El Satanás de los detalles
Uri Avnery
Existe una historia sobre un hombre que dictó su testamento. Dividió sus propiedades generosamente, proveyendo a todos los miembros de su familia, premiando a sus amigos y sin olvidar a sus siervos.
Terminaba con un breve apartado: «En caso de que yo muera, este documento se declara nulo y sin efecto.»
Mucho me temo que este apartado se incluirá en el ‘acuerdo marco’ que Binyamin Netanyahu se compromete a firmar en el plazo de un año, después de unas negociaciones sinceras y fructíferas con la Autoridad Palestina, con la mediación de Hillary Clinton, y a la mayor gloria del presidente Barack Obama.
En un plazo de 12 meses, habrá acuerdo sobre un marco perfecto. Todos los ‘temas centrales’ se resolverán: la fundación del Estado palestino, las fronteras sobre la base de la Línea Verde, la división de Jerusalén en dos capitales, las medidas de seguridad, los asentamientos, los refugiados, la división de las aguas. Todo.
Netanyahu pedirá añadir un apartado: «Al empezar las negociaciones de paz, este acuerdo será nulo»
Y luego, en la víspera de la impresionante ceremonia de firma en el jardín de la Casa Blanca, Netanyahu pedirá la adición de un breve apartado: «Al iniciarse las negociaciones para el tratado permanente de paz, este acuerdo se declarará nulo y sin efecto.»
Un acuerdo marco no es un tratado de paz. Es lo contrario a un tratado de paz.
Un tratado de paz es un acuerdo final. Contiene los detalles de los compromisos que se han logrado en las largas y exhaustivas negociaciones. Ninguna de las dos partes quedará completamente satisfecha con los resultados, pero cada una de ellas sabrá que ha conseguido mucho y que puede vivir con ello.
Después de la firma, será el momento de la puesta en práctica. Dado que todos los detalles han sido elaborados en el propio tratado, no habrá más controversia, a excepción de algunos tecnicismos insignificantes. Éstos serán resueltos por un árbitro estadounidense.
Un acuerdo marco es todo lo contrario. Deja abiertos todos los detalles. Cada párrafo permite al menos una docena de interpretaciones diferentes, ya que el acuerdo disfraza de compromisos verbales las diferencias fundamentales.
Bien puede decirse que las negociaciones para el acuerdo marco no son más que el prólogo de las verdaderas negociaciones, un pasillo que conduce al salón.
Si se alcanza un acuerdo marco en el plazo de un año —bendito sea quien se lo crea— las verdaderas negociaciones para el tratado final pueden durar cinco años, diez años, cien años, doscientos años. Que se lo pregunten a Isaac Shamir.
¿Que cómo lo puedo saber? Ya hemos estado en esta ópera.
La ‘Declaración de Principios’ de Oslo, firmada hace 17 años menos dos días, era un acuerdo marco.
En el momento se le llamó acuerdo histórico, y con razón. La solemne ceremonia en el jardín de la Casa Blanca estaba bastante justificada. Su importancia deriva del evento que lo precedió, el 10 de septiembre (mi cumpleaños, por cierto), cuando el líder del movimiento de liberación palestino reconoció formalmente el Estado de Israel, y el primer ministro de Israel reconoció formalmente la existencia del pueblo palestino y su movimiento de liberación.
Las negociaciones para el acuerdo marco no son más que el prólogo de las verdaderas negociaciones
(Es el momento de destacar que el acuerdo de Oslo de 1993 se fraguó a espaldas de los estadounidenses, en la misma medida que la iniciativa de Sadat de 1977 se fraguó a espaldas de los estadounidenses. En ambos casos, se hizo historia sin la participación de Estados Unidos; de hecho, le tenían miedo. Anwar Sadat lo decidió todo en su vuelo sin precedentes a Jerusalén y sin el conocimiento del embajador estadounidense en El Cairo, y los negociadores de Oslo tomaron muchas precauciones para mantener sus actividades en secreto. La participación estadounidense no comenzó hasta bien avanzado el proceso, cuando era ya un hecho consumado.)
¿Qué ocurrió cuando las dos partes firmaron el marco de Oslo, echando las campanas al vuelo?
Las negociaciones comenzaron.
Negociaciones sobre todos los detalles. Controversia en todos los detalles.
Por ejemplo: el acuerdo decía que debían abrirse cuatro «pasos seguros» entre Cisjordania y la Franja de Gaza. Israel cumplió esa promesa de la siguiente manera: en los pasos propuestos, se pusieron llamativas señales de tráfico proclamando en los tres idiomas: «a Gaza». Aquí y allá, aún pueden encontrarse esas señales oxidadas.
¿Y los pasos? Nunca se abrieron.
Otro ejemplo: durante las largas negociaciones, Cisjordania se dividió en tres zonas: A, B y C. (Desde que Julio César comenzara su libro sobre la conquista de Francia con las palabras: «La Galia está dividida en tres partes», los hombres de Estado han sido propensos a dividir los territorios en tres.)
La zona A se le entregó a la Autoridad Palestina, que se creó en virtud del acuerdo, y el ejército israelí la invade sólo de vez en cuando. La zona B está regida formalmente por la Autoridad Palestina, pero gobernada en la práctica por Israel. La zona C, la más grande, se mantuvo firmemente en manos de Israel, que actúa allí como lo desea: expropia la tierra, establece los asentamientos, y construye muros y cercas así como carreteras sólo para judíos.
