La bandera de Machado
Alejandro Luque
Debo confesar que no me gustan las banderas. Por lo general, a lo largo de la Historia han servido para dividir más que para unir, y con demasiada frecuencia fueron la coartada de los más abyectos líderes para justificar mentiras, abusos, crímenes. Las hay bonitas y feas, pero casi ninguna es inocente. Y muy pocas están limpias de sangre.
Sin embargo, no puedo dejar de admitir el poder de atracción que ejercen sobre las almas, y sobre las masas. Y cómo prenden mejor que el keroseno, cuando se les acerca cualquier chispa y el viento es propicio. No se explica de otro modo la polémica suscitada en torno a los colores de la corona de flores que el presidente español, el socialista Pedro Sánchez, dejó el pasado domingo sobre la tumba de Antonio Machado en el pequeño cementerio de la localidad francesa de Collioure. Una corona compuesta con rosas rojas y amarillas: el rojigualda –¡horror!– de la bandera española vigente.
A los periodistas nos gusta decirlo: yo estuve allí. De casualidad, sí, acompañando a la directora Laura Hojman y a su equipo en el rodaje de Los días azules, un documental sobre el poeta sevillano. Llegamos los primeros después de la delegación del consulado español de Perpignan, y puedo certificar que nadie, y menos el personal de Presidencia, tocó uno solo de los regalos que rodeaban la modesta lápida donde descansan los restos de Machado y su madre, Ana Ruiz: las flores atadas con una cinta con los colores de la bandera catalana o la tricolor republicana atada a la verja contigua tuvieron el mismo respeto que el ramo de San Sebastián de los Reyes o la placa de Illescas.
Era la primera vez que un presidente español rendía honores a Machado en Collioure
La llegada del presidente, acompañado por familiares de Machado y Manuel Azaña, así como por intelectuales como Ian Gibson, Rosa León, Paco Ibáñez, Luis García Montero o Almudena Grandes, se produjo con retraso, y el acto fue muy abreviado, pero emotivo. Por increíble que parezca, era la primera vez que un presidente español rendía honores al autor de Campos de Castilla en Collioure. Ni Felipe González, a pesar de que su vicepresidente Alfonso Guerra es un experto machadiano; ni Aznar, tan presuntamente aficionado a la poesía; ni el conciliador Zapatero, que hizo de la memoria uno de los pilares de su mandato…
Tuvo que ser Pedro Sánchez, un político que no se nos antoja especialmente leído –y parece confirmarlo su reciente ensayo– quien tuviera la ocurrencia, y el acierto, de acercarse a este pueblo costero para recordar a aquel hombre que, 80 años atrás, cruzó la frontera en condiciones terribles huyendo de las sombras fascistas que se cernían sobre su país. Y de paso, recordó a los miles y miles de compatriotas suyos que hicieron lo mismo y corrieron aún peor suerte, cayendo en campos de refugiados como los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, Rivesaltes…
En España son muchos los que ignoran este lamentable episodio. En el sur de Francia, donde viven aún los hijos y los nietos de aquellos desgraciados, cada año se celebran marchas por los mismos caminos por los que lograron cruzar la frontera, para mantener vivo el recuerdo. Sánchez se dirigió a estos familiares y, también por primera vez en nuestra historia, pidió perdón a los descendientes de los exiliados, y reconoció que el gesto llegaba tarde.
Un presidente español no representa a los republicanos, sino a todos los españoles
Estamos tan acostumbrados a criticar a los políticos, a menudo justificadamente, a no esperar nada de ellos, que ha terminado por convertirse en un tic, un acto reflejo. El gesto de Sánchez desató en las redes una reacción desmesurada, entre acusaciones de oportunismo, de anacronismo y otros ismos no menos hostiles. Pero sobre todo se le acusó de haber traicionado la memoria de Machado imponiéndole flores con unos colores que no eran los suyos, léase los de la España republicana, que defendió a ultranza.
Repito que no me gustan las banderas. Y hasta admito que Pedro Sánchez no es santo de mi devoción. Pero creo que es bastante sencillo entender que un presidente español no representa a los republicanos, sino a todos los españoles, y para ello tiene actualmente unos colores, por antipáticos que se nos puedan hacer. Decir, como se ha dicho, que esos colores fueron “los que mataron a Machado” o “por los que tuvo que marcharse” es saltarse el pequeño detalle de la ausencia del aguilucho y su simbología aledaña de yugos y flechas, lo que me parece mucho saltar.
Oír cómo llamaban “fascistas” a los hijos del éxodo republicano o a Paco Ibáñez podría dar risa
Si Sánchez hubiera depositado la corona tricolor, además de echarse encima a toda la caverna, habría usurpado un símbolo que ni representa, ni seguramente le identifica como ciudadano. Solo que Sánchez no fue a título personal. Fue como presidente del Gobierno, homenajeó a Machado como presidente, en nombre de todos los españoles, pidió perdón a los exiliados en nombre de España. Para eso estaba absolutamente obligado a usar la bandera española en vigor. Usar otra habría rebajado el acto a un gesto particular de ciudadano más o menos nostálgico. Con la española, se pide perdón también en nombre de los fascistas que provocaron la salida de Machado del país, y de los que todavía hoy defienden aquella ignominia que fue el golpe del 36: un presidente también habla en nombre de ellos.
No parece tan difícil de entender, pero ya lo dije: las banderas son material fácilmente inflamable.
Pudimos comprobarlo una vez más fuera del cementerio, donde un centenar largo de personas con esteladas trataban de reventar el homenaje con pitos y voces. Antes habían decorado el camino hasta la entrada del cementerio con lazos amarillos –esas banderas en miniatura– pintados sobre el asfalto y la acera. A Laura Hojman y un compañero del rodaje los insultaron por llevar en la chaqueta el distintivo con la letra “ñ” que llevábamos todos los periodistas acreditados, pero para la comitiva que acompañaba a Sánchez fue peor: oír cómo llamaban “fascistas”, entre otras lindezas, a los hijos del éxodo republicano, o a Paco Ibáñez, podría invitar a la risa, si no fuera porque el miedo y la tristeza son más fuertes.
A su muerte, Antonio Machado fue envuelto en una bandera republicana. Pero él mismo dijo que, para enterrar a un hombre, no era necesario un gran boato, pues bastaba una sábana. Esa sábana blanca es tal vez la única que merece la pena agitar en su memoria. Y no es una bandera de rendición, sino ese blanco en el que nadie tenga la última palabra, y todo esté por escribir.
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