El machismo no es cosa de hombres
Ilya U. Topper
Dicen en mi pueblo que los hombres piensan con la polla.
El mes pasado se hizo pública una «Carta abierta a las diputadas del PP» para pedirles que votasen contra la ley del aborto que prepara su partido y que restringirá enormemente el margen para poner fin a un embarazo no deseado.
«Apelamos a vuestra condición de mujeres sensibles y conscientes de la gravedad del problema del que hablamos», reza la carta, firmada por Elena Valenciano, vicesecretaria general del Partido Socialista español. Al dirigirse sólo a diputadas, obviamente no apela a su condición de personas sensibles o conscientes – debe suponerse que hay hombres que tengan estas cualidades- sino a su condición de mujeres.
Al ser mujeres, estas diputadas defenderán mejor que los hombres los derechos de las mujeres: tal es el postulado de la carta. Un postulado que traiciona no sólo el feminismo sino el fundamento de la democracia.
Lo que la carta del aborto le pide a las mujeres del PP es que no sean fiables
Al ser mujeres, repito, defenderán ciertos derechos mejor que los demás. Harán una política distinta a los hombres. Tomarán sus decisiones no basándose en su ideología, como hacen ellos (una ideología patriarcal, cristiana, en este caso) sino movidas por otras consideraciones. Votarán en contra de la ideología a la que eligieron adherirse, porque son mujeres. Y como son mujeres, no piensan con la cabeza. Piensan con el coño.
Éste es el hilo de pensamiento que se deriva de cualquier acto político que apela a las mujeres a respaldar tal o cual iniciativa «por ser mujeres». Es el mismo pensamiento que durante siglos ha excluido a las mujeres de la política: se suponía que no iban a poder defender la ideología que eligieran representar sino que, sexo débil, iban a dejarse influir en su criterio por sus sentimientos, sus emociones. En otras palabras: no serían fiables.
Esto es precisamente lo que la carta del aborto les pide a las diputadas del PP: no ser fiables. No dejarse guiar por sus elecciones políticas conscientemente adoptadas. Porque a ellas, nadie las obligó a afiliarse al PP para entrar en política: debemos suponer que si eligieron este partido es porque están de acuerdo con sus planteamientos de derechas.
Es llamativo que sea una feminista – Elena Valenciano ha presidido la fundación de la mujer, entre otros cargos – quien lo proponga. Quien opte – entiendo que como recurso desesperado ante una ley nefasta, pero aún así – por apelar a que estas diputadas contradigan el concepto de igualdad de los sexos y actúen como mujeres, no como políticas. Cosa que a un hombre nunca se le pediría.
En esta sociedad en la que hombres por un lado y mujeres por otro forman bandos enfrentados, ambos son machistas
¿Solidaridad femenina? ¿Existe un mecanismo biológico por el que una mujer, de forma intuitiva, se vea impulsada a socorrer a otra mujer, más allá del acto reflejo que cualquier persona tendrá hacia su prójimo? ¿O es un reflejo adquirido en las sociedades en las que la represión patriarcal ha formado bandos en las que todos los hombres cierran filas contra todas las mujeres y viceversa? Pero esta es una estructura social que el feminismo está llamado a romper. No a fomentar.
Porque en una sociedad en la que hombres por un lado y mujeres por otro forman bandos enfrentados, ambos son machistas. Basta con darse una vuelta por Marruecos para comprobar que la solidaridad entre mujeres se limita a mantener las apariencias, a ocultar deslices, a proteger a quien corre riesgo de quedarse al descubierto, para proteger así el buen nombre de todas, para mantener intacta la ficción que ellas, todas ellas, son intachables. La ficción de que ellas cumplen con las normas que la sociedad les asigna. Que todas son decentes. Respetables.
Una mujer marroquí que se quede embarazada sin querer, desde luego podrá contar con esta solidaridad para un aborto clandestino, y aquí no ha pasado nada. Muy distinto sería proclamar a los cuatro vientos que quiere vivir como madre soltera. Ahí se acabará la solidaridad. El respaldo tácito entre mujeres no puede usarse para romper con lo que se supone que debe ser la mujer.
Pero el feminismo es precisamente esto: romper con lo que se supone que debe ser la mujer.
Y las normas que definen lo que debe ser una mujer, las mantienen y perpetúan tanto hombres como mujeres. En las sociedades patriarcales tradicionales las mantienen mucho más las mujeres que los hombres, porque a ellas les corresponde en gran medida la educación de los niños. Basta con un cálculo matemático: si el machismo fuera cosa de hombres, las mujeres, como mayoría de población que son, ya lo habrían erradicado. También basta con leer La casa de Bernarda Alba.