Por otra parte, se declaró que Israel se retiraría («se replegaría») en tres fases. La fase 1 se puso en práctica y, más o menos, también la fase 2. La fase 3, la más importante, ni siquiera comenzó.
Algunas disposiciones fueron una farsa. Por ejemplo, no hubo acuerdo sobre si el título oficial de Yasser Arafat sería sólo el de ‘dirigente’, según lo exigido por Israel, o el de ‘presidente’, según lo exigido por los palestinos. En ausencia de un acuerdo, se estableció que en los tres idiomas se llamaría «ra’is»; un término árabe que denota tanto dirigente como presidente. La semana pasada, Netanyahu se dirigió a Abu Mazen como «presidente Abbas».
Las negociaciones sobre las cuestiones básicas no acabaron en 5 años porque nunca empezaron
O el largo debate sobre el pasaporte palestino. Israel exigió que fuera sólo un «documento de viaje», mientras que los palestinos exigían que fuera un ‘pasaporte’ con todas las de la ley, como corresponde a un Estado real. Se acordó que arriba pusiera «documento de viaje», y abajo del todo «pasaporte».
Israel aceptó la creación de una Autoridad Palestina. Los palestinos querían que se llamara «Autoridad Nacional Palestina». Israel se negó. Cuando los palestinos, en contra del acuerdo, imprimieron sellos con la palabra «nacional», tuvieron que desguazarlos e imprimir nuevos sellos.
Según el acuerdo de Oslo, las negociaciones sobre las cuestiones básicas— fronteras, Jerusalén, refugiados, asentamientos, etc.— debían comenzar en 1994 y terminar con un tratado permanente de paz en un plazo de cinco años.
Las negociaciones no terminaron en 1999 porque nunca empezaron.
¿Por qué? Muy sencillo: sin un acuerdo real y definitivo, el conflicto continuó con toda su furia. Israel estableció asentamientos a un ritmo frenético con el fin de crear «hechos sobre el terreno» antes de la apertura de las negociaciones reales. Los palestinos emprendieron ataques violentos para acelerar la salida de los israelíes, creyendo que «Israel sólo entiende el lenguaje de la fuerza».
El diablo, que —como es bien sabido— reside en los detalles, se vengó de los que aplazaron la decisión sobre los detalles. Cada detalle se convirtió en un campo de minas en el camino hacia la paz.
Ésa es la naturaleza de un acuerdo marco: permite las negociaciones sobre cada cuestión concreta una y otra vez, empezando cada vez desde cero. Los negociadores israelíes explotaron al máximo esta posibilidad: cada ‘concesión’ israelí se vendió en sucesivas negociaciones una y otra vez. Primero en las negociaciones para la ‘Declaración de Principios’, y luego en las negociaciones de los acuerdos provisionales y, desde luego, los volveremos a vender por tercera, cuarta y quinta vez en las negociaciones de los acuerdos permanentes. Cada vez a un precio más alto.
¿Significa esto que una declaración de principios no vale nada?
Cuando los palestinos reconocieron el Estado de Israel, se revolucionó la percepción del mundo árabe
Yo no diría tanto. En términos de diplomacia, las declaraciones son importantes incluso si no vienen acompañadas de actos inmediatos. Aparecen una y otra vez. Las palabras que se han pronunciado no pueden invalidarse, aunque sean sólo palabras. El genio no se puede devolver a la botella.
Cuando el gobierno de Israel reconoció al pueblo palestino, puso fin a un argumento que había predominado en la propaganda sionista desde hace casi cien años: Que no hay, ni nunca ha habido, un pueblo palestino. «No hay tal cosa» como declaró en repetidas ocasiones la tristemente inolvidable Golda Meir.
Cuando los palestinos reconocieron el Estado de Israel, provocaron una revolución en la percepción del mundo árabe, una revolución que no puede dar marcha atrás.
Cuando el líder de la derecha israelí reconoce, ante el mundo entero, la solución de los «dos Estados para dos pueblos», traza una línea desde la que no hay vuelta atrás. Incluso si lo dice sin querer decirlo en realidad, como un ardid momentáneo, las palabras tienen vida propia. Se han convertido en un hecho político: a partir de ahora, ningún gobierno israelí puede volver atrás.
Por eso la extrema derecha tenía razón cuando recientemente ha acusado a Netanyahu de la puesta en práctica —¡Dios no lo quiera!— del ‘plan Uri Avnery’. No pretenden hacerme un cumplido, quieren condenarle a él. Es como acusar al Papa de actuar al servicio de los ayatolás.
Si Netanyahu se viera obligado al final a firmar un ‘acuerdo marco’ o un ‘acuerdo de plataforma’, diciendo que se creará un Estado palestino con las fronteras del 4 de junio de 1967 con capital en Jerusalén Este y con un intercambio limitado del territorio, dirigirá cada futuro proceso diplomático. Sin embargo, no creo que vaya a firmar, e incluso si lo hiciera, no quiere decir que lo fuera a poner en práctica.
Por tanto, insisto: no debería haber un acuerdo sobre un proceso que está diseñado para llevar a una ‘declaración de principios’ o a un‘acuerdo marco’.
Debería haber —¡aquí y ahora!— negociaciones para un tratado de paz total y definitivo.
Satanás reside en los acuerdos marco. Dios reside —si es que reside en alguna parte— en un tratado de paz.