Opinión

De parte de la princesa otomana

Nicanor Gómez Villegas
Nicanor Gómez Villegas
· 7 minutos

Uno no celebra todos los días el cumpleaños de una princesa otomana. Kenizé Hussain de Kotwara, nombre en el siglo de Kenizé Mourad (1939), es la princesa de la Casa de Osmán que escribió la maravillosa novela De parte de la princesa muerta, en la que realizó el milagro de recrear un mundo —el de su familia— que por su azarosa peripecia vital no le fue dado conocer de primera mano. Ese mundo se lo desvelaron sus tías de París cuando tenía veintiún años. Sus tías, naturalmente, eran también princesas otomanas, y le enseñaron a su joven y descarriada y trotskista sobrina el léxico familiar, el mundo de ayer que no le fue dado vivir. Pero para eso está la literatura, para navegar por mundos que nunca conocimos o que nos fueron arrebatados.

A través del espejo o más bien cristal pulido de sus dos novelas De parte de la princesa muerta y Un jardín en Badalpur, ya conocemos bien la vida de sus antepasadas: a su abuela la princesa Hatice Sultan, hija del sultán Murad V, y a su madre, la princesa Selma Hanımsultan, princesa otomana y esposa del Rajá de Kotwara, Syed Sajid Husain Ali, quien le confirió el título de Rani de Kotwara.

La vida de nuestra princesa Kenizé —descendiente directa del primer sultán de la dinastía otomana, Osmán I, contada ayer en un jardín durante la celebración de su cumpleaños, rodeada por amigos deslumbrados por ese mundo, entre los que destaca nuestro hombre en Istanbul, Ilya Topper— es la novela que Kenizé Mourad nos debe a sus admiradores y desde estas líneas la emplazamos a ponerse manos a la obra.

Tras la desintegración del Imperio otomano, India se convirtió en el mercado nupcial de las princesas otomanas

Su madre dejó Beirut, donde estaba establecida parte de la familia después que los fundadores de la República de Turquía mandaran al exilio a todos los miembros de la Casa de Osmán, para contraer matrimonio en 1937 con un príncipe musulmán de la India. Tras la desintegración del Imperio otomano, los príncipes musulmanes del subcontinente se convirtieron en el mercado nupcial secundario de las jóvenes princesas otomanas que no podían aspirar por razones de índole religiosa a emparentar con las familias reales europeas; al igual que la Casa de Osmán, muchas de ellas también habían sido desalojadas de sus tronos, al finalizar la Primera Guerra Mundial: Romanov, Habsburgo, Hohenzollern, y pronto varias más: Borbones de España, Schleswig-Holstein de Grecia, Karadjeordjevic de Yugoslavia. La caída de las águilas fue una verdadera pandemia y los descendientes de Osmán no estuvieron solos en la desgracia y el exilio.

En la India habían encontrado previamente esposo otras dos princesas otomanas. Hatice Hayriye Ayşe Dürrüşehvar Sultan, la hija de otro miembro de la familia, el último califa, Abdulmejid II, y Nilufer Hanımsultan, fueron desposadas en 1932 en el mismo lote con los dos hijos del hombre más rico del planeta en aquel momento, Sahebzada Mir Himayat Ali Khan Siddiqi Azam Jah, el nizam o soberano musulmán de Hyderabad.

Sí, en el Madrid del franquismo, Kenizé aprendió a vivir en libertad, viniendo de París

Del mismo modo que Kenizé Mourad no tenía recuerdos del Istanbul de su familia antes de partir para el exilio, no podía tenerlos de la India, del pequeño principado de Kotwara al norte de la India, casi en la frontera con Nepal, pues nació en París en 1939, poco después de que su madre abandonara a su esposo y la India. Tras la prematura muerte de su madre siendo ella una niña, su educación tuvo lugar siempre en Francia en ambientes católicos, principalmente en internados. Y en un internado madrileño vivió durante un curso en “el que conoció la libertad”, sí, en el Madrid del franquismo, Kenizé aprendió a vivir en libertad, viniendo de París. Aquí consolidó su conocimiento del castellano, lengua que uno de sus padres adoptivos le inculcó. Esa lengua absuelta de aquel diplomático suizo, que amaba el castellano. A modo de conexión de aquella presencia benigna en su infancia y en su vida, pues en la infancia sucede todo, Kenizé Mourad ha seguido cultivando nuestra lengua y en ella da sus conferencias y atiende a la prensa. Y habla con sus amigos españoles.

