Mi Andrea Camilleri
Saverio Lodato
¿Qué hombre era Andrea Camilleri?
Al siciliano Camilleri lo han analizado abundantemente. Y desde luego seguirán haciéndolo. Al escritor, también. Era un hombre importante, importantísimo, dicen muchos, alguien que les ha enseñado a los italianos a leer. Así lo afirman muchos en esta hora de despedida.
Y a muchos, probablemente, incluso les enseñó a escribir un poco mejor, dejándoles entender que siempre hace falta escribir para los demás, aún antes de escribir para uno mismo.
Pero a él, y este “pero” hay que subrayarlo, también le habría gustado enseñar a los italianos a ser solidarios y no racistas.
Los habría querido, políticamente hablando, con la espalda un poco más recta. Los habría querido menos propensos a dejarse engañar por los muchos encantadores de serpientes que durante décadas se relevaban en el escenario en el que siempre se repetía la misma escenita. Los habría querido más coherentes ante las ideas y las urnas. Con más sentido crítico. Un poco más laicos, más capaces de hacerse una idea propia.
Y acerca de eso, siempre citaba a Leonardo Sciascia como el escritor siciliano más protagonista de su época porque había sabido afrontar “la política con las manos limpias”. Pero es fácil decir que en este ámbito, el de una política nunca antepuesta a la ética, y mucho menos opuesta a ella, en los últimos meses de vida sufrió las más crueles decepciones.
Y el hombre Camilleri, ¿qué tipo de persona era? De eso quiero hablar en esta noche tan triste. Aquí voy a contar mi testimonio, si de algo sirve, sabiendo que con todos sus limitaciones no dejaba de ser un contacto directo.
¿Qué libro iba a escribir yo, un simple corresponsal, con alguien que ya era Andrea Camilleri?
Me transmitió confianza e intimidad, desde nuestro primer encuentro que surgió casi por casualidad, hace aproximadamente veinte años, siguiendo el consejo de una amiga en común, una compañera mía valiosísima, Alessandra Sardoni, firma política del noticiero La 7.
Tras enterarme por ella de que él seguía con interés los artículos que yo escribía desde Sicilia para l’Unità – un periódico que Camilleri adoraba, y que personajes de bajo perfil se encargaron de destruir y borrar para siempre – , decidimos encontrarnos.
Seré breve.
De nuestro primer encuentro, casi un mutuo intercambio entre desconocidos, nació una página de periódico dedicada a la imagen del súperfugitivo, Bernardo Provenzano.
Qué gusto entrevistarlo.
Preguntas y respuestas que fluían como aceite. Y cuando se trataba de “cortar”, yo me infligía auténticas mutilaciones en mis preguntas, porque quitar una sola de sus palabras habría sido un sacrilegio.
Ya que le gustó mi entrevista, tiempo después me animé con la malsana idea de proponerle un libro.
Era un verano tórrido. Lo llamé en vísperas de su habitual viaje a Maremma, escuchó mi propuesta y, entre agitación y balbuceos, al final solo me dijo: “Llámame a la vuelta, a principios de septiembre”.
Preciso como un reloj hice como me dijo: “Sí, se puede hacer, hagamos este libro”, me contestó.
Ya. ¿Pero qué libro iba a escribir yo, un simple corresponsal de un periódico del partido, con alguien que ya entonces era el renombrado Andrea Camilleri?
Se echó a reír: «¿Y a quién demonios le importa si no leíste los Montalbano?»
Volví a verlo, poco convencido pese a su disponibilidad. Nos empezamos a tutear ya el día de la entrevista a Provenzano. Recuerdo que le dije: “¿No crees que sería interesante si contaras también quién eres políticamente, lo que piensas? ¿Si contaras tu vida por completo, en voz alta?” Y añadí: “He leído todos tus ensayos histórico-políticos. Sin embargo, no estoy preparado respecto a Montalbano ”.
Se echó a reír, tal vez para no hacerme sentir en apuros: “¿Y a quién demonios le importa si no leíste los Montalbano? A mí esta idea de contarlo todo, mi entera historia, me gusta”.
Y el relato despegó.
Tardes enteras grabando, escribiendo, deletreando e intentando no perder el hilo que siempre iba en dirección del objetivo del relato claro, sin banalidades, alusiones que eran indirectas. En aquella época gobernaba Berlusconi. Y Camilleri parecía manifestar cada vez más su disgusto hacia sus simpatizantes, los especuladores, los falsificadores de la verdad, mientras no perdía ocasión de invitar a hacer memoria, con la intención de comparar a aquellos con los grandes jefes de partido, cualquiera que fuese su ideario, que habían reconstruido Italia después de la guerra. Una comparación en la que los tiempos actuales salían perdiendo.
De vez en cuando le preguntaba: “Andrea, ¿no te parece un poco fuerte esta frase, este juicio?”
“Sí, lo sé, lo sé. Sin embargo, déja esas frases, que no hacen mal a nadie…”, me solía cortar.
La linea de la palmera avanza desde el sur hacia el norte varios metros al año
Si la memoria no me engaña, nos encontramos durante cinco o seis semanas seguidas en su vivienda romana. Al final, nos vimos en su casa en Porto Empedocle. Le entregué todo el tocho mecanografiado. Estábamos sentados frente a una mesita, y yo lo miraba mientras leía por encima – esa mirada velocísima que después, en mala hora, lo abandonó – y esperaba pillar alguna señal premonitora de su veredicto, que ya estaría a punto de llegar.
Qué va. Ni una ceja movió.
Al final, apretó literalmente el tocho entre las manos, se levantó y dijo: “Joder, está bien. Vamos a imprimirlo”.
El título fue: “La linea della Palma”. Aquella línea de la corrupción y del compromiso que Leonardo Sciascia había descrito en una de sus pocas poesías y que Camilleri quiso recordar.
La linea de la palmera que, según los expertos, avanza desde el sur hacia el norte varios metros al año.
Desafortunadamente, me dijo, la línea de la palmera ha llegado ya a la banquisa polar…
¿Y el hombre?
¿Cómo era el hombre Camilleri?
Hay un cuento de Borges llamado “Las limaduras de acero y el imán”, que nos ayuda a entenderlo. Se cuenta que muchas limaduras iban periódicamente a hacer una visita a un imán que vivía en los alrededores. Iban para hacerle un homenaje. El imán escuchaba y sonreía.
Al final de cada visita, las limaduras de acero eran muy felices y contentas de haber ido a ver al imán. Sin darse cuenta, concluye Borges, de que la iniciativa no era suya, sino que era el imán que, inexorablemente, las había atraído a sí.
Adiós Andrea.
No fuimos más que limaduras de acero atraídas por el imán de tu genio.
·
[Andrea Camilleri falleció el 17 de julio de 2019]
© Saverio Lodato | Publicado en Antimafiaduemila | 17 Julio 2019 | Traducción del italiano: Carolina Pisanti
¿Te ha gustado esta columna?
Puedes ayudarnos a seguir trabajando
Donación única | Quiero ser socia |