1962 / Modelo para armar
Ilya U. Topper
“La ciudad española de Ceuta es una frontera exterior de la Unión Europea y protegerla corresponde a toda la UE”. Parlamento Europeo, Bruselas.
“El estatus jurídico de Ceuta es el de una ciudad marroquí ocupada”. Parlamento marroquí, Rabat.
Esto fue el choque de espadas a principios de junio. Luego han venido pulsos diplomáticos y órdagos. Lo último: el tajo a la operación Estrecho. Marruecos pretende ahora organizar la anual operación regreso de sus ciudadanos emigrantes sin pasar por puertos españoles. Una apuesta arriesgada: 3,2 millones de marroquíes cruzaron el Estrecho de Gibraltar en verano de 2019 (el año pandémico no cuenta) para pasar sus vacaciones en la tierruca. Con 760.000 coches. Meter este flujo en ferries desde puertos franceses, italianos y, según anuncian estudiar, hasta portugueses no parece muy plausible. Un farol en toda regla. Todo para subrayar que Ceuta es colonia, no territorio español.
Empezó en abril con la llegada a España—con documentación falsa— del jefe del Frente Polisario, Brahim Ghali, dirigente de un movimiento que empezó como anticolonialista y hoy considera la antigua potencia colonial como su mejor amigo y aliado. Rabat, envalentonada por el reconocimiento de Trump del Sáhara como provincia marroquí, no revocada por Biden, montó el pollo. Primero llegó el chantaje migratorio, un copiapega de la marea humana utilizada por Turquía un año antes, lanzando a miles de marroquíes —muchos no migrantes— contra la valla de Ceuta. En ese momento, aún nadie sacó el estatus de la ciudad. Pero cuando Brahim Ghali se fue de España sin aparecer ante el juez, Rabat sacó la artillería del discurso anticolonial. ¡Ceuta, ocupada!
El proceso de extinción concluyó con la declaración de independencia de Argelia en 1962
¿Lo es? Desde que una flota portuguesa apareciera ante la ciudad de las siete colinas en 1415 y la tomara al asalto, Ceuta es cristiana sin interrupción. En 1640 pasó a España por cuestiones dinásticas. Tres siglos y medio de dominio continuo son mucho fundamento para reivindicar una soberanía. Ni la mitad de este tiempo lleva Roma siendo Italia.
Sin embargo, es el Parlamento marroquí el que refleja el espíritu de nuestro tiempo. Ceuta es un vestigio de otras épocas, una especie de dinosaurio que sobrevivió a la extinción y ahora da coletazos. No tendría por qué ser así, pero nosotros mismos hemos llevado la Historia en esta dirección y ahora no parece haber vuelta atrás.
El proceso de extinción concluyó hace 59 años, con la declaración de independencia de Argelia en 1962 y la retirada de Francia de lo que entonces eran sus provincias de ultramar. Fue apenas un acto más en una década en la que media África pasaba de colonia a país independendiente. Pero marcó un punto de inflexión, el fin de una dinámica de tres milenios.
Nuestra generación es la primera de la historia de la humanidad que ha nacida con un Mediterráneo que hace de frontera en toda su extensión, desde Algeciras a Estambul. A un lado, Europa, al otro los otros: moros se les llamaba antes, árabes después, musulmanes se les dice hoy. Las fotos de migrantes que intentan atravesar esa barrera azul, ahogándose por el camino, no hacen más que recordarnos la división, la separación de dos mundos.
Parte de Andalucía todavía era mora, es decir islámica, cuando Portugal ya dominaba la costa marroquí
Sin embargo, la humanidad no existiría en la forma como la conocemos, si el Mediterráneo no hubiera sido durante tres milenios un puente. No existirían ordenadores sin la escritura fonética que inventaron los fenicios y que difundieron a lo largo de ambas orillas, seguidos por los griegos quienes, desarrollando aquel alfabeto, crearon la cultura científica, astronómica y matemática sin la cual tampoco habría internet: desde Éfeso y Mileto a Alejandría, Siracusa y Marsella (sus monedas se acuñaban en Arabia, Yemen y Etiopía). Romanos y cartagineses ensancharon el camino en conflicto perpetuo, y durante un siglo largo nadie habría podido predecir si durante los próximos milenios, Iberia iba a hablar romance o púnico (es decir, semítico; árabe para entendernos). Perdió Aníbal, ganó Roma, la capital se quedó en la orilla norte, y las legiones marcaban las vías con letras latinas, desde Galia hasta el Sáhara y Arabia: el mar seguía siendo el centro.
Lo seguía siendo cuando el declive del imperio devolvió el centro de gravedad a Constantinopla y también cuando la cultura griega revivió en un nuevo idioma estándar universal: ahora se leían Aristóteles y Euclidio en árabe. El eje político se volvió a desplazar a la orilla sur —Isfahan – Bagdad – Damasco – El Cairo – Fes— pero abarcando también el norte: Palermo – Granada – Córdoba – Algarve.