Ponen entre comillas «hombre feminista», como si el feminismo no fuera una ideología que se elige
Es lamentable ver que hasta hoy perdura la actitud de creer «feminismo» todo lo que haga una mujer. Hasta el punto de que algunas ponen entre comillas la palabra «hombre feminista», como si el feminismo no fuera una ideología conscientemente elegida por una persona, sino una condición genital. En la misma línea hay quien reivindica las «cualidades femeninas» de las mujeres en política. Sin ver que está dando la razón al machismo: si existen cualidades femeninas a la hora de negociar un acuerdo nuclear, también existirán defectos femeninos que impiden negociar uno pesquero. Abierta la puerta a las «cualidades femeninas» y la «predisposición natural», no faltará quién argumenta que las mujeres están predestinadas a cocinar en lugar de ser arquitectas.
Eso no es mejor que el anuncio que vi estas navidades, que proponía un método infalible para conseguir que las niñas se interesaran por temas «tan poco femeninos» como las matemáticas o la mecánica: acercárselos mediante casitas de muñecas de color rosa.
Pero atribuir a las mujeres una disposición especial para votar en el Parlamento a favor de las mujeres no es sólo una traición al feminismo. Es una traición a la democracia, dije arriba. Porque con ese mismo planteamiento se ha argumentado durante la época franquista contra el acceso de los gitanos o los homosexuales a los cargos públicos: «Ellos defenderán a sus iguales».
Se asume que un gay defenderá a los gays, una mujer a las mujeres. Cada cual a lo suyo, a los suyos
Este planteamiento rebaja la democracia al nivel de una danza tribal en la que se trata de derribar a quienes lleven la cara pintada de otro color. Un gay defenderá a los gays. Una mujer a las mujeres. Un africano a los inmigrantes. Cada cual a lo suyo, a los suyos. Para qué recordar conceptos tan abstractos, tan inexplicables como el bien común, los derechos humanos, la igualdad entre mujeres y hombres, los valores que una humanidad ilusionada alguna vez invocó como bien supremo, al margen de etnia, religión, sexo, creencia, color.
Esta democracia falseada no es una quimera: se ha convertido en realidad. Cuando Estados Unidos invadió Iraq en 2003, lo primero que hizo era prohibir el partido gubernamental Baaz —de medio siglo de tradición— e imponer un Parlamento transicional en el que se repartían los escaños por comunidades religiosas o étnica: tantos para chiíes, tantos para suníes, tantos kurdos, tantos asirios, tantos turcomanos.
Así se borró de un plumazo el concepto de ciudadanía, el derecho a reflexionar, elegir una ideología, defenderla en el Parlamento, argumentarla. Ser chií, ser kurdo, ser asirio no se argumenta. Se nace. Un Parlamento con cuotas es la negación del libre albedrío del ser humano, es la negación de lo que Bertolt Brecht llamaba «el mayor placer de la raza humana: el de pensar».
En los años 50 del siglo XX, este placer, el de pensar, idear una vía del futuro para la humanidad, razonarla, defenderla en la calle con pancartas – y ocasionalmente a pistoletazo limpio – había alcanzado países como Iraq, donde se peleaban a diario comunistas, liberales, nacionalistas y panarabistas. Cada uno con su particular visión de por dónde había que llevar el país. Cincuenta años más tarde, la ruleta rusa de ser ejecutado en un checkpoint mediante un tiro en la nuca depende de si en el carné uno lleva un nombre de pila de resonancia chií o suní.
Es este tribalismo el que asoma cada vez que alguien pide cuotas en cualquier institución
A esto lo llamaban democracia quienes pusieron sus fundamentos en 2003. No sorprende: hasta aquellos mismo años 50, grandes zonas de Estados Unidos segregaban los colegios, los cines, los autobuses según el color de la tez de los ciudadanos. Lo que no tiene perdón es que aún hoy lo repliquen como loros quienes hablen del «fracaso de la democracia» en los países árabes. Ha ocurrido todo lo contrario: ha triunfado el tribalismo impuesto por Estados Unidos.
Y es este tribalismo, la sociedad de castas, de seres predestinados, la que se asoma cada vez que alguien pide cuotas —de gordos, de negros, de homosexuales o de mujeres— en cualquier institución. Cada vez que alguien da por hecho que los cromosomas definen la opción ideológica que una persona pueda escoger en su vida. Cada vez que alguien pone, cual camisa de fuerza, por encima de cualquier otra consideración política, artística, laboral, un único hecho: el de haber nacido con un chichi.
Esto era el patriarcado. El feminismo era lo contrario. Era la libertad.
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