Opinión

El temor de Israel

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

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La foto da miedo: una marea negra inunda Jerusalén. Hombres ―sólo hombres, exclusivamente hombres― vestidos de traje negro, sombrero negro. Son decenas de miles. Vienen de los barrios ultraortodoxos de todo Israel, donde normalmente mantienen una vida tranquila, lejos de la plaza pública, la política, el trabajo: la mayoría vive de subvenciones y donaciones. Pero de vez en cuando lanzan un pulso al Estado: cuando éste se atreve a aplicar la ley.

Porque los ultraortodoxos opinan que los rabinos ―sus rabinos― están por encima de la ley y que el Tribunal Supremo de Israel no tiene autoridad para contradecir lo que digan ellos.

El Estado fue a la guerra para demostrar que las leyes valen para todos y mandó encarcelar durante dos semanas a unos 35 padres ―y madres, pero se retractó en este punto― que se negaban a mandar a sus hijas al cole mientras ahí hubiera sefardíes.

Los ultraortodoxos fueron a la guerra para demostrar que la única ley que vale es la de Dios, en la interpretación oportuna.

Israel ganó la guerra, y el ‘proceso de paz’ es innecesario, una pequeña farsa de cara a la galería

Israel no tiene miedo a los palestinos: la sociedad ni siquiera se entera de que existe una gente llamada palestinos (los llaman ‘árabes’); la ocupación de Cisjordania y Gaza y todo lo que causa son reminiscencias remotas en la mente del israelí medio: algo que no llega a la superficie de su conciencia. La vida es tranquila y podría continuar así otro siglo más. Israel hace mucho que ganó la guerra, y el ‘proceso de paz’ es algo completamente innecesario, una pequeña farsa de cara a la galería.

Israel no tiene miedo a Irán: todas las alarmas, a cual más absurda, toda la gasolina que echan a diario al fuego los políticos para demostrar que Ahmadineyad es Hitler y que el pueblo está al borde de un segundo holocausto, funcionan muy bien como pretexto para que algunos políticos hagan como si se lo creyeran y extiendan cheques públicos a las fábricas de armas. Pero en el fondo, nadie tiene miedo. Israel tiene la bomba atómica ¿no?

Pero Israel, aquella Israel que vive el día a día como cualquier país europeo ―y se cree europea, es europea― tiene un miedo atroz a sí misma. A la bestia que crió en sus entrañas. A la marea negra que le sube de vez en cuando desde los intestinos hasta la boca y nunca quiere ya bajar del todo. Algún día ―quizás no tan lejano―, esta marea negra será la cara de Israel. Y esa idea es atroz.

Israel fue fundado por agnósticos y ateos: comunistas, socialistas, fascistas, en todo caso europeos ilustrados, adoradores de la Razón. La meta: renunciar a la religión judía y convertirse en miembros de una nación judía. Por supuesto, fue el fracaso del siglo: se les había olvidado que la propia noción de “pueblo judío” en el sentido étnico es un dogma tan irracional y tan absurdo como el de la Inmaculada Concepción. Sirve para dar prédicas, no para construir una sociedad. La solución: elevar a rango de “únicos judíos de verdad” ―Golda Meir dixit― a los centroeuropeos de habla yídish: los asquenazíes. Los alemanes, para entendernos.

Crearon así una sociedad de clases y castas, sólo comparable a la hindú, en la que la única cultura oficial es la asquenazí y las demás, folklore. Cuando en los cincuenta se hizo venir de Marruecos medio millón de sefardíes para disponer de mano de obra barata, el equilibrio se pudiera haber tambaleado.

La noción de ‘pueblo judío’ es un dogma tan irracional como el de la Inmaculada Concepción

Pero los líderes agnósticos de Israel entregaron este colectivo a las manos de los rabinos más severos de la Tierra: los lituanos. Y los judíos marroquíes, religiosos por pura costumbre como todos los marroquíes, se convirtieron, por obra y gracia de los talibanes bálticos (talibán significa ‘los que estudian’: precisamente la única actividad digna de un hombre según los ultraortodoxos), en un bloque homogéneo, perfectamente manipulable, perfectamente manejable como carne de cañón.

Curiosamente, según la prensa israelí, un tercio de los padres encarcelados por no mandar a sus hijas a un aula en la que hubiese niñas “impuras” eran sefardíes. El propio rabino líder sefardí, Ovadia Josef, se alineó con los asquenazíes: no se trataba de defender una comunidad étnica sino un bien muy superior: la autonomía de los tribunales rabínicos contra los del Estado semilaico de Israel.

“Quién acude al Tribunal Supremo atenta contra la Tora y no tiene lugar en el mundo futuro”, aclaró este ex alto funcionario del Estado (Josef fue Gran Rabino sefardí de Israel, un cargo que implica el control definitivo sobre instituciones públicas como matrimonios, divorcios e inmigración). El aludido retiró su denuncia. Por miedo, aseguran algunos.

Miedo. Es lo que sienten muchos israelíes cuando contemplan a un señor vestido de negro, con sombrero negro, por la calle. Porque son cada vez más ―tienen una altísima tasa de nacimientos― y porque exigen al resto de la población que viva acorde a las normas que ellos consideran judías. Al menos en la cercanía de “sus” barrios: allí no puede haber tráfico los sábados, no pueden abrir tiendas o restaurantes que no sean ‘kosher’, en los autobuses, hombres y mujeres deben sentarse por separado (las mujeres atrás)…

El gobierno israelí siempre encontrará a un enemigo dispuesto a hacerle el favor de amenazarlo

Todo Jerusalén ya empieza a considerarse zona de influencia suya. A Tel Aviv aún no han llegado, pero por lo pronto, Israel se ha convertido en el único país de Oriente Próximo que delimita playas separadas para hombres y mujeres.

Miedo y odio: los herederos de la generación de los kibutz, aquellas granjas comunitarias sin rezos ni rabinos y con duchas mixtas para chicos y chicas, no soportan que los de negro les quiten el país que con tanto sudor fundaron ellos.

“Si los ‘árabes’ fueran listos, se estarían simplemente quietos unos años” ―dijo un viejo kibutznik en 2001. “Sin la amenaza externa, nos empezaríamos a pelear entre nosotros. Y entonces estallaría la guerra civil”.

Probablemente no estalle. Probablemente el gobierno israelí siempre encontrará a un enemigo externo dispuesto a hacerle el enorme favor de amenazarlo. Irán cumple su rol, de momento. Para que los israelíes no se acuerden de que en sus propios barrios, en sus propias entrañas, albergan una sociedad que de la iraní sólo se diferencia en un punto: es más talibán.

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