El mar no era una frontera, sino una conexión: para el comercio, pero también para la cohesión territorial. Parte de Andalucía todavía era mora, es decir de religión oficial islámica, cuando Portugal ya dominaba la costa atlántica marroquí, desde Ceuta hasta el Gran Atlas. No eran solo castillos costeros y no se llamaba colonia: la población de la región rendía pleitesía al “rey de Portugal y del Algarve de aquí y allende mar”. Para el monarca, la frontera entre sus dominios no era una línea en el mar; era el riachuelo de Odeceixe que limita el Alentejo al sur. De ahí hasta Marrakech, todo era Algarve.
Con la derrota portuguesa en Alcázarquivir en 1578 se establece la primera frontera política marítima en el extremo occidental del Mediterráneo (salvo Mazagán, Ceuta, Melilla y Orán). Pero ya hacía medio siglo que la linde entre moros y cristianos en la parte oriental se había desplazado hasta la periferia de Viena. Con Grecia y los Balcanes incorporados, el Imperio otomano, que se iba extendiendo hasta Yemen, Túnez y Argel, se convirtió en una reedición exacta del Imperio romano, salvando Italia e Iberia. Con el centro de gravedad otra vez en Constantinopla y la misma civilización greco-arábigo-persa estandarizada ahora en un idioma de base turca.
Hay griegos de Alejandría hasta Georgia, armenios del Cáucaso hasta Egipto, judíos de Agadir hasta Crimea
La historia se escribe con sangre, y en los imperios mediterráneos se combate, se mata y se masacra como en cualquier parte. A veces con la religión como pretexto político o como herramienta del divide y reinarás. Pero la frontera política no se convierte en religiosa en occidente hasta 1610, con la expulsión de los moriscos de España. En oriente, esto no sucede: el Imperio otomano es multiétnico lo cual quiere decir, en la época, multirreligioso. Un “pueblo” aquí es un colectivo unido por la misma religión y, a veces, el idioma, pero nunca por el territorio: hay griegos de Alejandría hasta Georgia, hay armenios del Cáucaso hasta Egipto, hay judíos de Agadir hasta Crimea, hay circasianos de Rusia hasta Palestina, hay turcos de Albania hasta Libia, hay albaneses desde Bulgaria hasta Sicilia.
Y pronto hay franceses: desde la invasión de Egipto por Napoleón en 1798 y, definitivamente, la conquista de Argelia por Francia a partir de 1830. Y ahí es cuando el Mediterráneo se va al carajo.
Porque Francia no absorbió el territorio con todo lo que había dentro, como era habitual en las conquistas de imperios, desde Aníbal a Solimán, sino que inventó un nuevo método: el colonialismo, la separación entre colonos e indígenas. O mejor dicho, por primera vez llevó esta división entre conquistadores y pueblos sometidos al terreno de un concepto recién estrenado: la ciudadanía de la República, la igualdad jurídica de todas las clases sociales, sin siervos ni señores… siempre que no fuesen indígenas. Es decir, musulmanes.
Porque a los judíos argelinos, tan bereberes, tan africanos y tan árabes (de idioma) como el resto de la población, sí se les dio la nacionalidad en bloque en 1870, haciéndoles creer que ellos eran algo mejor que los moros. Colocando el primer clavo en un ataúd que medio siglo más tarde iría inhumando Palestina.
El colonialismo francés inventó la división entre europeos y musulmanes: los primeros identificados por un concepto geográfico (entraban en el saco españoles, italianos, malteses, por modestos y proletarios que fueran), los otros por una religión. Con ello convirtió la religión, únicamente la de los sometidos, en algo que antes no había sido: una bandera política enfrentada no a otra religión, como de toda la vida de dios, sino a un concepto civilizatorio, al laicismo. La vieja lucha entre moros y cristianos, hermanos enemigos, mellizos indistinguibles, se transformó en una confrontación radicalmente distinta. Un siglo más tarde se llegaría a conocer como “choque de civilizaciones”.
Ignoran que en 1600 ya hubo embajador marroquí acreditado ante la reina de Inglaterra
El derrumbe definitivo del Imperio otomano, simultáneo con el de las Austrias, igualmente multinacional, vino en el peor momento, a principios de un siglo XX que ya había inventado el concepto de nación como un colectivo “étnico”, unido por el idioma y hasta por lazos de sangre, pero aún le atribuía una religión única irrenunciable. De ahí que el intercambio de población acordado entre Turquía y Grecia, hoy diríamos limpieza étnica, se basaba en la religión: griego era quien fuese cristiano, así hablase turco, turco era todo musulmán, aunque su idioma fuese el de Homero.
El partido Baath sirio intentó romper con esta línea y unir cristianos y musulmanes contra el colonialismo, pero fue una excepción: salvo Siria, todos los Estados árabes que nacieron de la lucha anticolonialista en la franja sur del Mediterráneo se declararon islámicos. La población cristiana árabe pasó de componente histórica a cuerpo extraño. El resto lo hicieron las guerras de Israel y su labor de zapa sionista dedicada a erradicar a la población judía árabe, magrebí, mesopotámica, y atraerla al campo propio. Era imprescindible para trazar bien las trincheras geográficas e ideológicas, para dividir el Mediterráneo.