Los años sesenta, durante sus estudios en La Sorbona, fueron testigos de su militancia trotskista y de la reanudación de sus vínculos con su pasado debido a la intervención de su padre, a quien conoció al cumplir la entonces mayoría de edad, los 21 años. Ese encuentro con su padre nos lo contó en Un jardín en Badalpur. Su padre, además de invitarla a conocer la India, visita que cambiaría su vida, aunque, al igual que su madre, no pudo encajar en ella, la puso en contacto con su principesca familia otomana en el exilio parisino. En su primera visita a sus tías —recreada ayer en nuestro jardín, con tintes proustianos— en un gran salón de una dinastía en el exilio, sus tías la trataron por primera vez como lo que era: una princesa otomana.

Kenizé, como la rosa de Alejandría, tuvo desde entonces una doble vida, colorada y trotskista de noche y blanca y princesa otomana de día. Ese aprendizaje de su léxico familiar y su conexión con el fascinante legado otomano empezaron a apartarla del periodismo que ejercía de manera insatisfactoria en semanarios como Le Nouvel Observateur, en donde sus artículos muchas veces eran recortados o desestimados, con el pretexto de ser demasiado largos, cuando contenían análisis políticos incómodos.

El periodismo perdió una brillante reportera. Pero la literatura y los amantes del Imperio otomano ganamos a Mourad y sus novelas

Con todo, esa carrera tuvo momentos extraordinarios, como las entrevistas a personajes como el Ayatolah Jomeini en su breve exilio parisino o el Rey Hussein de Jordania, el conocer a Nehru y a su hija Indira Gandhi o entablar una amistad con la malograda Benazir Bhutto, la primera mujer que llegó a ser jefe de Gobierno de un país islámico. Ese país era Pakistán, donde nuestra princesa también tenía familia compuesta por exiliados musulmanes de la India, conocidos como muhajirs, “los que han tenido que emprender el exilio”, recreando la primera hégira por mantener la fe, la que llevó a cabo Muhammad desde la Meca a Medina. De su conocimiento y amor por Pakistán ha brotado su última novela hasta la fecha, El país de los puros, que es lo que significa en urdu el nombre de Pakistán.

He tenido la oportunidad de conocer a Kenizé Mourad gracias a nuestro amigo común, Ilya Topper, corresponsal de Efe en Istanbul y editor de este libro en su editorial M’Sur. Haciendo un gran doblete, Topper y Alejandro Luque han reeditado otro libro pretérito de Kenizé Mourad dedicado al drama de Palestina y los palestinos: El perfume de nuestra tierra.

El periodismo perdió una brillante reportera. Pero la literatura y los amantes del Imperio otomano ganamos a Kenizé Mourad y sus novelas sobre el crepúsculo de aquel mundo fascinante.

Kenizé Mourad ha regresado hoy a Istanbul, a su residencia en Kadıköy, la antigua Calcedonia, en el lado asiático del Bósforo, donde ha fijado su residencia hace cinco años. Desde su parte asiática del Bósforo, puede contemplar todos los días los yalis y palacios de Ortaköy y Beşiktaş en los que sus antepasados vivieron durante los últimos días del Imperio otomano, como Dolmabahçe, Yıldız o Çırağan, donde su bisabuelo Murad V, al que Kenizé Mourad rinde homenaje con su nombre de pluma, pasó confinado los últimos treinta años de su vida. Desde Madrid, Pilar, Diego y yo, siempre recordaremos aquella cena con Ilya y nuestra princesa otomana. Que nadie diga que fue un sueño.

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© Nicanor Gómez Villegas | Especial para MSur