Una quimera más
Uri Avnery
¿Qué tiene de malo la petición de que la cúpula palestina reconozca a Israel como el ‘‘Estado-nación del pueblo judío’’?
Bien, pues prácticamente todo.
Los Estados se reconocen los unos a los otros. No tienen por qué reconocer el carácter ideológico de unos y otros.
Un Estado es una realidad. Las ideologías pertenecen al campo de lo abstracto.
En 1933, cuando Estados Unidos reconoció a la Unión Soviética, reconocía el Estado, no su naturaleza comunista.
Cuando la OLP reconoció al Estado de Israel en los Acuerdos de Oslo, no se le pidió que reconociera su ideología sionista (y tampoco en las negociaciones previas). Cuando Israel a cambio reconoció a la OLP como representante del pueblo palestino, no reconoció ninguna ideología palestina en particular, laica o religiosa.
A algunos israelíes (entre los que me incluyo) les gustaría cambiar la autodefinición de Israel como un ‘‘Estado judío y democrático’’, omitiendo la palabra ‘‘judío’’. A algunos otros les gustaría omitir o degradar la palabra ‘‘democrático’’. Ninguno de nosotros cree que necesitemos la confirmación de los palestinos para hacer esto. Simplemente no es asunto suyo.
Reconocer al «Estado nacional del pueblo judío» es aceptar toda la narrativa sionista desde la promesa divina de Abraham
No sé cuál es la intención real de Netanyahu cuando presenta esta petición como un ultimátum.
La explicación más halagadora para su ego es que simplemente se trata de otra artimaña para sabotear el ‘‘proceso de paz’’, antes de que se llegue al punto de la petición de evacuar los asentamientos israelíes en los territorios palestinos. La menos halagadora es que realmente se lo cree, que lo motiva un profundo y arraigado complejo de inferioridad nacional que necesita una garantía externa de ‘‘legitimidad’’. Reconocer al ‘‘Estado nacional del pueblo judío’’ significa aceptar toda la narrativa sionista, al completo, empezando por la promesa divina de Abraham hasta hoy en día.
Cuando John Kerry se plantea si incluir esta petición en su acuerdo marco, debería reflexionar sobre esta cuestión concienzudamente. ¿En qué lugar dejaría esto a su emisario especial Martin Indyk?
Indyk es un judío, y lleva un apellido yiddish (Indyk significa pavo). Si Israel es el Estado de toda la nación o pueblo judío, él está incluido, lo quiera o no. El Estado de Israel lo representa también a él. ¿Cómo puede entonces servir para ser un negociador honesto entre los dos bandos enfrentados?
¿Y en qué lugar deja esto a los millones de judíos norteamericanos, ahora que el conflicto entre los gobiernos de Estados Unidos e Israel se está intensificando? ¿En qué bando están? ¿Son todos ellos como Jonathan Pollard?
La voz independiente de los norteamericanos con respecto a Israel, descubierta recientemente, lleva a los derechistas israelíes a idear soluciones cada vez más extrañas. El ejemplo más reciente es la brillante idea de Binyamin Netanyahu: ¿por qué no dejar a los colonos israelíes donde están como ciudadanos palestinos?
Netanyahu propone: ¿por qué no dejar a los colonos israelíes donde están como ciudadanos palestinos?
A muchas personas razonables esto les parece sumamente justo, siguiendo la mejor versión de la tradición anglosajona.
Actualmente, el Estado de Israel cuenta aproximadamente con 1,6 millones de ciudadanos árabes-palestinos. ¿Por qué no podría el Estado de Palestina, incluyendo Jerusalén Este, albergar alrededor de 0,6 millones de ciudadanos judíos-israelíes?
Los árabes en Israel disfrutan de plenos derechos legales, al menos en teoría. Votan para la Knesset. Están sometidos a la ley. ¿Por qué no podrían estos israelíes disfrutar de plenos derechos en Palestina, votar para el Consejo Legislativo y estar sometidos a la ley?
A la gente le encanta la simetría. La simetría hace la vida más fácil. Elimina las complejidades. (Cuando fui reclutado en el ejército se me enseñó a desconfiar de la simetría. La simetría es rara por naturaleza. Si ves árboles distribuidos con uniformidad, se me dijo, no se trata de un bosque, sino de soldados enemigos camuflados).
Esta simetría también es falsa.