La excavadora de estas trincheras se llama ignorancia. La misma que exhiben quienes reivindican Ceuta española y escriben —cito literalmente a un usuario de redes sociales que sabe hasta el nombre del rey visigodo que tomó Melilla— que “Marruecos no existía hasta, efectivamente, 1956 cuando se independizó de Francia y España, porque hasta entonces solo había sido un conjunto de tribus las cuales se mataban entre ellos”. Ignorando que la administración marroquí actual se creó alrededor de 1600, año en el que ya hubo embajador acreditado ante la reina de Inglaterra, ignorando que Marruecos fue el primer Estado del mundo que reconoció la independencia de los Estados Unidos de América (en 1777), con un tratado aún en vigor firmado en 1786.
No saberlo, tratar a los vecinos como tribus sin civilización, no solo llevó al desastre militar de Anual: también ha hecho que de la empresa colonial española en el Rif —más exactamente: de protectorado: el territorio nunca dejó de ser parte del Estado marroquí— no se guarden casi recuerdos, salvo malos, en ninguno de los dos bandos (Francia supo hacerlo mejor en Marruecos, dejando más huella de cultura y ciencias y menos de sangre). Muy tarde —en 1958— se decidió España a dar ciudadanía a la población de su última colonia, la del Sáhara. Demasiado tarde para forjar una Andalucía allende mar. Al colonialismo ya le doblaban las campanas.
El mar ha dejado de ser un puente, los territorios de ultramar han dejado de existir
Por eso mismo, el Tribunal Supremo negó el año pasado la nacionalidad española a los saharauis que la tuvieron, con pasaporte y libro de familia, en aquellos 17 años entre la incorporación jurídica del Sáhara a España y la retirada. Reconocer esa nacionalidad sería afirmar que el Sáhara efectivamente era y pudo ser España, sería reivindicar como válido un concepto que antes era el de territorio de ultramar, pero hoy ya solo se puede llamar colonialismo. Y el colonialismo, eso dicen las mismas personas que ahora reclaman ese antiguo carné español, activistas del Frente Polisario, fundado precisamente para expulsar a España del Sáhara, es un crimen.
El mar ha dejado de ser un puente, los territorios de ultramar han dejado de existir. No tendría por qué ser así, no era así en un mundo en el que Atenas era aragonesa, Granada mora, las islas del Egeo, genovesas, Armenia se situaba en la costa mediterránea de Anatolia y Bahréin era portuguesa. En un mundo con fronteras zigzagueantes y enclaves, alianzas entre todos los bandos y cambios de poder continuos se derrimaba mucha sangre, chocaban espadas sin cesar. Lo que no chocaban eran las civilizaciones, porque alrededor del Mediterráneo solo habia una. Con múltiples religiones.
Laicizar esta civilización, acabar con la obligatoriedad del credo, de cualquier credo, para los ciudadanos de uno y otro bando, es el gran avance de la Revolución francesa. Pero la empresa colonialista lanzada por los herederos de esa misma revolución, con su división entre ciudadanos e indígenas, ha dividido el Mediterráneo en dos mitades políticas.
No se pueden volver a unir mediante conquistas: este tiempo pasó. Sí podrán volver a fundirse mediante la asimilación de una cultura común o, mejor dicho, mediante la conciencia de que nunca han dejado de tener una cultura común, apenas religiones distintas convertidas en bandera política.
Sería hermoso pensar que Ceuta y Melilla, últimos vestigios de un mundo no necesariamente mejor pero distinto, podrían servir de cabeza de puente para este proceso de reasimilación de la cultura común. Pero en el último siglo han servido para lo contrario: para ahondar trincheras. Aún en los años 70, en Melilla se nacía o cristiano o apátrida.
Esto ha cambiado —aunque sigue habiendo apátridas— pero no siempre para mejor: los habitantes musulmanes de Melilla ahora se han convertido en un rebaño de votos comprados con los que comercian sus cabecillas, constituidos en dirigentes de un “partido musulmán”, cortejado por los políticos locales para afianzar su poder mediante el clientelismo. Tienen el carné pero para los dirigentes siguen siendo indígenas. Como las tribus al otro lado de la frontera.
No sé cuánto tiempo le queda a España si quiere cambiar las tornas de la historia. Convertir los últimos vestigios de la colonia en un territorio de ultramar, un punto de fusión entre pueblos iguales, tal vez sea posible. Pero para ello hay que abandonar las trincheras de la religión, recordar que nunca ha existido una cultura judeocristiana y mucho menos una islámica, porque nuestra civilización es griega, itálica, persa, árabe, mesopotámica, bereber, balcánica, anatolia, ibérica. Dios no creó el Mediterráneo. Fue al revés.
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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 19 Jun 2021
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