Opinión

Genocidios y blasfemias

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 10 minutos

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Si uno obliga a alguien a punta de pistola a atravesar el Atlántico en canoa, comete un homicidio. Si alguien manda arrancar todo un pueblo de sus tierras y lo deporta al desierto, comete un genocidio. Incluso si la intención manifiesta es reasentar allí ese pueblo – pongo por caso, el armenio – y la gente sólo se va muriendo casualmente por el camino. Incluso si la gran mayoría de quienes ejecutan esa deportación creen sinceramente en que se trata de deportar y reasentar, y sinceramente intentan cumplir su deber.

Cuando cientos de miles de personas – 1,5 millones dicen las estimaciones más frecuentes – mueren como consecuencia directa de las órdenes dadas por un gobierno en contra de todas las personas de una etnia concreta, poco importa cuál fue esa orden para llamarlo genocidio.

En Turquía quizás no tendría derecho a expresar esta opinión. En Francia, no a expresar la contraria

Esta es mi opinión. No soy jurista, no puedo aclarar si es correcto usar el término genocidio para hechos ocurridos antes de que se definiera legalmente el concepto, ni si deban derivarse consecuencias legales. Es una opinión de periodista para el uso común del lenguaje en prensa, cuando hablamos para entendernos, y creo que tengo derecho a expresar esta opinión.

Si yo fuera periodista turco y publicase en un diario nacional, no sé si tendría derecho a expresar esta opinión. Todo dependería de si algún ultranacionalista – bien fiscal, bien particular – quiera darme en la cabeza con el artículo 301 (“insultar a la nación turca”) y de si el juez lo vea razonable o no. A Elif Shafak la absolvieron en 2006. Mejor dicho, a los personajes de su novela de los que era, al parecer, responsable penal subsidiaria.

Lo curioso es pensar que si yo fuera periodista francés, y publicase en un diario de París, no tendría derecho a expresar la opinión contraria.

Rectifico: sí tendría derecho, porque el Consejo Constitucional invalidó al mes la ley aprobada en enero de 2012 por el Parlamento francés, que prohibió opinar que el genocidio armenio no fue tal. Una ley por la que el Gobierno turco puso el grito en el cielo, llamándola “impropia de un gran país como Francia” y “un golpe contra la libertad de pensamiento”.

Si Ankara no hubiese removido Roma con Santiago, nadie se habría fijado en que el Papa dijo “genocidio”

Tenía toda la razón: efectivamente, imponer por ley qué palabras deben usarse o no usarse para describir unos sucesos ocurridos hace cien años es un golpe contra la libertad de pensamiento. Pero son estos momentos en los que uno está tentado de decirles a quienes enarbolan esa bandera de la libertad de expresión que callados están más guapos.

Tras los pasos esperanzadores del año pasado —el presidente, Recep Tayyip Erdogan, hablando del “dolor compartido”— este año lo más razonable habría sido cierto silencio administrativo frente al inevitable empleo del término en el centenario de las masacres. Ocurrió lo contrario, como si se tratase de dar el cante. Si Ankara no hubiese removido Roma con Santiago y nuncios con embajadores, nadie se habría fijado gran cosa en que el Papa dijo “genocidio”.

Qué remedio: estamos en época electoral, y parece que al AKP le ha dado por pescar votos nacionalistas en río revuelto. Afortunadamente, esa grandilocuencia contra la libertad de expresión en el extranjero no se ha extendido a todos aquellos columnistas turcos que estos días dejan caer la palabra genocidio, como quien no quiere la cosa.

La libertad de expresión, como todas las libertades, se puede proteger de una única manera eficaz: ejerciéndola. Por esto el cambio es esperanzador: si hace 4 años, hasta destacados periodistas armenios recelaban del término porque “provoca reacciones e impide el diálogo”, estos días, una fórmula difundida entre los columistas turcos es hablar de “las masacres o genocidio, o como quiera usted llamarlo”. Frase que parece proteger al autor contra una citación judicial, a la vez que reconoce que es posible llamar genocidio a lo de 1915 sin ir al infierno.

El día que cualquiera en Turquía pueda escribir “el genocidio armenio” sin el ahora obligatorio “así llamado” delante, ese día, las autoridades turcas podrán criticar que algún gobierno quiera hacer obligatorio el reconocimiento del genocidio, sin que corramos a buscar superlativos de “hipócrita” u “oxímoron” (Oxímoron: dícese de un país que persigue judicialmente a quienes afirman la existencia de un genocidio armenio, al tiempo que su presidente acuña la frase “Cuando los políticos se arrogan el trabajo de los historiadores, no salen verdades sino delirios”).

¿Está de acuerdo? Ahora probemos reemplazando la palabra “armenio” con “judío”

Y viceversa. Si Europa tiene derecho a criticar la cerrazón de Turquía y la falta de libertad de expresión, es precisamente gracias a juicios como el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que en 2013 le dio la razón a Dogu Perinçek contra Suiza y le reconoció el derecho de negar públicamente el genocidio armenio. Debo añadir que Perinçek es uno de los personajes menos simpáticos del panorama político turco (amén de los menos influyentes, porque afortunadamente ya no hay quien lo tome en serio) y que suelo necesitar un trago de raki después de eliminar de mi buzón las proclamas que me llegan con regularidad de su gabinete de prensa. Pero el derecho a la libertad de expresión no puede amoldarse según estemos o no de acuerdo con una opinión.