Los ciudadanos árabes-israelíes viven en su tierra. Sus antepasados han vivido en ella desde hace al menos 1.400 años, y probablemente desde hace 5.000. Sa’eb Erekat ha exclamado esta semana que su familia ha vivido en Jericó desde hace 10.000 años, mientras que su homóloga israelí, Tzipi Livni, es la hija de un inmigrante.
Los colonos también son en su mayoría nuevos inmigrantes en los territorios palestinos ocupados. No están en la tierra de sus antepasados, sino en tierra palestina que fue expropiada por la fuerza: tanto la tierra ‘‘privada’’ como la ‘‘tierra del gobierno’’.
La llamada ‘‘tierra del gobierno’’ se refiere a las reservas de tierra comunitaria de las aldeas que en tiempos del Imperio otomano estaban registradas a nombre del sultán, y más tarde a nombre de las autoridades británicas y jordanas. Cuando Israel conquistó la región se quedó a cargo de estas tierras, como si le perteneciesen.
La idea de que algunos colonos se conviertan en ciudadanos respetuosos de las leyes de un Estado palestino es absurda
Pero la cuestión principal es otra distinta. Afecta al carácter de los propios colonos.
El núcleo de los colonos, precisamente esos que viven en los pequeños asentamientos ‘‘aislados’’, en las regiones que en cualquiera de los casos pasarían a formar parte del Estado palestino, está formado por fanáticos religiosos y nacionalistas.
El solo propósito de abandonar sus cómodas casas en Israel e irse a las pedregosas y desoladas colinas de ‘‘Judea y Samaria’’ era idealista. Era para reclamar esta región para Israel, para satisfacer su interpretación del mandamiento de Dios y para hacer imposible por siempre la posibilidad de un Estado palestino.
La idea de que esta gente se convierta en ciudadanos respetuosos de las leyes de ese mismo Estado palestino es absurda. La mayoría de ellos odia todo lo árabe, incluyendo a las personas que trabajan para ellos sin las ventajas de un salario mínimo o derechos sociales, y así lo declaran abiertamente cada vez que tienen la oportunidad. Apoyan a los matones del ‘‘ojo por ojo’’ que aterrorizan a sus vecinos árabes, o al menos no se pronuncian en contra de ellos. Obedecen a sus rabinos radicales, que discuten entre ellos si matar a niños no judíos es correcto ya que, cuando sean adultos, puede que maten a judíos. Planean la construcción del Tercer Templo, cuando hayan hecho explotar los santuarios musulmanes.
Concebirlos como ciudadanos palestinos es ridículo.
Por supuesto, no todos los colonos son así. Algunos de ellos son bastante diferentes.
Esta semana, una cadena de televisión israelí emitió una serie sobre la situación económica de los colonos. Fue esclarecedor.
Muchos asentamientos de hoy se componen de edificios palaciegos con piscina, caballos y huertos, construidos con dinero público
Los tiempos de esos pioneros ideológicos que vivían en tiendas y en cabañas de madera se acabaron hace mucho. Muchos asentamientos se componen de edificios palaciegos, cada uno de ellos con su piscina, sus caballos y sus huertos… algo con lo que el 99% de los israelíes no puede ni soñar. Ya que la mayoría de ellos llegó a los ‘‘territorios’’ sin un shekel en el bolsillo, está claro que estos palacios fueron construidos con el dinero de nuestros impuestos; esas enormes cantidades que se destinan cada año a esta iniciativa.
Los llamados ‘‘bloques de asentamientos’’ (grupos de asentamientos urbanos pegados a la Línea Verde ) son otro asunto. Probablemente se adherirían a Israel en un contexto de ‘‘intercambio de territorios’’. Pero al menos dos de ellos presentan problemas serios: Ariel, que se ubica a unos 25 km hacia dentro del supuesto Estado palestino, y Maaleh Adumim, que prácticamente corta a Cisjordania en dos. Incorporar estos dos grandes centros urbanos con sus habitantes al Estado palestino soberano es una quimera.
Puede que Netanyahu, cuando prometió esta semana que no desalojaría a ningún colono ni evacuaría un solo asentamiento, estuviera pensando en Charles de Gaulle, que tampoco desalojó a ningún colono ni desmanteló ningún asentamiento. Simplemente fijó la fecha en la que el ejército francés abandonaría Algeria.
Eso fue suficiente.