Opinión

Sin peros que valgan

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 7 minutos

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Ocurría anteayer, como quien dice: en los años 60 del siglo pasado. Un hombre podía ser castigado con fuertes multas, e incluso ser condenado a hasta veinte años de prisión, si era acusado de mantener relaciones con otra persona de su mismo sexo, aun en su propia casa.

Considerados a menudo “ofensores sexuales”, muchos de estos infelices eran confinados a las instituciones mentales, donde los tratamientos alcanzaban hasta la castración química y el electroshock. Vale subrayar que esto sucedía no en oscuras teocracias orientales, ni en repúblicas bananeras, ni bajo rigores estalinistas, sino en el corazón del llamado mundo libre, en los Estados Unidos de América. El acoso policial, no menos generalizado entonces, desencadenó en 1969 los disturbios de Stonewall, germen de lo que hoy conocemos como el Día del Orgullo.

Demasiados años de silencio impuesto, de discriminación y violencia, hacen de esta cita algo fundamental

Pensábamos que, 40 años después, era una asignatura superada, pero parece que no. Y no lo digo solo porque la última multa a una pareja gay que tenía sexo en casa se impuso en Tejas en el año 2003. Me refiero a la resistencia frente a la cabalgata del Día del Orgullo Gay –y de todo el colectivo LGTBI–, que sigue siendo hoy motivo de controversia, lo que viene a ser, en sí misma, una de sus mayores razones para existir. Demasiados años de silencio impuesto, de discriminación y violencia, hacen de esta cita un acontecimiento fundamental en defensa de los derechos de una comunidad que abarca a miles y miles de personas.

Sin embargo, año tras año vemos repetirse argumentos pueriles en contra de dicha celebración, incluso desde el seno de la propia comunidad LGTBI. Una vez que la efeméride ha logrado abrirse camino entre los muchos intentos de boicot, la desatención mediática o los empeños en reducirlo a una caricatura, lo que queda, al parecer, es tratar de desvirtuarla. Se critica de las cabalgatas, por ejemplo, su banalización, el hecho de que la fiesta haya eclipsado la carga reivindicativa que debe serle propia. Creo, sin embargo, que una reivindicación no debe ser por definición solemne o aburrida, y que en una sociedad donde lo espectacular y lo lúdico tienen tanto peso, festejar vistosa y hasta frívolamente es más que legítimo.

¿No se han mercantilizado ya la Navidad, el deporte, la memoria histórica o las graduaciones de los colegios?

Lo mismo cabe decir de las acusaciones de mercantilización de estos eventos. Que empresarios avispados logren ver en un movimiento de masas una posibilidad de negocio, es algo que solo escandalizará a quien no esté en el mundo. ¿No se han mercantilizado ya la Navidad, el deporte, la memoria histórica o las graduaciones de los colegios? Sin embargo, nadie hasta ahora ha logrado monopolizar hasta tal punto el Orgullo como para vaciar del todo su contenido y distraer su fin último: visibilizar al colectivo, sacarlo de las catacumbas y dar eco a sus muchas reivindicaciones.

Otro prejuicio recurrente, este de corte moralista: la cabalgata del Orgullo es soez, procaz, irreverente. Quienes esgrimen este argumento suelen ser personas a los que la visión de dos personas del mismo sexo besándose en la vía pública ya les parece altamente ofensiva, pero si además se suma cualquier parodia de vírgenes o cristos, les sobran los motivos para poner el grito en el cielo. Puede que una cabalgata menos exhibicionista “entrara” mejor para la ciudadanía pudorosa y biempensante, sin duda.

Pero sería muy cínico por nuestra parte ignorar esa ley física por la cual a la mucha represión le sigue la mucha extroversión. Y represión es lo que han tenido, durante demasiado tiempo, los miembros del colectivo LGTBI, especialmente desde los estamentos religiosos, donde todavía se les trata a menudo como a deformaciones de la raza humana. Y aunque tienen derecho a ser todo lo mordaces e irreverentes que quieran, dentro del estricto cumplimiento de la ley, estoy convencido de que estas manifestaciones más o menos provocadoras irán quedando relegadas conforme su reconocimiento y su espacio vital en nuestra sociedad sean mayores.

Tampoco tengo dudas acerca del modo en que el colectivo gay y trans irá liberándose, cada vez más y mejor, de sus propios estereotipos, empezando – en el caso de las trans – por el clásico y muy patriarcal de emular a “la mujer perfecta que todo hombre busca”, y que acaso involuntariamente han ayudado alguna vez a fijar, reforzar y reivindicar. No solo se harán un favor a sí mismos plantando cara a esa batería de lugares comunes, sino que arrimarán su hombro a las mujeres que hoy siguen peleando por romper esos corsés. Si miramos atrás, hemos avanzado mucho en ese aspecto, pero toca insistir en ello.

Pedir un comportamiento irreprochable a gays, lesbianas y afines es un modo de canalizar el fastidio

Y qué decir, en fin, de aquellos que se quejan de que la cabalgata ensucia las avenidas por las que pasa y provoca daños al mobiliario urbano. No conozco ninguna concentración de miles de personas que no genere suciedad y desperfectos, desde la manifestación del Primero de Mayo al Carnaval o la Semana Santa, pasando por los partidos de fútbol, de atmósferas bastante más groseras, por cierto, que cualquier cabalgata del Orgullo. La mayoría de los contribuyentes pagamos con mucho gusto nuestros impuestos para que todas estas citas puedan celebrarse sin perjuicio de que poco tiempo después las calles luzcan en perfecto estado de revista.

Pedir, pues, un comportamiento ejemplar e irreprochable a gays, lesbianas y afines no es sino un modo de canalizar el fastidio que sigue produciendo que esta gente salga de la oscuridad y se muestre a la luz pública sin complejos, con naturalidad, con justificado orgullo. A veces, ese fastidio se manifiesta solo en ese buscar “peros”; otras, como ocurrió hace poco en Murcia, se convierte en agresión, especialmente cuando se autoriza una marcha neonazi el mismo día y a la misma hora que una cabalgata LGTBI.

Los profesores advierten del incremento de la homofobia entre las nuevas generaciones

España sigue registrando agresiones de este tipo, y los profesores advierten del incremento de la homofobia entre las nuevas generaciones de alumnos, pero por fortuna todavía estamos lejos de lo que sucede en la mayor parte del mundo, desde Marruecos hasta Rusia y desde Armenia al Líbano o Turquía. En este sentido, el Día del Orgullo es un recordatorio de que, por muy normalizadas que nos parezcan las cosas, todavía hay mucho terreno que conquistar para alcanzar la igualdad efectiva, y mucha cerrazón que desactivar dentro y fuera de nuestras fronteras.

El Día del Orgullo, que hoy se celebra en muchas ciudades de España, no debería echar a las calles solo a homosexuales, transexuales, bisexuales e intersexuales, sus familiares y sus amigos. Debería reunir, como dijimos antes, a todos aquellos que se sienten comprometidos con ese bien escaso y precioso que es la libertad, empezando por la libertad de vivir la propia sexualidad como a cada cual le venga en gana.

Solo una cabalgata por la libertad sexual, que integre a todos, a niños y mayores, permitirá proclamar que los LGTBI no son un gueto, una excentricidad, una anomalía, sino que forman parte indisoluble de nuestra sociedad. Y en ese frente, disculpen ustedes, no hay peros que valgan.

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© Alejandro Luque| Especial para M’Sur

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