El taxista salafista
Mansoura Ezeldin
El Cairo | Marzo 2013
Sólo cuando llamé al taxi y éste paró a pocos metros de mí, me di cuenta de que el conductor era salafista. Vacilé unos segundos entre cogerlo o llamar a otro taxi, pero la sonrisa de este taxista me convenció y cambié de opinión.
Mi indecisión no surgía del rechazo a que hombres como él ocupasen el espacio público, ni tampoco por sensación de superioridad o aversión gratuita, por mucho que su larga barba, su bigote afeitado y su chilaba corta daban la sensación de que vivía en tiempos remotos. El hecho es que, simplemente, mis anteriores experiencias con conductores de taxis salafistas no han sido del todo buenas o, dicho con más precisión, han terminado siempre con problemas.
Cada vez que cogía un taxi cuyo conductor era salafista tenía que aguantar durante todo el trayecto a través del radiocasete del coche a quienes, se supone, llaman a la gente a convertirse al islam, amenazando con el dolor, la destrucción y las peores calamidades o maldiciendo a las “infieles” “desvergonzadas” y advirtiéndoles que irían por el mal camino y acabarían en el infierno.
Cada vez que cogía el taxi de un salafista tenía que aguantar las amenazas del radiocasete
Estas amenazas llegaban a mis oídos como una bofetada, sobre todo cuando el taxista las corroboraba murmurando imploraciones a Dios, mientras me dirigía miradas hostiles a través del retrovisor. Y cuando le pedía que apagara la radio o cambiara la cinta, o bien ignoraba mi petición o bien ponía otra que no se distinguía gran cosa de la anterior.
Muchas veces me bajaba del taxi en protesta antes de llegar a mi destino. Otras me enzarzaba en discusiones absurdas o me ponía a leer para controlarme ante las voces que destilaban odio y pedían castigar a los “infieles” con la dispersión de sus comunidades y la destrucción de sus edificios, con dejar a las mujeres, viudas y a los niños, huérfanos.
Pero esta vez, el taxista salafista parecía distinto. Era amable. Mostraba una amabilidad exagerada, con esa sonrisa que parecía regalar a un público que sólo él podía ver. Me dije que después de la revolución, los taxistas salafistas quizás ya no querían amargarles la vida a los demás, porque les bastaba con lo que hacen en este sentido tipos como Hazem Abu Ismael, Mahmud Shaban o Abu Islam. O quizás este hombre simplemente se saliera de la imagen estereotipada que tenemos en la mente.
Cuando estábamos parados en el atasco ante un semáforo, un vendedor de pañuelos se acercó al taxi y saludó al conductor. Este le devolvió el saludo con mucha alegría, antes de que el vendedor le lanzara de sorpresa: “Queremos que cambie el gobierno, señor jeque. Habéis arruinado el pais. Dios os castigará”.
Con una mirada de reproche, el taxista le contestó, como si hablara consigo mismo: “¿Qué gobierno? Yo te devolví el saludo debidamente, que es algo que cuenta treinta buenas obras para ti y treinta para mi, y salimos los dos ganando. ¿Que me importa a mi el gobierno?”
“Queremos que cambie el gobierno, señor jeque. Habéis arruinado el pais. Dios os castigará”
El vendedor se puso a reír con la malicia de un niño, mientras que el taxista arrancó al ponerse el semáforo en verde. Luego se volvió hacia mí y me dijo que a él no le gustaba la política ni los que se ocupan de ella. No habíamos intercambiado palabra alguna desde que me monté en el coche, pero fue él quien se lanzó a explicarse y a defenderse de las acusaciones que creía implícitas en mi silencio. Parecía como si se defendiera contra unos reproches que le habrían dirigido reiteradamente quienes lo trataban como representante de la corriente islamista entera, gente que le habría cargado a él como individuo la responsabilidad, aunque fuera parcial, del deterioro de las condiciones.
Yo misma lo había considerado al principio como salafista, y nada más que salafista, y me esperaba de él el mismo comportamiento que acostumbraban a mostrar sus camaradas. Y él, por su parte, tampoco tardó en categorizarme, cuando me preguntó si era simpatizante del Frente de Salvación, únicamente porque me había escuchado burlarme de Mohammed Morsi al hablar por teléfono. Y cuando le informé de que tenía muchas reservas sobre el Frente de Salvación, se mostró confuso y no tardó en señalar que él, como salafista, no era simpatizante del partido Nour ni de ningún otro partido islamista presente en la escena política.
“Odio a la política y a quienes se ocupan de ella”, reiteró por segunda vez la misma frase. Luego me preguntó, con curiosidad: “¿Usted es liberal?”
Se echó a reír cuando no le respondí de forma directa sino me limité a decir que yo era “de los magos del Faraón”, en referencia al ataque contra los periodistas que había lanzado el guía espiritual de los Hermanos Musulmanes.
Comenzó a distraerse mirando a los peatones en la acera como si se ocupara en clasificarlos en casillas políticas, siguiendo el ejemplo que el vendedor de pañuelos le había aplicado a él, y que siguen últimamente la mayoría de los egipcios. Como si encasillar a los demás y colocarles letreros se hubiera convertido en el pasatiempo de todo el mundo.