Sin novedad en el frente de Gaza
Ilya U. Topper
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Lo nunca visto. Inimaginable. La mayor tragedia desde el holocausto. Mil cuatrocientos judíos muertos. Ya nada será como antes. Hamás, la organización islamista que domina Gaza, debe ser destruida. Abreviando: Gaza debe ser destruida.
Para la psique israelí, la actual guerra de Gaza es diferente a todas las anteriores. «No se debe repetir jamás» es el lema con el que fundaron Israel, hace 75 años, sionistas de todo el mundo, decididos a crear un lugar seguro para los judíos tras la shoa. La venganza, ahora, será terrible, debe serlo, para que nunca más ocurra; es la doctrina de la disuasión.
Comparar el exterminio nazi con un asalto de Hamás puede parecer exagerado, pero es un mantra repetido en todo Israel, un país que siempre se ha creído algo mejor que el mundo que lo rodea, un chalé en la jungla, como dijo el primer ministro Ehud Barak hace 20 años. Una jungla donde las matanzas de civiles son corrientes, por ejemplo por el Daesh entre yezidíes en Iraq o incluso en la cercana Cairo, donde hace diez años el dictador egipcio Abdelfatah Sisi, fiel aliado de Europa, Estados Unidos e Israel, hizo ejecutar en un día a mil manifestantes islamistas en una plaza. A tiro limpio, claro. No es lo mismo.
«Una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, entre la humanidad y la jungla»… según Netanyahu
Porque al shock de la nación, que ahora clama venganza y la erradicación de Hamás, contribuye la indescriptible crueldad de la masacre de civiles en los kibutz asaltados. Eleva la nueva guerra a un combate definitivo, en palabras de Netanyahu a «una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, entre la humanidad y la jungla». La civilización judeocristiana occidental se juega aquí su futuro contra Hamás y Daesh, bárbaros dedicados a las orgías de sangre. «Mujeres muertas con la falda subida hasta las caderas y las piernas abiertas, docenas de hombres jóvenes matados a tiros tras haber sido colocados ante una pared, niños con la la garganta cortada, una mujer embarazada con el estómago abierto a tajos, innúmeros bebés acuchillados o despedazados y tirados a la basura». Es el panorama que dejan los islamistas.
No, no lo es, porque el párrafo citado describe el panorama de Sabra y Chatila en Beirut en 1982; los muertos eran refugiados palestinos, los asesinos y violadores eran falangistas libaneses cristianos, bajo supervisión y expresa luz verde de generales israelíes. Lo de la luz verde es una metáfora; era blanca la luz los focos que dirigían hacia el campo para que los falangistas pudieran continuar con su trabajo durante la noche. ¿Hijos de la luz? Y quizás tampoco fueran parte de la civilización judeocristiana occidental los milicianos serbobosnios de Srebrenica. Seguramente los nazis tampoco. Y tal vez ni siquiera esos soldados israelíes que se ponen camisetas con la imagen de una mujer palestina embarazada y las palabras «Un disparo, dos aciertos».
No, polemizar sobre si realmente hay fotos de los bebés decapitados o si Hamás ha tratado bien a los rehenes solo hace el juego al discurso israelí, empeñada en convertir en razón de la guerra la maldad intrínseca de la milicia islamista, para evitar hablar de sus causas. Tampoco se explica la crueldad demostrada por las décadas de opresión israelí, el bloqueo brutal, el hecho de vivir en Gaza, ese territorio o esta prisión al aire libre de cuarenta por diez kilómetros, con dos millones de personas. La barbarie humana, incluida la de falangistas libaneses y serbobosnios y un largo y lamentable etcétera, no se explica; existe. Buscar explicaciones en una supuesta diferencia entre israelíes y gazatíes —los primeros forman parte de la humanidad, según Netanyahu, los segundos no— es propaganda, y además es propaganda racista.
La causa de la guerra es la necesidad de Israel de mantener en marcha una guerra, una que no tenga fin
La causa de la guerra es la necesidad de Israel de mantener en marcha una guerra. Una que no tenga fin. Esto sí es un elemento esencial que diferencia Palestina de todos los demás conflictos del planeta. Porque en todos, los dos bandos tienen un objetivo: puede ser una ideología que un bando quiere imponer a toda la nación, como en la guerra civil española, la de Argelia o la de Iraq, o puede ser la dominación, anexión o independencia de un territorio concreto, como en las guerras del Kurdistán, en Alto Karabaj, en Chechenia, en Euskadi o en el Sáhara occidental.
