Carta a un candidato a la yihad
Zineb Elrhazoui
Antes de que emprendas tu gran viaje quería escribirte como si lanzara una botella al mar, porque sé que tú no lees. No te conozco, pero sé muchas cosas de ti. Sé, por ejemplo, que no has ido esta mañana a acodarte en la barra, con la revista del Figaro bajo el brazo, para tomarte el café y saludar a los del barrio. Probablemente me leas porque has escrito yihad en el teclado; así haces tú las cosas. Tal vez tu motor de búsqueda te proponga mi carta entre una larga lista de webs que te han enseñado que el crimen de masas es tu identidad, que para amar a tu dios hay que odiar a las personas.
Tu pretendida identidad, la que crees haber perdido y que te ha hecho emprender esta búsqueda, es también la mía. Cuando éramos niños —tenemos la misma edad— a mí me sorprendía que me llamaras prima cuando llegaba del bled [Magreb] a pasar las vacaciones en Francia. Entonces me parecía que tú eras muy afortunado por vivir aquí.
Tú ibas a la escuela republicana, mientras que yo vomitaba las lecciones obligatorias de religión
Tú tenías derechos que yo no tenía: tú ibas a la escuela republicana, mientras que yo vomitaba las lecciones obligatorias de religión; tú hacías deporte, mientras que el campo de balonmano de mi colegio era un gran barrizal y la mitad de mis compañeros de clase habían renunciado a las clases de educación física porque no tenían otra que cosa que un par de sandalias de plástico.
Venías en verano a pavonearte con tus tenis de última moda; a ti te curaban gratis en hospitales en los que no faltaba nada, mientras que entre nosotros, sólo los más ricos podían pagar medicamentos. Hoy, predicas la medicina mahometana en las conferencias en Francia, país de hospitales públicos; aconsejas curarse con el Corán, con miel y con orina de camello. Pregúntales a tus primos del bled; ellos ya lo han intentado: no funciona.
Hoy, tú predicas la medicina mahometana en Francia, país de hospitales públicos
Sin embargo, te sientes excluido. Dices que no has tenido las mismas posibilidades que los demás y olvidas que nosotros, los del bled, nunca hemos tenido las mismas posibilidades que tú. Nos diste muchas esperanzas, porque, cuando éramos niños, te vimos levantarte contra el racismo, reivindicar tu derecho a la igualdad y a la integración. El antirracismo se convirtió en una bandera de la esperanza y nosotros creíamos en un mañana republicano y mejor, en una Francia que por fin estaría orgullosa de su diversidad. Algunos de tus primos se han subido al tren, se han convertido en funcionarios, en profesores, en ministros, en abogados o en policías.
Y mírate. Tú has convertido el antirracismo no en un combate por la universalidad de los derechos y por erradicar las diferencias entre los ciudadanos del mismo país, sino en una pequeña guerra para hacer prevalecer la porción que te toca. En tu descargo reconozco que nunca habrías llegado a tanto sin la ayuda de ciertos políticos para los que el antirracismo no es más que un eslogan electoral.
Te han convertido en su coto de caza, sus activos. Te han contado que tú, nacido en Francia, eres diferente y que lo serás siempre, porque así es como te ven ellos, no yo. Yo, que fui tu prima, sé que no te han excluido de repente, sino que tú te has regodeado en esa postura para odiar mejor.
Te han enseñado que no valía la pena estudiar en el colegio: nunca encontrarías trabajo. Al mismo tiempo, todos los días había personas recién llegadas a Francia que ascendían a través del saber. Pero a ti te han quitado toda noción del mérito dedicándote cuotas, convencidos de que eso era el único medio para integrarte en los grandes colegios.
Cuando te sumergiste en la pequeña criminalidad, te buscaron excusas para ganarse mejor los votos de tus padres. Yo no; porque sé que si todas las personas son iguales en derechos, también lo son en deberes. Los políticos de este país te contaban que tu religión predica la paz y el amor, mientras que tu imam te decía que hay que pegarle a la esposa. ¡¿Qué digo?! ¡Las esposas!
Tus derechos los has obtenido siempre en francés; sin embargo, odias esta patria
Cuando exhibiste un atuendo afgano para reivindicar tu identidad de norteafricano, esos mismos políticos te dijeron que tenías derecho a hacer el ridículo en el espacio público, porque se trataba de “tu cultura”. Yo sé que no es el hábito el que hace al árabe-bereber, al amazig, que en la lengua de Jugurta quiere decir ‘hombre libre’.
¿Sabes, al menos, qué quiere decir la palabra yihad antes de ir hacia ella, tú, que chapurreas el árabe desde que aplicas al pie de la letra la fe de Mahoma? Apuesto a que no. Tu árabe, ese árabe que yo he mamado de la teta de mi madre, ese dialecto que hablan tus padres y que tú nunca has aprendido, desconoce esa palabra. Tú nunca tuviste que defender tus derechos en árabe.
Nunca tuviste que responder a tu agresor, por ser mujer. Nunca has tenido que sobornar a un funcionario para que expida tu acta de nacimiento. Nunca has tenido que explicarle a un policía qué estabas haciendo con tu novieta; ni has tenido que cantar las alabanzas de un dictador ni que mendigar en la puerta de un ambulatorio para que alguien se digne curarte. Siempre has conseguido tus derechos en francés. Sin embargo, odias esta patria.
Tu islam, ese que tú consideras tu identidad reencontrada, es una necrosis de la razón
Yihad quiere decir ‘esfuerzo’, pero ¿qué esfuerzo has hecho tú antes de resolver hacer el de la guerra? Tu islam, ese que tú consideras tu identidad reencontrada, no es más que una enfermedad mental, una necrosis de la razón, una derrota de tu humanidad. Cuando dejes de pretender ser una víctima, a pesar de que eres tu propio perseguidor, cuando aceptes ser, por fin, tu único dueño, y no el mercenario y el esclavo de una ideología que te desprecia exactamente igual que esos políticos que te han convertido en el hermano pobre de la República, entonces yo, yo, tu lejana prima del bled, podré decirte cómo hacer para integrarte en Francia y, a la vez, recuperar, de una vez por todas, tu identidad.
Como la he estudiado, podría demostrarte que tu lengua, el árabe, se enseña muy bien en nuestro país. Podría mostrarte que París es la capital de la cultura árabe, de esa cultura que no tiene derecho a ser acogida bajo el cielo de nuestras dictaduras. Te llevaría a ver espectáculos de artistas árabes que ya no pueden salir al escenario en su país, a causa de tu ideología. Te enseñaría que Francia es también La Meca de aquellos de entre nosotros que defienden los derechos humanos en los países que los violan alegremente.
Si aún fueras uno nosotros, verías que es posible recuperar tu identidad perdida y, a la vez, ser más francés que nunca.
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