Pan y circo
Uri Avnery
Me sorprendí mucho cuando, a finales de 1975, recibí una invitación del primer ministro, Yitzhak Rabin, para reunirnos en su residencia. Abrió la puerta él mismo, me sirvió un vaso de whisky, se sirvió uno para él y, sin más preámbulos, me preguntó: «¿Dime, Uri, te has propuesto destruir todas las palomas del Partido Laborista?
Unas semanas antes, mi revista, Haolam Hazeh («Este mundo»), había comenzado a publicar informaciones acerca de los actos de corrupción del candidato a la presidencia del Banco Central, Asher Yadlin. En la víspera de la conversación, también habíamos comenzado a publicar sospechas sobre el ministro de Vivienda, Avraham Ofer. Ambos eran dirigentes de las «palomas» laboristas.
Le respondí que, por desgracia, no podía ofrecer inmunidad a los políticos corruptos, aun cuando sus posturas políticas se acercaran a la mía. Son dos cosas diferentes.
Conté esta historia esta semana en una conferencia celebrada por la Universidad de Tel Aviv dedicada a un nuevo libro escrito por el profesor Yossi Shain, El lenguaje de la corrupción.
Rabin me preguntó: «Uri, ¿te has propuesto destruir todas las palomas del Partido Laborista?»
La lista de participantes fue muy variopinta. Había dos ex ministros de Justicia: Yossi Beilin, presidente de la «Iniciativa de Ginebra», y Daniel Friedman, un derechista cuyos ataques sin restricciones al Tribunal Supremo habían despertado la indignación pública; Yedidia Stern, intelectual nacional-religioso que defiende la reconciliación con el ámbito secular, y el general retirado Isaac Ben-Israel, de las fuerzas aéreas y la Agencia Espacial de Israel, miembro de la última Knesset por el Kadima. A mí me presentaron como el creador del periodismo de investigación de Israel y el responsable de la exposición de las primeras grandes tramas de corrupción que sacudieron la nación.
El profesor Shain atacó enérgicamente a los que lucharon contra la corrupción, incluidos jueces, policías, fiscales y demás. Afirmó que ponen en peligro la democracia israelí y socavan la fuerza nacional. Estas dos palabras, «fuerza nacional», son típicas de la derecha.
Y, en efecto, todo el mundo sabe que los asuntos de corrupción son los que ocupan actualmente el centro del escenario público. Un ex presidente del Estado se encuentra a la espera de sentencia en un juicio por violación. Un ex primer ministro es sospechoso de aceptar jugosos sobornos. Un ex ministro de Hacienda está en la cárcel. Un ex ministro de alto rango ha sido declarado culpable de conducta indecorosa por meterle a la fuerza la lengua en la boca a una oficial del ejército (sucedió el día que el gobierno decidió poner en marcha la Segunda Guerra de Líbano). El ministro de Asuntos Exteriores se encuentra bajo investigación. Una larga lista de políticos varios, altos funcionarios y oficiales del ejército se encuentran en diversas etapas de investigación y enjuiciamiento.
El profesor Shain afirma que quien lucha contra la corrupción pone en peligro la democracia
El libro de Shain no trata de los asuntos en sí, sino del lugar que ocupan en el discurso público. Él cree que deberían ser retirados de los titulares y del centro del escenario.
Sus argumentos merecen ser tomados en consideración.
En los titulares, los escándalos de corrupción suelen ocupar el espacio que debería haberse dedicado a los asuntos que son cruciales para nuestro futuro.
Tomemos, por ejemplo, dos casos de actualidad.
Caso 1: Un comité de la Knesset acaba de aprobar una ley que permite que los «comités de recepción» de las «localidades municipales» con menos de 500 familias puedan negarse a aceptar a los posibles residentes que no sean de su agrado.
La ley, que entrará en vigor en cuestión de días, está destinada a evitar la sentencia del Tribunal Supremo que prohíbe rechazar a los árabes. La redacción de la ley es una obra maestra de acrobacia verbal para evitar el uso de la palabra «árabe». Pero el significado está claro para todos.
Una investigación realizada por la organización árabe Adala ha demostrado que las 695 comunidades agrícolas y urbanas en las que se aplicará la ley ocupan la mayor parte de las tierras que pertenecen al gobierno (la mayoría de las cuales, por cierto, fueron expropiadas a sus propietarios árabes después de la fundación del Estado). Casi todos los bienes inmuebles de Israel pertenecen al gobierno.
Éste es un caso claro de segregación racial, como la que existía en Estados Unidos contra los judíos y los negros. Allí desapareció hace 50 años. Tiene que ver con la esencia misma del Estado de Israel. Convierte el status de los ciudadanos árabes de Israel, el 20% de la población, en una bomba de tiempo.
(Recientemente, el rabino jefe de Safed, un empleado del gobierno, ha decretado que la venta o alquiler de apartamentos a árabes es pecado. Antes de 1948, Safed era una ciudad mixta con una mayoría árabe. Mahmoud Abbas nació allí. Antes de ayer, el rabino Ovadia Yosef, líder indiscutible de la comunidad judía oriental, también decretó que la venta de tierras a los «extranjeros» ─es decir, a los árabes que han vivido en Israel más de mil años antes de que trajeran al venerable rabino desde Iraq─ está expresamente prohibida por la religión judía.)
