “sabra”.
Cuando se hizo el Estado, todo el mundo suponía que la religión se extinguiría. No sucedió
La esperanza de gente como David Ben-Gurion de que el problema se resolveria solo en unos pocos años se hicieron añicos. No se resolvió. Al contrario: el resentimiento y la antipatía mutua crecieron con el tiempo. Hoy día, una tercera y cuarta generación es más consciente de esto que nunca.
Luego está el bando “nacional-religioso”, de estos que llevan en la cabeza una kipá tricotada.
Cuando se hizo el Estado, todo el mundo suponía que la religión se extinguiría. El nacionalismo hebreo había tomado su lugar, la religión judía pertenecía a la diáspora e iba a desaparecer en este país junto con los ancianos que aún se aferraban a ella. A ésos se les trataba con un benévolo desprecio.
Ocurrió todo lo contrario. Tras la guerra de 1967, que llevó a los soldados israelíes a los antiguos lugares de la Biblia, la religión resucitó dando brincos y saltos. Creó el movimiento de los colonos, se apoderó del bando de la derecha y hoy día es una fuerza dominante en la vida y la política israelíes, que poco a poco se hace con el control del todopoderoso Ejército.
Los “tricotados”, como los llamamos, son distintos de los ultraortodoxos, una población separada que vive en sus barrios cerrados, identificada con ropa negra y sombreros negros. Ellos rechazan el sionismo en su conjunto, pero usan el poder de sus votos para forzar al Estado a subvencionar a sus enorme número de hijos.
El eslogan “muerte a los árabes” se canta de forma rutinaria en los partidos de fútbol
Tras el derrumbe de la Unión Soviética, una enorme oleada de inmigrantes rusos judíos llegó al país. Ahora, uno de cada cinco israelíes es “ruso” (lo que incluye todos los países exsoviéticos). La mayoría de ellos detestan todo lo que huele a socialismo o izquierda y tienden a ser extremamente derechistas, nacionalistas e incluso racistas.
Todo eso se añade a que aproximadamente un 20 por ciento de los ciudadanos israelíes son árabes, que pertenecen a la sociedad y no pertenecen a ella, más integrados de lo que muchos de ellos mismos imaginan, pero considerados enemigos por muchos. El eslogan “muerte a los árabes” se canta de forma rutinaria en los partidos de fútbol.
El sueño de una nueva nación hebrea, unificada y homogénea, ha muerto hace mucho. Israel es ahora un país muy heterogéneo, más bien como una federación de “sectores” separados, que mutuamente no se soportan mucho: asquenazíes, orientales, nacional-religiosos, ultraortodoxos, “rusos” y árabes, con muchas subdivisiones.
Un solo vínculo une a la mayoría de estos sectores, y es el Ejército, donde todos ellos – salvo los ultraortodoxos y los árabes– cumplen juntos el servicio militar.
Y por supuesto está el único gran unificador: la guerra.
Publicado en Gush Shalom | 5 Dic 2015 | Traducción del inglés: Ilya U. Topper
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