Cordón sanitario caduco
M'Sur

Estambul | Mayo 2025
Mierda AfD. Mierda AfD. Mierdaaa AaaefeDeee. La frase se repite en bucle, cinco minutos, diez, quince, al son de una tonadilla suave, casi una nana. AfD son las siglas del partido de la ultraderecha alemana, que acaba de ganar un 20 % de los votos del pueblo. Es el 23 de febrero de 2025 y faltan minutos para que cierren las urnas, pero los pronósticos ya se conocen. Diez millones de alemanes han votado por la AfD. Será la segunda fuerza del Parlamento.
A las 18:00 h en punto, la música calla. El enorme autobús, pertrechado de altavoces, focos, luces de colores y máquinas de humo —parece una discoteca móvil—, aparcado frente a la sede central de la AfD en Berlín, cambia de registro. Ahora suena una sirena estridente. Los policías del cordón entre el autobús y la sede del partido se tienen que tapar los oídos. Al igual que los activistas con banderas de arcoiris y el lema Fuck AfD, que bailan alrededor. Probablemente, en la sede, a más de cien metros, deben cesar las conversaciones.
La sirena dura diez minutos, ni uno menos. Si no fuera un acto político antifascista sería un delito contra el orden público y la salud auditiva de los vecinos. Y por supuesto, contra el espíritu de la democracia que consagra el derecho de toda la ciudadanía a expresar libremente su opinión, sin ser acallada con un cañón de decibelios.
La democracia obliga a convivir con gente bastante desagradable, incluso rotundamente antidemocrática
La democracia tiene esas cosas: obliga a convivir con gente bastante desagradable, incluso con gente rotundamente antidemocrática. La cuadratura del círculo es saber cómo evitar que un ideario antidemocrático crezca hasta el punto de dar al traste con la democracia que le permitió crecer. ¿Vale con una nana, una sirena y humo? ¿O hay que prohibir la AfD?
La pregunta se lanzó la semana pasada en Alemania, tras confirmar los servicios secretos oficialmente que el partido es «con certeza de extrema derecha». En los sondeos, casi la mitad de la población se pronunció a favor de una prohibición. La prensa vacila. Recuerda que el Tribunal Constitucional rechazó en 2017 una solicitud de ilegalizar el ultranacionalista NPD: con su apenas 3 % de votos era demasiado pequeño para merecer un veto, argumentaron los jueces. Ahora, con un 20 %, la AfD es demasiado grande como para que pueda aún prohibirse, opinan muchos.
Prohibir tal vez no, pero hay que mantener, dicen casi todos, el «muro de incendios», el concepto que en Francia se conoce como «cordón sanitario»: un boicot político, una negativa a colaborar, un compromiso de apartar la ultraderecha del espacio político que comparten todos los demás. No formar coalición, no aceptar debates en televisión, no tratarlo como un partido más.
En Francia, este «cordón» existe desde 1986, cuando Jacques Chirac, de la derecha clásica, da orden de no dirigirles la palabra a los diputados del Frente Nacional, dirigido por Jean-Marie Le Pen. El hábito se instaura. «Vota al mangante, no al facha», piden las juventudes socialistas en 2002, tras la primera vuelta de las presidenciales en las que Le Pen llega por sorpresa al segundo puesto. Meses después, en las parlamentarias, que también son a dos vueltas, el cordón funciona: el Frente Nacional no obtiene ni un solo diputado, pese a tener el 11 % de los votos. El modelo se mantiene en las siguientes citas con las urnas; en segunda vuelta, el comunista vota al democristiano y el democristiano al comunista, con tal de que no salga el candidato de Le Pen. Como consecuencia, el Frente, con alrededor del 13 %, tiene entre cero y dos escaños hasta 2017, cuando sube a ocho, en un hemiciclo de 577 diputados. Lo que no se ve, no existe.
Un cordón sanitario es una medida temporal para frenar la expansión de una enfermedad contagiosa
Hasta que sí existe. En las elecciones de 2022, el partido, ya bajo Marine Le Pen, consigue 90 escaños y en 2024, bajo su delfín, Jordan Bardella, 143, con un 33 % de los votos. Era de prever: un cordón sanitario es una medida temporal para frenar la expansión de una enfermedad contagiosa. Pero si diez, veinte, treinta años después, ese cordón aún es necesario, queda obvio que mientras tanto, nadie se ha ocupado de hallar un remedio para la enfermedad.