El rabino jefe de Safed ha decretado que vender o alquilar viviendas a árabes es pecado
Caso 2: Un oficial superior del ejército ha distribuido un documento que describe un presunto complot del nuevo jefe del Estado Mayor (Yoav Galant) para desprestigiar al actual jefe del Estado Mayor (Gabi Ashkenazi). El documento es una falsificación y muchas señales indican que se originó en el entorno inmediato de Ashkenazi. Parece que el falsificador es amigo íntimo de Ashkenazi y de su esposa. El interventor del Estado está investigando el asunto.
Un asunto jugoso, se mire por donde se mire. Una intriga en los más altos niveles del ejército.
¿Cómo cubrieron estos dos asuntos los medios de comunicación? El primero se mencionó varias veces. El segundo ha ocupado los titulares durante meses, y no tiene pinta de ir a desaparecer.
Sin duda, los grandes escándalos de corrupción ayudan a los medios de comunicación (y al público en general) a echar a un lado los problemas principales de nuestra existencia: la ocupación, la eliminación de las posibilidades de paz, la ampliación de los asentamientos, el bloqueo continuo de Gaza, las leyes racistas contra la minoría árabe en Israel propiamente dicho, todos los peligros relacionados con el conflicto que dura ya 130 años entre israelíes y palestinos.
La opinión pública no quiere ni oír hablar de esto. Quiere que todos estos asuntos desaparezcan de su vista para que les dejen vivir tranquilos. Es un ejercicio nacional de escapismo.
Es mucho más conveniente tratar con un documento falsificado en la caja fuerte del jefe del Estado Mayor, Ashkenazi, que hacer frente a los crímenes de guerra cometidos en el curso de la operación ‘Plomo Fundido’, que tuvo de comandante a Ashkenazi.
Nuestras tramas de corrupción son sucedáneos de los juegos de circo romanos
Es mucho más agradable perseguir los asuntos privados de las personalidades públicas a las que se ha pillado in fraganti: la criada filipina empleada ilegalmente por Ehud Barak, el fraude de billetes de avión de Ehud Olmert, la larga lengua de Haim Ramon, los jugosos sobornos entregados a los líderes municipales de Jerusalén para que se les permitiera construir una monstruosidad arquitectónica en una colina con vistas al centro de la ciudad.
Los gobernantes de la antigua Roma dieron a las masas el panem et circenses (pan y juegos de circo) para distraerlos de los asuntos de Estado. Nuestras tramas de corrupción, que van en rápida sucesión, son sucedáneos de los juegos de circo.
Ya cuando era editor jefe de Haolam Hazeh, mientras llevábamos a cabo la lucha contra la corrupción en el gobierno, yo era consciente de los peligros inherentes a dicha campaña.
Más de una vez me preocupó la idea de que, al revelar los hechos repulsivos de los políticos corruptos, podríamos estar alentando a la opinión pública a detestar a todos los políticos y, de hecho, a la política como tal. ¿No estamos ayudando a crear un clima general de «todos son corruptos» y abriendo un abismo entre el sector público y el sistema político?
Si la política apesta, la buena gente no optará por hacer carrera política. La política quedará en manos de personas de corta inteligencia, carentes de talento y normas éticas, incluso de elementos criminales. Los resultados son ya evidentes en la actual Knesset.
El odio a la política puede allanar el camino al fascismo
El odio a la política y a los políticos puede allanarle el camino al fascismo. Los movimientos fascistas en todo el mundo aprovechan el desprecio hacia los políticos para despertar el anhelo de un «hombre fuerte» que se deshaga de los granujas.
De todo esto se puede sacar en conclusión que deberíamos reducir la lucha contra la corrupción o, al menos, abstenernos de hablar de ello.
Pero ésta es una idea muy peligrosa.
Una sociedad que confiere inmunidad a los líderes corruptos está cavando su propia tumba. Así es como se pudrió e implosionó la república romana. Esto le ha sucedido a muchos estados desde entonces, incluso en nuestros días. No son las conversaciones sobre la corrupción las que destruyen la democracia sino la corrupción en sí. La corrupción no se puede barrer bajo la alfombra mucho tiempo. Incluso si los medios de comunicación dejaran de rondar a su alrededor, surgirían rumores y socavarían la confianza en el gobierno aún más.
Cuando los ministros asignan los puestos públicos a sus protegidos políticos o sus familiares, la gestión de los asuntos públicos y la economía acaba en manos de incompetentes y/o deshonestos. A los mejores y más brillantes se les deja a un lado con «nombramientos políticos». Cuando a los políticos los compran ―con bastante facilidad― los magnates de los negocios, están obligados a servir en contra del interés público. La calidad del liderazgo disminuye, y los incompetentes deciden nuestro destino en asuntos de vida y muerte, paz o guerra.
Éste no es un problema específicamente israelí. La corrupción gobierna en muchos países. Algunos creen que Estados Unidos es más corrupto que Israel. Justo ahora el Tribunal Supremo ha abierto las puertas a la corrupción aún más, permitiendo que las grandes empresas compren a los políticos casi abiertamente. Es cierto que, a diferencia de nosotros, los estadounidenses echan a los políticos cuando los cogen. (Recuérdense las inmortales palabras del vicepresidente Spiro Agnew: «¡Los bastardos cambiaron las reglas y no me avisaron!»)
La lucha contra la ocupación y la batalla contra la corrupción no se contradicen. Es más, se complementan.
La ocupación destruye nuestras normas éticas. Una sociedad que ya no siente repugnancia ante la crueldad cotidiana en los territorios ocupados pierde su resistencia a la corrupción.
La ocupación es una enfermedad que amenaza la vida, la corrupción es «simplemente» como las ganas de vomitar. Pero si el paciente está vomitando, no retendrá ninguna medicina.