El trabajo sucio
Ilya U. Topper
Estábamos el otro día en una reunión y Jordi, para subrayar el argumento, pegó un puñetazo en la mesa. Ahí se lió la gorda.
– En esta casa está prohibido pegar puñetazos en las mesas.
– Perdona, bonito. Es mi mesa, y la rompo cuando quiero.
– Ya, pero es mi casa. Y se hace lo que yo diga.
– Oye, pero si rompes la mesa, ¿dónde comemos?
– No te preocupes, en la tienda son majos y lo arreglarán.
– Oye que no, que el folleto de Ikea dice que no.
– ¡A la mierda Ikea, que es una multinacional!
Así estuvimos durante horas. Consultando las Convenciones de Ginebra y el Derecho Canónico para averiguar si era legítimo pegar puñetazos en una mesa. Al final llegamos a las manos y alguien llamó a la policía. Y no les cuento qué pasó, porque aún no lo sabemos. Habrá que esperar al 1 de Octubre.
Lo que nadie recordaba es cuál había sido el argumento que Jordi quiso subrayar mediante aquel puñetazo.
Los perdedores al final tienen la razón. No porque la tengan sino porque han perdido
Por supuesto, a estas alturas ya no importaba. Cuando la policía le puso las esposas, todos empezábamos a estar de su parte. Porque Jordi no había llegado ni a romper la mesa, y que te lleven detenido cuando no has hecho nada – salvo un poco de barullo – es injusto. Estábamos ya dispuestos de estar de acuerdo con él, fuese lo que fuese que dijera. Porque él estaba pagando los platos rotos de la pelea que habíamos montado entre todos. Y los perdedores al final tienen la razón. No porque la tengan sino porque han perdido.
La Historia la escriben los perdedores, eso es así. Por eso, los piratas son tipos encantadores en los libros de cuentos, y por eso en Cataluña se celebra por todo lo alto el 11 de Septiembre. Sí, la fecha fue la de una guerra perdida. Tan bien la escriben que ni siquiera pone en ninguna parte quién exactamente la perdió: solo sabemos que los triunfadores eran la pérfida dinastía borbónica. (Según los libros de Historia, la guerra que terminó con aquella derrota se libró entre los partidarios de la Casa de Borbón y los de la Casa de las Austrias, es decir entre dos bandos monárquicos enfrentados).
Que en una Cataluña independiente mandaría el pueblo catalán, ¿se lo habrán creído?
Y esa Historia se va a repetir. Cuanto más el Gobierno central escenifique un nuevo Sitio de Barcelona, incluidas galeras reales para bloquear la bocana del puerto (aunque los cruceros con dibujos animados estropean el efecto historicista; sería mucho mejor una cañonera), más se va a demostrar, para futuras generaciones, que «los catalanes» son los eternos perdedores y por lo tanto tienen toda la razón del mundo. Son las derrotas las que forjan un pueblo, y el Gobierno español está en estos momentos haciendo exactamente lo necesario para preparar una futura independencia de Cataluña, en una generación o dos o diez. Los policías y guardias civiles, junto con algún discurso en televisión sobre la supremacía de la España Unagrandelibre, le están haciendo el trabajo sucio a la burguesía catalana que busca un fuero en el que solo mande ella, nadie más.
Porque eso de que en una Cataluña independiente mandaría el pueblo catalán, ese pueblo que aspira a vivir con mil euros al mes como todo hijo de vecino, eso no se lo habrán creído ustedes ¿verdad? ¿O sí? Desde aquel puñetazo, yo ya ni me acuerdo cuál era el argumento a favor de la independencia. Intento recordarlo. Y resulta que había unos cuantos. Incompatibles.
He visto a los políticos que encabezan el proceso de independencia prometer una y otra vez que Cataluña será de la Unión Europea, que no se saldrá, no, que Bruselas estará encantada, que todos los tratados comerciales seguirán en vigor, que se podrá seguir usando el euro (eso es lo único que es verdad) y que en fin, nada cambiará, todo será exactamente como estamos acostumbrados a que sea, no hay nada de qué preocuparse, se podrá ser independiente y seguir con la vida tal cual. Circulen.