El grave error de los partidos centristas y especialmente de los izquierdistas de toda Europa era pensar que la enfermedad era el voto a la ultraderecha. Pero el voto es el síntoma. La enfermedad es… un ultraderechista diría que es la inmigración. O la islamización de Europa. El intento de reemplazar a la población autóctona blanca europea con razas de ahí fuera. Si ustedes me conocen, saben que esto me parece una soberana estupidez. Pero sí hay algo enfermizo en la negativa de los políticos clásicos en no querer ver los problemas que ha traído una inmigración mal gestionada, o no gestionada, abandonada a la formación de guetos, a la mano dura de la policía y las prédicas de caudillos islamistas.
Hablo de inmigración e islam porque es la principal cuestión que unifica el discurso de las ultraderechas en toda Europa, desde Hungría a España. En lo demás pueden ser bastante diversas: si los de Orbán arremeten contra las banderas arcoiris y la marcha del Orgullo, el holandés Pim Fortuyn era abiertamente gay y la jefa de la AfD, Alice Weidler, es lesbiana sin complejos. Si hasta ayer, era de buen tono en la ultraderecha denunciar la conspiración mundial judía que nos domina a través del capital, hoy Santiago Abascal y Geert Wilders se hacen fotos con los líderes de Israel (aunque esto no se debe tanto a que la ultraderecha se haya vuelto proisraelí, sino a que Israel se ha vuelto de ultraderecha: también los seguidores de Netanyahu pintan como enemigo al capitalista judío George Soros).
¿Lo único que se puede hacer con una visión racista es prohibirla o acallarla con insultos? ¿No se puede refutar?
El rechazo de la inmigración o, más precisamente, de los inmigrantes, también es el punto central que los analistas jurídicos alemanes invocan para justificar una prohibición de la AfD. El partido, dice un informe financiado por el Parlamento germano, exige diferenciar entre alemanes «de pura cepa» y ciudadanos de origen extranjero, especialmente si provienen de algún país musulmán; esto es un concepto «étnico» (völkisch, palabra asociada a la teoría de la raza aria de Hitler) y por lo tanto es racismo, incompatible con la Constitución.
El análisis cabe suscribirlo. La pregunta sigue ahí: ¿y lo único que se puede hacer con una visión racista es prohibirla por ley? ¿O acallarla con insultos, mierda AfD? ¿No se puede refutar?
«Al fascismo no se le discute, se le destruye» es un lema que se sigue repitiendo hoy en grandes sectores de la izquierda, como si aún estuviéramos en una guerra civil. Pero como en democracia ya es imposible fusilar a quienes piensan distinto o enviarlos a un gulag, la negativa a discutir solo deja la sensación de que los antifascistas no tienen argumentos.
Puede ser prudente no entrar todo el rato al trapo de mensajes provocadores; no hay que agitar el oleaje sobre el que surfean quienes quieren pescar votos en río revuelto. Pero el silencio no sirve para acabar con las causas del voto a la ultraderecha. Y menos el silencio impuesto con sirenas.
El cañón de decibelios ante la sede de la AfD aquel día de febrero ya no acalla sus mensajes: les da más valor al sugerir que la única manera de afrontarlos es evitar que se oigan. Tan peligrosos son: si la ciudadanía los oyera, la convencerían, concluiría cualquiera. Por eso mismo, la propia AfD juega a suscitar ese efecto de censura, me dicen en Pinneberg, un idílico pueblo alemán en la periferia de Hamburgo, en cuya zona peatonal se alinean, antes de la cita con las urnas, en igualmente idílica armonía, las mesas de campaña electoral de seis partidos. Todos salvo la AfD. «Cuando se colocan, vienen los de la Antifa y los rodean para que nadie pueda acercarse», explica un activista de los liberales. «Y ellos se niegan a montar la mesa una decena de metros más allá». «En el Parlamento regional no les otorgamos la presidencia de comisiones que les corresponden, pero es que presentan candidatos tan insoportables que solo podemos votar en contra», confiesa su colega de la CDU. «Y luego se quejan».
La imagen de ser antisistema es la que más alimenta el ego de los votantes de la AfD en Alemania
La queja es parte esencial de la campaña electoral: Nos censuran, no nos dejan hablar, porque nos tienen miedo. Porque nosotros, solo nosotros, decimos la verdad.
Esta imagen de ser antisistema es la que más alimenta el ego de los votantes de la AfD en Alemania: se creen en posesión de una verdad que el Estado intenta ocultar. A esto sirve su coqueteo con la tentación de cuestionar que los nazis mataran a seis millones de judíos en las cámaras de gas. Para la ley alemana es dogma: poner en duda la cifra o los métodos es delito penal. Pero si una verdad histórica se debe blindar mediante leyes para que no se investigue es que en realidad nos están mintiendo, concluiría cualquiera. Y al mismo fin contribuyen los ataques del partido contra la obligación de llevar mascarilla durante la pandemia del coronavirus. El partido no niega que existe el virus, ni afirma que lo haya inventado algún poder oscuro para implantar controles masivas sobre la población, pero su postura crítica atrae el voto de millones de ciudadanos que piensan exactamente eso: que son cobayas en manos de un sistema malvado y mentiroso.
