Los obreros de la verdad
Lluís Miquel Hurtado
No. En ninguna profesión vale la pena dejar huérfanos y viudos —“dar la vida por la verdad” osan llamarlo— por un trabajo. Ni siquiera vale la pena en una guerra, epítome de la épica necrófila cuando, en una España forrada de banderas, sólo el 21% de sus habitantes tomarían las armas para defenderla. Con estos mimbres, ¿a quién se le ocurre pensar que una persona pagada miserablemente, vapuleada en Twitter cada dos días y con una mochila cargada de traumas iba a ir al curro expresamente para enfrentarse a la muerte? ¿Por aplausos?
No. La muerte te sale al cruce y nunca te la esperas. Da igual cuando leas esto. Y a qué te dediques. A David Beriain y a Roberto Fraile, según las primeras noticias, una emboscada de una organización yihadista los sorprendió junto al convoy paramilitar en el que viajaban realizando un reportaje documental sobre la caza furtiva. En Burkina Faso, un país nunca mencionado en las letanías de quienes viven no del periodismo sino del negocio de decir que se es periodista: “Siria, Iraq, Afganistán”.
¿Qué hacían ahí? Currar. Trabajar dándolo todo porque amaban su trabajo. Ganarse el pan con la verdad, aunque tal y como andan las cosas en el negocio sea más fáctico hablar de migajas. Estaban subidos a los mismos andamios de la profesión por donde demasiados se pasean sin casco, sin arnés y sin seguro. Y si en las obras no suele faltar quien no da un palo al agua o se mea en la hormigonera, el periodismo tiene también a sus obreros y a sus crápulas. No es la profesión la que te ennoblece, sino tu forma de ejercerla.
Beriain y Fraile eran buenos periodistas porque eran buenas personas, y eso se veía a simple vista, los conocieras o no. Lo que diferenciaba a David de los crápulas era que, cuando lo veías en esas imágenes de las promos televisivas, posando en plan tipo duro junto al miliciano cargado de pistolas, te lo imaginabas pensando: “Lo que tiene que hacer uno para tener contentos a los jefes”. El crápula sabes que se cree su papel. Roberto… Sony, Canon y JVC deberían dar gracias porque sus dedos hayan manipulado sus cámaras.
Vivimos sin las agallas suficientes como para descolgar el teléfono y soltar un qué tal. Hasta que mueren
No tuve el honor de ser su amigo. La última vez que hablé con Fraile, a quien conocí chocando birras en aquella época en la que Estambul era un diván para quienes iban y venían de Siria, fue para resaltar mi mediocridad. “Tu nombre ha estado por ahí cuando elegían al presentador para una nueva serie de reportajes internacionales, pero no les ha acabado de gustar cómo lo hiciste en aquello de Cuatro”. Dolió, pero es que tenía toda la razón. Y además, ¿quién se iba a rebotar con alguien como él? ¡Pero si encima acabaron eligiendo a Beriain, que además de madera de jefe de obra tenía la apariencia!
De alguna forma, gente como Roberto —disculpen aquí el no poder tomarme las confianzas necesarias para hablar así del bueno de David— engrosan esa lista que todos tenemos de amigos platónicos: personas lejanas a quienes queremos más que a muchos de quienes llamamos amigos. Pensamos en ellas cada poco. Los reencontramos de casualidad. No sabemos casi nada del otro y, sin embargo, sentimos que retomamos una vieja amistad.
A estas personas las amamos desde la invisibilidad. Vivimos sin las agallas suficientes como para descolgar el teléfono y soltar un qué tal. Hasta que mueren. Y no es hasta ese momento, cuando se abre el cráter en tu interior y te das cuenta de que allí dentro caben casi todos los tomos de la historia de tu vida, cuando lloras tanto de dolor al imaginar cómo un obrero del periodismo ha podido sufrir sus últimos minutos, como de rabia por no haber dejado de ser mediocre como aspirante a amigo platónico.
Mis condolencias, y las de todo el equipo de MSur, a la familia y a los amigos de Roberto Fraile y David Beriain.
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