Pero a la vez he escuchado decir a gente en la izquierda – es lo que más escucho: son los míos – que esta independencia es mucho más que un simple intento de reproducir a una escala territorial menor el mismo sistema de nepotismo, corrupción y plutocracia que ya tenemos en Madrid. No no: según ellos, se trata de fracturar España para acabar con este sistema, para permitir una especie de revolución que poco a poco alcance a todas las regiones y suponga la oportunidad de crear un nuevo sistema político.
Es complicado encontrar a un ciudadano español que no esté oprimido por el Gobierno Central
La independencia de Cataluña, en esta visión, no es porque los catalanes no sean españoles. Al contrario: son tan buenos españoles que han avanzado más que otros en el camino hacia el ideal de la izquierda y serán los primeros en romper con el Estado, paso que deben seguir todos los demás pueblos oprimidos de España: vascos, gallegos, andaluces, extremeños, castellanos. Visto así, es harto complicado encontrar a un ciudadano español que no esté oprimido por el Gobierno Central, salvo quizás algunas señoras con abrigo de pieles en el madrileño barrio de Salamanca o un torero, no sé, en algo hay que pensar cuando hablamos de la España que odiamos.
«Castilla ha sido completamente maltratada por el proyecto españolista», leo en un manifiesto de los Comuneros, los jóvenes que hacían volar sus banderas moradas en otro día en Lavapiés, junto a la estelada. Piden «confrontación contra el Estado Español y el capitalismo que conlleva el proyecto españolista». Vamos a por todas, pues. ¡Abajo España!
Esta postura es, al menos, racional. Es decir, es una ideología política, basada en una convicción razonada, no en ese tan frecuente sentimiento – del que hablamos el otro día – de haber nacido con una «identidad» determinada y de tener, por lo tanto, el deber de diferenciarse de los demás mediante pasaporte, cueste lo que cueste. No: para la izquierda se trata de acabar con un Estado que explota a sus ciudadanos, cortar el torrente de dinero público hacia los casinos de juego, perdón, quise decir bancos, frenar el desmantelamiento de la Sanidad pública, aquella que una vez fue el orgullo de Europa, arreglar por fin la Educación, aplicar el laicismo. Y de paso poner fin a la monarquía, porque es indigno decir que todos son iguales ante la ley y luego asignar cargos públicos por mor y gracia de la genética. Un Estado existe por sus símbolos, y la coherencia es un valor.
Con tal de que se salve Cataluña, a los demás, que los zurzan. Y la izquierda española aplaude
Y si tienen coherencia los izquierdistas que quieren cambiar España y para ello apoyan los partidos secesionistas de Cataluña, cabe concluir que están convencidos de su propia inutilidad. Tienen claro que ellos nunca van a conseguir nada, que todo lo que prometen en las campañas electorales es mentira, que una democracia no puede mejorar gracias al voto de sus ciudadanos, a través de las urnas. Porque si se pudiera, si el sueño de la izquierda española fuese posible, si los partidos pueden luchar por un futuro mejor, el máximo deber sería el de unir fuerzas. Y si gracias al intrincado sistema de circunscripciones, los 632.000 votos de Esquerra Republicana dan más escaños en el Congreso que el millón de votos de Izquierda Unida, pues se aprovecha y se suman diputados para ese proyecto común que es la República de España.
Pero parece que Esquerra Republicana no quiere que España sea una república: le parece perfecto que andaluces, gallegos y extremeños sigan en manos de la dinastía borbónica (lo de «en manos» es un decir: sabemos que lo máximo que la Constitución permite hacer a un rey español sin que antes lo firme el Ejecutivo es ir al baño). Si Cataluña es de izquierdas, y se ausenta, el porcentaje de votos de la derecha en el resto de España necesariamente subirá. Con lo que esa derecha lo tendrá aún más fácil para seguir desmantelando la sanidad y educación de todos. Pero qué importa, con tal de que se salve Cataluña. A los demás, que los zurzan. Y la izquierda española aplaude entusiasta.