No todos los partidos de ultraderecha cultivan con el mismo ahínco esta faceta de ser una fuerza antisistema, pero hasta Vox en España, más derecha clásica extrema que ultraderecha, más facha que fascista, pesca en el caladero de quienes creen que el Estado nos sobra, una postura antes asociada a la ultraizquierda. Aún así, en la mayor parte de los países europeos hoy día, un voto antisistema es un voto canalizado hacia el sistema, no sirve para desmantelar de inmediato el modelo de una democracia parlamentaria, solo para impulsarla en una dirección concreta, que puede suponer el fin de la democracia a largo plazo, por reemplazar sus bases materiales con creencias irracionales.
El discurso de que los moros nos invaden, está frenando el desarrollo de una política sensata de inmigración
La papeleta de quienes creen que los virus no existen, las vacunas son magia negra y que las ondas de radio de redes 5G matan a distancia no van a dar al traste con la medicina ni con el desarrollo tecnológico. Pero el discurso de que los moros nos invaden, una raza inferior va a reemplazar a los europeos blancos e imponer el velo islámico a todas las mujeres europeas, ese discurso sí que está frenando, de forma eficaz y con consecuencias igualmente desastrosas, el desarrollo de una política sensata de inmigración, sin la que Europa no puede sobrevivir, no más que sin medicina o sin wifi.
No lo digo yo, lo dicen revistas como Forbes, que de economía entienden: Europa necesita un millón de inmigrantes al año para contrarrestar la caída de la natalidad, que se traduce en falta de mano de obra, falta de trabajadores para mantener un sistema con cada vez más ancianos jubilados. Hasta ahora se ha podido hacer trampa, gracias a los contingentes balcánicos enviados a Europa central, con consecuencias desastrosas para esta región: Rumanía ha perdido un 18 % de su población desde 1990, Bulgaria el 26 %. Sus gobiernos celebraron el cierre de fronteras durante la pandemia, ya que frenaba la sangría.
Quien no celebraba eran las ultraderechas de Europa: la propia AfD se atribuyó el mérito de haber convencido al Gobierno alemán en 2020 de fletar aviones para traer, fuera de las normas anticovid, a 40.000 temporeros rumanos al mes para mantener la agricultura alemana. De repente, los grandes eslóganos sobre la invasión de razas inferiores ya no daban votos entre los granjeros. Y lo mismo pasó en Italia, España, Reino Unido. Una vez olvidada la pandemia y apagados los focos sobre el necesario flujo de trabajadores, todo el mundo volvió al discurso racista.
La inmigración es un fenómeno económico y demográfico tan obvio y tan sencillo de explicar a la ciudadanía que la actitud de los partidos clásicos es de juzgado de guardia. La derecha simplemente ofrece el mismo discurso que la ultraderecha, pero con menor graduación, y la izquierda invoca principios humanitarios, es decir, caritativos, como si la acuciante necesidad europea de mano de obra no fuera más que un favor que los ricos europeos hacen a los pobres africanos, todos muertos de hambre en su miserable continente. Y encima metiendo en el mismo paquete caritativo el gracioso permiso a los caudillos de la ultraderecha islamista a imponer su ideología misógina a las mujeres de su tribu, pobres, no vamos a obligar a esas mujeres a afrontar la opción de ser libres, ni a caer en la tentación del pecado de exhibir su melena en la vía pública.
Afrontar el discurso racista de la ultraderecha con otro más racista aun nos ha llevado a un callejón sin salida en el que desde las instancias del poder se acallan las críticas a la ultraderecha islamista con el eslogan de que eso sería «islamofobia«. Ante esa postura, no sorprende que gran parte de la ciudadanía le compre sus falsos argumentos a la ultraderecha cristiana: al menos es un producto local. Y cada medida de censura, veto o prohibición contra ese producto no es más que el abono que lo hace crecer. Por doble efecto: por dar a sus tesis apariencia de ser irrefutables y por socavar la confianza en la democracia como sistema capaz de respetar la libertad de expresión.
Si los partidos de Europa quieren poner freno a la ultraderecha deben afrontar el debate, no esconderse tras un cordón sanitario ni un muro de incendios, esperando que el fuego se apague solo. Lo que la izquierda alemana hace con su autobús de sirena y lucecitas no es más que una inmensa máquina de humo. Y es un humo que nos acabará intoxicando a todos.
·
© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial | 13 Mayo 2025