Limpieza democrática
Ilya U. Topper
Durante dos días corrían ante los blindados de la policía, se mojaban bajo los chorros de agua, lanzaban algún adoquín y respiraban mucho, mucho gas lacrimógeno. Tras la retirada de la policía, en la tarde del sábado, la reocupación de la plaza de Tahrir y el parque Gezi y una noche pasada en vela, el domingo amaneció en calma, con barricadas montadas por doquier, contenedores de basura volcados, restos de hogueras, la tierra esparcida de las macetas convertida en fango por la repentina lluvia.
Y ahí fueron: cientos, miles de ciudadanos, jóvenes y ancianas, chicos y chicas, estudiantes, obreros, funcionarias, armados con bolsas de plástico, escobas, guantes y trozos de cartón. Despejaban las botellas vacías, barrían latas, piedras y cenizas, raspaban el lodo del asfalto para dejarlo reluciente. En el parque Gezi recogían hasta las últimas colillas del césped.
Miles de ciudadanos, armados con bolsas de plástico, limpiaban las calles tras las revueltas
Fue la demostración de un espíritu cívico, el afán de preservar, proteger, cuidar la ciudad que a uno le pertenece. Fue la refutación de las palabras del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, quien a la misma hora denunció desde una tribuna pública a los manifestantes como alborotadores que forzaban a al pueblo a seguir su ideología.
Fue ese mismo espíritu cívico que estaba en el origen de las protestas: el martes, un centenar de jóvenes montaron un campamento en el parque Gezi al observar que las excavadoras empezaban a arrancar árboles. Las obras eran ilegales, dado que el proyecto de remodelación del parque nunca había sido aprobado por el municipio, si bien el propio Erdogan había anunciado que en lugar del espacio verde se construirían edificaciones inspirados en los históricos barracones otomanos del lugar para servir de centro comercial.
Defender un parque público contra unas obras no autorizadas por la alcaldía es un acto cívico y democrático. Enviar a la policía de madrugada con la orden de emplear gas lacrimógeno a discreción, no lo es. Las peleas por las calles, adoquines incluidos, tuvieron un aspecto violento por ambas partes, pero dentro de una dimensión reducida: no se sabe de policías heridos, y lanzar adoquines contra un blindado es prácticamente un acto simbólico, dado que no hay manera de herir a nadie.
Los negocios que el domingo mostraron impactos en sus cristaleras fueron poco más que daños colaterales: no hubo una destrucción voluntaria de escaparates a mayor medida, exceptuando los cajeros automáticos. Numerosos pequeños negocios en las calles adyacentes a Istiklal, el escenario principal de los enfrentamientos, se mantenían abiertos durante todo el tiempo y daban refugio a los manifestantes; no hubo saqueos.
Erdogan ha fallado a la hora de reconocer el espíritu cívico de las revueltas
Erdogan ha fallado a la hora de reconocer el espíritu cívico de las revueltas, que tacha de “ideológicas”. Desde luego ya no se trata del Parque, en eso coinciden con él los manifestantes. Se trata ahora de la democracia. Y Erdogan demostró el domingo que ha perdido toda noción de lo que es un discurso democrático. “Derribaremos el centro cultural Atatürk (adyacente a la plaza), si Dios quiere, y construiremos una mezquita. No necesito pedir permiso a la oposición ni a cuatro alborotadores”, dijo.
Y ahí se equivocó. Primero, porque un primer ministro no debe meterse en asuntos municipales. Y menos cuando la alcaldía no ha llegado a aprobar el proyecto, aunque la dirija un señor de su propio partido. Erdogan fue alcalde de Estambul, pero actuar ahora como si lo fuera aún, es el primer error. El segundo es que todo político elegido democráticamente debe consultar con la oposición, que para eso existe. Con sus palabras, Erdogan se ha revelado autócrata.
Con su siguiente frase, lo remachó: “La oposición puede reunir a cien mil personas en la plaza; pues mi partido y yo podemos reunir un millón”. Así puede hablar un líder de partido durante la campaña electoral, nunca un primer ministro.
Las palabras de Erdogan le pasarán factura. Porque hay muchos demócratas en Turquía, también entre los votantes del AKP, el partido islamista de Erdogan, en el poder desde 2003. También entre los muchos jóvenes que durante unos años creyeron que el proyecto del AKP, al margen de sus opciones religiosas, podría significar una renovación de la sociedad turca, acabar con el militarismo y con el nacionalismo de la vieja escuela que reducía la identidad del pueblo a turca y musulmana.
Las nubes de gas de Taksim han fumigado estas ilusiones y han dejado al desnudo la desmesurada sed de poder de Erdogan. Un partido que es incapaz de tomarse en serio las preocupaciones y reivindicaciones de un grupo de jóvenes y únicamente sabe recurrir a los blindados de la policía, no puede renovar la sociedad. Será votado por quienes creen en la imposición de un estilo islámico como revancha contra la sociedad laica, tantas décadas en el poder. Podrá tener alcaldías en Anatolia central y escaños en el Parlamento. Pero la fuerza del AKP que la aupó al poder era la ilusión de que este partido iba a ser más democrático que los demás.
Inhalar grandes dosis de gas lacrimógeno tiene un efecto colateral: despeja la mente
Ya no. Inhalar grandes dosis de gas lacrimógeno tiene un efecto colateral: despeja la mente. Quienes limpiaban hoy con mimo las calles de Estambul, tenían muy claro que la ciudad, la tierra, la nación les pertenece a ellos, a ellas, no a un gobierno cualquiera, un sistema, un sultán. Y esta es la base de la democracia, a diferencia de la monarquía. Si Erdogan no lo comprende – y hace grandes esfuerzos por mostrar que no lo ha comprendido – no tiene mucho futuro a este lado del Mediterráneo.
En el fondo, la revuelta de Estambul, retomada por Ankara, Adana, Esmirna y otras ciudades, no es tan distinta a la Primavera Árabe de Túnez y Egipto. Tanto allí como aquí se trata de pedir democracia a un gobierno que únicamente se fía de los escudos policiales. Desde luego, las coordenadas son distintas: en Tahrir los islamistas pronto se afiliaron a la causa, avanzaron a primera línea, fagocitaron el discurso, marginaron a los demócratas de la primera hora y se auparon al poder, un poder que llevaban décadas buscando. En el nombre de dios. Ya no en el del pueblo.
Tal vez Tahrir celebre dentro de unos años una réplica de lo que hoy ha sido Taksim
Taksim es distinto: aquí, el poder ya está en manos de los islamistas, por muy moderados que se presenten. No hay que olvidar que Erdogan, para mostrar su desprecio a los sublevados, insistió en que se construirá una mezquita en Taksim. Tampoco, que los jóvenes celebraban con cerveza su victoria. La revuelta es laica. Hubo un grupúsculo marxista-islamista que prometió apoyar la iniciativa del parque, pero no se puede decir que se les haya visto. Al menos, entre las chicas que participaron – y las chicas han formado el cincuenta por ciento de esta revuelta, en primera línea, montando barricadas, partiendo adoquines y recogiendo la basura después, codo con codo – no hubo un sólo pañuelo islamista. No hay rezos en el parque Gezi. Hay bailes.
Taksim no es una tardía réplica de Tahrir. Eso sí, tal vez Tahrir celebre dentro de unos meses o unos años una réplica de lo que hoy ha sido Taksim. Una limpieza democrática.