Ese entusiasmo por ser zurcido solo puede fundamentarse en una convicción: todo está perdido, el sueño está enterrado, nunca existirá una España de izquierdas, republicana. Abajo también la bandera tricolor que yo hice volar sobre mi tejado en Lavapiés. Hay que desmontar España, y si se empieza por el ángulo noreste es porque allí es más fácil hacer palanca. Aunque solo sea por el mito aquel de ser más rico que el resto, y por lo tanto víctima de un reparto injusto. Nunca he entendido cómo una izquierda puede aplaudir a alguien que pide que no se reparta, no se comparta, no se redistribuya la riqueza, pero debe de ser que el fin justifica los esloganes.
Desmontada España, ¿desaparecerán las dinastías empresariales? ¿los imperios de los bancos?
Una vez desmontada España, ¿desaparecerán por arte de magia los votantes de derechas? ¿las dinastías empresariales? ¿los imperios de los bancos? ¿los demagogos corruptos? ¿Tal vez se irán voluntariamente por considerar que las 17 nuevas repúblicas ibéricas serán demasiado pobres como para que valga la pena seguir explotándolas? Tal vez. ¿Soñamos con esto?
De una de esas 17 repúblicas con certeza no se irán: Cataluña – eso dicen quienes encabezan el proceso de independencia – quiere seguir formando parte del entramado capitalista internacional. Nadie ha propuesto nacionalizar la Caixa. El presidente actual, Carles Puigdemont, forma toda la vida parte de Convergència, el partido de empresarios como la dinastía Pujol o Artur Mas, que no se ha ido. Ni se irá gente como Boi Ruiz, ese empresario de la sanidad privada que como conseller consiguió entre 2009 y 2015 recortar brutalmente el gasto de salud pública, más que ninguna otra autonomía de España, dejando el sistema en bragas. Y al que Esquerra Republicana mantuvo en el cargo con sus votos. La misma Esquerra que vota a favor de mantener los colegios privados del Opus Dei. Normal: aquí va a misa hasta Oriol Jonqueras.
Es a esa gente a quienes están aplaudiendo los comuneros de Castilla con sus banderas. Porque son ellos quienes dirigen el proceso, quienes están en el poder, y que con la algarada actual se afianzarán en él. Claro, puede ser un simple acto reflejo: el otro día oí hasta a un eurodiputado de la izquierda hablando del «Kurdistán bajo mandato turco», dando por hecho que el Tratado de Lausana de 1923 se ha revocado y que alguien ha declarado independiente la zona. No dijo quién. Tal vez no supiera que la guerrilla kurda rechaza la creación de un Estado kurdo, y se creía la propaganda turca que mantiene esa ficción. Porque ¿qué haría la derecha turca – o cualquier derecha, la española sin ir más lejos – sin una amenaza de separatistas?
No hay nadie más feliz que la derecha nacionalista catalana con el despliegue de policías
Que las derechas se hagan mutuamente el favor de azuzar a las masas contra «el otro», no es nada nuevo. Que Puigdemont y Rajoy ganan ambos con la confrontación, eso ya lo sabíamos. Todos los régimenes tienen el hábito de pintar un enemigo allende las fronteras y decir a los trabajadores que esos tienen la culpa. ¡Son ellos! Ellos nos roban, ellos nos traicionan, así que hay que cerrar filas en torno al líder. Funciona para los dos bandos.
No sé qué habría pasado si el Estado simplemente hubiera hecho quien oye llover: meter un trozo de papel en una caja de plástico no es, por sí solo, un delito. ¿En qué momento el Ejecutivo catalán habría dado un paso que realmente impusiera a los residentes del territorio declarado catalán unas condiciones incompatibles con la legalidad española? ¿Habría podido dar un paso real, efectivo, más allá de los símbolos y discursos, sin quedar en ridículo? No soy jurista, no lo sé. Lo que sí está claro es que no hay nadie más feliz que la derecha nacionalista catalana con el despliegue de policías. Y no hay nadie más feliz que la derecha nacionalista española con la amenaza de romper España: por fin una causa alrededor de la que aglutinarse. Las dos derechas se entienden: son enemigos perfectos, y como tal son aliados naturales. Normal.
Lo que me tiene desconcertado es que la izquierda española también esté tan feliz de hacerle el trabajo sucio a la derecha catalana. El de limpiarla a ojos del pueblo, lavándole el culo con Ariel. Yo me pondría rojo.
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