Quiero pensar que hasta aquí, usted, gentil lector, puede estar de acuerdo con lo que estoy diciendo, sin importar demasiado qué opina usted sobre los hechos históricos de 1915. Ahora probemos reemplazando la palabra “armenio” con “judío”.

Curiosa doctrina que niega al ciudadano la capacidad de estudiar un hecho histórico sin ánimo criminal

Quizás usted, gentil lector, no lo sepa, pero si escribiera el párrafo inicial de esta columna como referencia al genocidio judío (reemplazando lógicamente conceptos como “deportación” con “campos de trabajo” etc), sin cambiar su sentido esencial, que es el de reconocer los hechos como genocidio, es decir crimen contra la humanidad, sólo dejando abierto a debate el procedimiento exacto de los perpetradores, yo estaría cometiendo un delito, y ni Estrasburgo podría protegerme. El de «negación de genocidio» que abarca también poner en duda cualquiera de los detalles certificados como parte del suceso, incluso si no afecta a la visión total. Un delito tipificado en Alemania, en Suiza, en Austria, en Francia.

No en España, donde en 2007 el Tribunal Constitucional hizo suprimir dos palabras —“nieguen o”— del código penal de 1995. La ley sigue castigando a quienes “justifiquen” un genocidio, pero ya no a quienes lo nieguen. Porque decir que un crimen no ocurrió puede ser una opinión neutra, no quiere decir automáticamente que el autor esté pidiendo cometer ese crimen, explica el Constitucional. Con varios votos particulares que insisten en que sí, que si alguien niega algo es necesariamente porque quiere que vuelva a ocurrir. Curiosa doctrina ésta, que niega la capacidad del ciudadano de estudiar un hecho histórico y llegar a a determinada conclusión sin albergar automáticamente un ánimo criminal.

El ánimo criminal ha de perseguirse: sobre esto no existe duda en la jurisprudencia. Incitar a un delito es delito. Pero dudar de que el régimen de Asad sea responsable de los ataques con gas tóxico contra la población civil siria no es lo mismo que pedir el uso de gas tóxico contra civiles.

Desde luego, este debate teórico es estéril, porque la legislación europea contra la negación del holocausto se refiere expresamente a un único hecho histórico y nunca ha sido empleada —salvo raras excepciones precisamente en el caso armenio— contra ningún otro genocidio. Puede haber consenso de historiadores sobre las campañas de exterminio contra circasianos, asirios o bosnios, pero discrepar no es un delito. En el caso del holocausto judío, sí.

La frase que acabo de escribir ya podría perseguirse como delito en Alemania, porque he nombrado en el mismo párrafo cinco colectivos étnico-religiosos que fueron perseguidos y masacrados por el mero hecho de ser distintos al colectivo que ostentaba el poder. Como si pudieran compararse. Ahora bien, comparar el holocausto con otros hechos históricos se considera delito en seis países europeos que además de “justificar” o “negar” también tipifican “trivializar” o “relativizar” el genocidio cometido contra los judíos. Opinar que era sólo uno más de los muchos ocurridos en la Historia equivale a justificarlo, según la interpretación habitual en la práctica mediática y política de estos países. (Como si un asesinato se justificara alegando que hay mucho asesino suelto).

La ley define un único hecho en la Historia como incontestable e incomparable, divino

Esta legislación ya no sólo se arroga establecer, so pena de cárcel, una verdad histórica incontestable, de obligatorio reconocimiento, sino que va más allá: establece un único hecho en la Historia de la humanidad como incontestable e incomparable, divino por así llamarlo, mientras que todos los demás hechos pueden estar sujetos a debate.

Que esta legislación vulnera el principio de igualdad jurídica es obvio. De ahí los esfuerzos por conferir al genocidio armenio el mismo estatus. Si los defensores de esta tesis tienen éxito —el Tribunal de Estrasburgo ha admitido el recurso de Suiza en el caso de Perinçek y queda por ver qué decide —se abre la vía de reclamar igualdad de condiciones también para la protección jurídica de otros genocidios. Quizás de otras verdades históricas en general. Quizás se acabe reconociendo el derecho de cualquier país de establecer por ley cuáles de sus gobernantes en la historia deben obligatoriamente describirse como dictador, y cuáles no deben ser nunca llamados así.

Una ley contra la blasfemia es la demostración más obvia de que Dios no existe

Una investigación cuyo resultado está determinado de antemano por la legislación vigente no es una investigación sino una farsa. En el momento en que un periodista afirma algo sin tener la libertad jurídica de afirmar lo contrario, su oficio, que es el de la búsqueda de la verdad, deja de tener valor, se convierte en propaganda. Por eso, una legislación que castiga llegar a conclusiones divergentes no protege la verdad sino que la socava: hace ver que sólo bajo amenaza de cárcel se puede mantener en pie esa verdad. Al igual que una ley contra la blasfemia es la demostración más obvia de que Dios no existe.

Esto no quiere decir que yo tenga dudas sobre lo que ocurrió durante el genocidio judío. Sólo me reservo el derecho profesional y ético de dudarlo mientras dudarlo esté prohibido por ley. Porque un periodismo que abjura de su deber más sagrado, el deber de dudar, no merece su nombre. Mientras existan leyes contra la blasfemia, no tenemos más remedio que publicar las portadas de Charlie Hebdo. Mientras ciertos hechos históricos tengan estatus divino, no tenemos más remedio que blasfemar.

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