Este último caso es un buen ejemplo de conflicto irresuelto durante 50 años pero resoluble mediante una clásica guerra, victoria o derrota y rendición, por haber frente claro. El Frente Polisario quiere la independencia, punto. Marruecos quiere la anexión, punto. Si las grandes potencias del mundo hubieran apoyado al Frente Polisario, ahora habría un Estado más en África. No lo hicieron; ganó Rabat (no por tener la razón sino por tener la fuerza). Por lo tanto dicta sus condiciones: aceptar que el territorio es marroquí y que sus habitantes, incluidos los que huyeron y llevan dos generaciones en campos de refugiados de Argelia, son marroquíes. Con los mismos derechos o, concretamente, con la misma ausencia de derechos que los demás 37 millones de ciudadanos marroquíes, del Rif a Tarfaia y bajo la misma opresión.
El Frente Polisario nunca ha firmado esta rendición y promete no hacerlo. Y algún día habrá que preguntarse qué futuro ofrece a su pueblo negando la derrota y qué sentido tiene ir a una guerra descartando la posibilidad de perderla. Habrá que preguntarse si no es un crimen exigir a un pueblo sacrificarse durante generaciones solo por no arriar una bandera izada en un momento concreto de la historia. Porque debemos saber que toda guerra, hasta la más justa, se puede perder.
Salvo la de Palestina. Israel la ha ganado numerosas veces desde 1948, y la va a ganar también esta vez, pero no le sirve de nada, porque nunca ha concedido a los palestinos la opción de perderla.
Israel ha ganado la guerra numerosas veces, pero no le sirve de nada, porque nunca ha concedido a los palestinos la opción de perderla
Porque verse obligado a ofrecer lo que ofrece Rabat a los saharauis, agachar la cabeza y besar la bandera del vencedor, es la peor pesadilla de Israel desde su fundación. Anexionar Cisjordania y Gaza con todas las de la ley significa aceptar como ciudadanos a millones de palestinos, en pie de igualdad con los judíos. ¿Cuánto tiempo seguiría siendo Israel un «Estado judío», es decir un Estado concebido como patria exclusiva para todos los judíos del mundo, y solo para ellos si casi la mitad de sus ciudadanos fueran gente no judía? Ahora ya lo es el 20 por ciento, unos dos millones, una población que se puede dejar de lado en el discurso oficial y que, pese a tener los mismos derechos legales, puede ser apartada por medidas sociales, como un sistema escolar propio o simplemente decisiones municipales de excluir a no judíos de ciertos barrios o urbanizaciones. Si Cisjordania y Gaza se incorporasen a Israel, habría 6,5 millones de palestinos junto a 7,5 millones de judíos; Israel sería una nación mixta, un país como cualquier otro, no un hogar nacional para los afiliados a una religión determinada. Descartado.
La segunda opción también es una victoria israelí y una derrota palestina, teniendo en cuenta que el inicial —y en aquel momento natural— objetivo de los líderes palestinos era fundar un Estado en todo el territorio levantino administrado por Reino Unido hasta 1948, incluidas las parcelas habitadas por inmigrantes europeos de fe judía. Pero hace 30 años que esta derrota está asumida por el lado palestino, que en 1993 en Oslo firmó renunciar al 78 % del territorio original en liza y negociar ya solo sobre el 22 %. De boquilla también lo han asumido casi todos los Gobiernos de Israel de las últimas décadas. Pero en la práctica no, porque significaría renunciar a Cisjordania (Gaza no lo quiere nadie, de todas formas), y esto trae un problema con la ultraderecha israelí, que considera estas colinas, bajo el nombre de Judea y Samaria, el auténtico corazón del territorio que Dios le asignó a Abraham hace tres mil años como residencia permanente. Descartado también.
«La Autoridad Palestina es una carga y Hamás es una ventaja» dijo el hoy ministro Smotrich en 2015
Si los palestinos no pueden ser ciudadanos de Israel, pero si la tierra en la que viven tampoco puede quedar fuera de Israel, ¿qué queda? ¿Un Estado de apartheid hecho y derecho en el que por ley la mitad de la población sean no-ciudadanos? A medio o largo plazo es insostenible, y ni Washington podría defenderlo ante la ONU. Forzar el éxodo de todos los palestinos de Cisjordania, convertirlo en territorio «limpio de árabes», variando la famosa expresión nazi? Es lo que proclama sin pudor la ultraderecha sionista, incluidos académicos y altos cargos. Pero expulsar a dos millones de personas es un flagrante crimen de guerra, y además no hay país cercano ni lejano que querrá acogerlos. Y mucho menos un país árabe: ya les costó disgustos guerras y rebeliones haber tenido que reasentar a los que huyeron en 1948.
Los dirigentes israelíes saben que una limpieza étnica de dos millones es imposible en la práctica. Saben que instaurar un apartheid oficial es igualmente imposible. Al rechazar de plano las dos soluciones posibles, las dos derrotas palestinas, la integración y la separación, ¿cuál creen que será el futuro de Israel? ¿La guerra sin fin?
