Así que pasen 40 años
Ilya U. Topper
Claveles rojos en los puños. Han pasado 40 años desde aquella madrugada en la que una emisora de radio se puso a tocar Grândola vila morena y miles de soldados, encabezados por oficiales de bajo rango, salieron de sus cuarteles, tomaron las calles de una Lisboa dormida, rodearon los edificios oficiales.
Fue un golpe de Estado, pero uno de izquierdas. Un golpe militar tan poco sangriento —si murió una decena de personas es mucho— y tan idealista que se le dio el hermoso nombre de Revolución. Justificado: tras décadas de dictadura, aquellos versos de Zeca Afonso, “O povo é quem mais ordena / dentro de ti, ó cidade”, escritos varios años antes, se cumplieron. El pueblo perdió el miedo a la policía secreta, debatía en las plazas, acabó montando una democracia. Bajo una tutela militar de jóvenes mandos, los Capitães de Abril, que muy pronto se retiraron.
Era una revolución, porque no se trataba simplemente de cambiar a quienes ejercían el poder y ni siquiera de modificar únicamente el sistema. Los militares tenían un programa político que iba más allá del restablecimiento de la República. No todos tenían el mismo. Algunos querían ver una Portugal convertida en un país estrictamente marxista, una dictadura del proletariado. Otros querían una democracia parlamentaria socialista. Éstos ganaron.
Ganaron y el país se fue por la senda de todas las democracias parlamentarias europeas: el más criticable de todos los sistemas políticos -en esto reside su grandeza- , el mejor que se puede comprar con dinero. Afloró aquí y allá un poco de nostalgia por el dictador Salazar, que tenía fama de hombre recto (un asesino honrado siempre inspira más simpatía que un carterista embaucador) pero en conjunto, Portugal era el luminoso ejemplo de que la Historia se puede escribir sin sangre. Y que no todas las revoluciones acaban mal.
Quizás haya sido el único ejemplo. Quizás por eso daba tanta emoción salir a la calle con un clavel rojo cada 25 de Abril. Pensar que la revolución es posible, por mucho que la Primavera al sur del Mediterráneo parece demostrar lo contrario.
Pero estos últimos años, cantar Grândola vila morena ha dejado de ser un acto de conmemoración. Los Capitães de Abril han dejado de ser una película de Maria de Medeiros y han vuelto a adquirir nombre y rostro y entidad política: bajo este término pugnan por hablar en el Parlamento los viejos militares que entonces eran jóvenes e idealistas. Y que hoy, 40 años más tarde, ya no se reconocen en el país que ellos ayudaron a definir.
Portugal era el luminoso ejemplo de que la Historia se puede escribir sin sangre
El actual poder político, dice la declaración oficial de los veteranos revolucionarios-golpistas, ya no refleja el régimen democrático heredado de la revolución, está en contra del 25 de Abril, sus ideas y valores. Y Otelo de Saraiva, uno de los estrategas de aquella madrugada de primavera, ya ha dejado dicho que de saber hasta dónde iba a llegar el país, nunca habría hecho la revolución.
Porque esto no lo pudo imaginar nadie, ni los militares que dieron el golpe, ni el pueblo que los aplaudió en las calles de Lisboa y les lanzaba claveles rojos: que Portugal, liberada de una dictadura, iba a acabar bajo el mando supremo de los bancos internacionales. Que en lugar de encontrar em cada rosto igualdade, sólo habría cifras de desigualdad creciente. Y que nada pudiera hacerse, porque el pueblo ya no es quem mais ordena: ha perdido la soberanía.
Sí: el gobierno portugués no tiene derecho legal de tomar una decisión tan sencilla como la de aumentar el salario mínimo, sin antes pedir el visto bueno de la Troika. Es decir, el permiso de los dueños de las finanzas, los magnates del capital. Costó cien años, contados desde la revolución industrial, para que el pueblo portugués pudiera darse un gobierno que lo protegiera contra la explotación. La primera medida, tomado aquel mismo año de 1974, fue la de instaurar un salario mínimo.
La primera medida del gobierno socialista fue la de instaurar un salario mínimo, superior al de hoy
Este salario mínimo, calculado en su valor de compra, era superior al que se cobra hoy. Congelado desde 2011. Fue el último gobierno socialista, atormentado por los acreedores, acosado por una estrategia de acoso y derribo financiero, el que firmó las condiciones de rescate que impiden subirle la paga al trabajador. Al mes lo pagó en las urnas. Ganó la derecha. Condenado a perder, mejor ser amigo de los poderosos, parecen haber pensado muchos.
Otros vuelven a salir a la calle. Con claveles rojos, con el puño en alto, con más rabia y más tristeza que nunca, a cantar Grândola. Hay quien lleva en los labios el nombre de los capitães de aquel luminoso mes de abril. Hay quien desea que vuelvan y que repitan la hazaña. Porque eso no era. Así no iba a ser. Cuarenta años han durado los sueños de una sociedad más justa, pero los han ido robando, poco a poco, cual carteristas, y hoy no queda ninguno: todos están encerrados en alguna caja fuerte de la City de los banqueros, bajo siete llaves. Han privatizado hasta la sombra de la azinheira. Sólo quedan las flores.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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