Exacto: la guerra sin fin. Este es el objetivo político declarado de Benjamín Netanyahu y sus acólitos, y ha sido también el de todos sus predecesores, aunque ellos solían disimularlo. Ya en 2015 lo dijo sin tapujos en televisión Bezalel Smotrich, entonces recién elegido diputado del partido más ultraderechista de Israel, hoy ministro con Netanyahu: «La Autoridad Palestina es una carga y Hamás es una ventaja». Porque a diferencia de la Autoridad Palestina, esforzada en negociar la paz y unas concesiones de autonomía, por modestas que fueran, «Hamás es una organización terrorista y nadie permite que presente una resolución en Naciones Unidas», explicó. Por lo tanto, expuso Netanyahu a su propio partido, el Likud, en 2019, había que dar vía libre a la financiación de Hamás. «Cualquiera que se opone a un Estado palestino debe apoyar el envío dinero a Gaza, porque lo que previene el establecimiento de un Estado palestino es mantener la separación entre la Autoridad Palestina en Cisjordania y Hamás en Gaza»; así cita sus palabras el diario israelí Haaretz. El dinero, eso es de dominio público, venía de Qatar y no se transfería a Hamás por túneles clandestinos sino en maletines a través del cruce fronterizo entre Israel y Gaza.
Los espíritus que conjuraron los primeros sionistas con sus mitos bíblicos y su contrato de Abraham llegaron para quedarse
Hamás era y es útil para Israel porque permite continuar la guerra y le evita tener que ganarla y dictar condiciones a los vencidos. Y la última guerra de Gaza es la continuación de esta misma política. Las promesas de Netanyahu de erradicar Hamás son falsas: no puede prescindir del único enemigo irreconciliable que tiene, el único que le permite cumplir su objetivo de no hacer la paz. Y no se trata solo de Netanyahu y su camarilla: Hamás es el único enemigo que permite a Israel mantener la ideología con la que se fundó, hace 75 años, la de ser una avanzadilla en tierra hostil, rodeada de violencia, único refugio para los judíos del mundo, para todos los judíos y nadie más que los judíos. Un país distinto a todos los demás, una nación elegida.
Muchos se preguntan si tres generaciones después de fundarse, con Israel reconocido, rico, famoso y hasta ganador de Eurovisión, no sería tiempo de dejar atrás los reflejos de kibutz, cuartel y fusil y convertirse en un país normal, cediendo Cisjordania, olvidando Gaza y pasando del griterío de la ultraderecha. Un país que no depende de Hamás para hacer política nacional.
Pero eso es imposible. Porque los espíritus que conjuraron los primeros sionistas con sus mitos bíblicos y su contrato de Abraham, llegaron para quedarse y ya no hay quien se libre de ellos. Los fundadores, judíos alemanes, vendieron su alma agnóstica a Dios, y ahora Dios se cobra los royalties, enviando de cobrador al rabino del frac. Y solo mientras dure la guerra les permite aplazar el monto total de la deuda, que es la teocracia. La guerra es lo único que protege Israel de caer en una espiral religiosa que algún día acabará en un país modelado según el ideario de los talibanes.
Por eso nadie en Israel quiere la paz. Sería un suicidio colectivo.
Estaba a punto de suceder este año. Con los países árabes firmando acuerdos diplomáticos uno tras otro, la amenaza de la paz se cernía sobre Israel, y a la vez dio impulso a la mayor ruptura interior del país en su historia, conocida como la polémica «reforma judicial». Para medio Israel era la encrucijada entre democracia y dictadura. Era la primera vuelta de la espiral hacia los abismos. Menos mal, pensarían muchos, que Hamás estuvo al rescate y una vez más le salvó Israel de sí mismo. A costa de 1.400 vidas humanas, sí. (Las otras cinco mil vidas segadas, y pronto quizás el doble o triple, son palestinas, nunca han contado).
Hamás no solo salvó a Netanyahu, también a sus oponentes. La reforma judicial ha sido aplazada. Israel respirará tranquila y unida mientras dure la guerra y las promesas de erradicar el eje del mal. Luego empezará todo de nuevo. Pero en un punto más arriba de la espiral, más cerca del cielo y sus rabinos. Porque los molinos de Dios muelen despacio, pero cada año más fino. La bomba que teme Israel no es la nuclear de Irán. Es la demográfica: la curva de nacimientos. Y no la de los árabes ni de palestinos. Sino la de los judíos. El monstruo está en el interior, y solo callará mientras fuera está el enemigo. Hamás es imprescindible.
Del cobrador del frac hablaremos próximamente.
© Ilya U. Topper | Publicado primero en El Confidencial | Octubre 2023