Talibán: el buen salvaje
Ilya U. Topper
“Las tropas de Estados Unidos se retiran y los talibán podrían recuperar Afganistán en seis meses o un año”, leí cuando volví de vacaciones, arrancando agosto. Una semana más tarde, el plazo eran tres meses. El sábado faltaba un mes para que llegasen a las puertas de Kabul. Cuando me desperté el domingo ya estaban en la periferia de la ciudad. Al mediodía, el presidente afgano, Ashraf Ghani, huía en avión y se preveía un plazo de pocas semanas para negociarse un gobierno interino. Antes de acostarme, vi en televisión a los dirigentes talibán en los sillones del palacio presidencial.
No, no tengo las claves. Nunca estuve en Afganistán, no conozco el país. Eso sí, me crié escuchando en la radio la lucha de los guerrilleros afganos contra tanques soviéticos, helicópteros y minas antipersona. Eso fue antes incluso de que se les empezara a llamar muyahidines. Aún no había filmes de Hollywood, y yo no iba al cine aún. Tardé décadas en enterarme de quién era Rambo. Si en casa se comentaban las victorias de Ahmed Shah Masud, el león del Panshir, era por un familiar que había vivido en Afganistán antes de que yo naciera. Lo vi llorar el día que los cazabombarderos soviéticos aterrizaron en el aeropuerto de Kabul, la Nochebuena de 1979.
Con el tiempo se aprenden cosas. Aprendí que aquello no era una invasión soviética surgida de la nada: ya había un gobierno comunista en Kabul. Había partidos, había una parte del pueblo afgano que quería reformar profundamente su sociedad tribal, religiosa, patriarcal, y se orientaba en el modelo marxista para hacerlo. Había otra parte, por supuesto, que no quiso y que se alzó en armas: hubo una guerra civil antes de que ninguna potencia extranjera interviniese.
La operación militar soviética derrocó el gobierno comunista y acabó con la vida del dirigente marxista
Aprendí que es falso lo que dicen algunos: que Moscú solo acudiera al rescate de un gobierno comunista asediado. La operación militar soviética derrocó el gobierno comunista y acabó con la vida del dirigente marxista, Hafizulá Amin (quien había tomado el poder año y medio antes en un golpe, acabando con la vida del presidente socialista, Mohamed Daoud Khan, que había tomado el poder cinco años antes en un golpe que acabó con el reinado, pero no con la vida, del rey reformista Zahir Shah). Pusieron en su lugar a otro dirigente comunista traído desde el exilio: desde ese día no ha vuelto a haber nada que a la vez mereciera los calificativos de gobierno y afgano.
También aprendí que Ahmed Shah Masud era islamista: era de la primera generación de jóvenes que creían en la religión como fundamento de la política: ya había protagonizado una revuelta armada contra Daoud Khan. Dentro de la pléyade de comandantes barbudos que luchaban contra los soviéticos —el profesor Burhanuddin Rabbani, Abdul Rasul Sayyaf, Gulbuddin Hekmatyar —era seguramente el menos islamista: probablemente apenas se habría diferenciado de cualquier presidente egipcio, iraquí o argelino de hoy día: en esos 50 años transcurridos, el islamismo político que entonces surbió como idea revolucionaria en las universidades de medio mundo, de Kabul a Casablanca, se ha convertido en la nueva normalidad.
Masud consiguió vencer a los soviéticos con ayuda de las armas estadounidenses, aquellos que llevaba Rambo en el cine y, en la realidad, un joven estudiante de negocios formado en Oxford, de encantadores modales, llamado Osama bin Laden, enlace entre Arabia Saudí y los servicios secretos de Pakistán: Afganistán se había convertido en un campo de batalla de la Guerra Fría, como lo había sido una década antes Vietnam. Pero esta vez ganó el bando de Washington, que empezaba a poner en práctica su estrategia de ponerle sitio al comunismo en Asia mediante el fomento de los movimientos islamistas. No hay arma más eficaz contra hoz y martillo que Dios en persona.
Con Irán metiendo dinero por un lado y Arabia Saudí por el otro, Kabul fue quedando en ruinas
El día que el último tanque soviético abandonó los montes afganos, mi familiar lloró de nuevo. Esos diez años de disparos y bombardeos no habían sido más que los preliminares, dijo. La guerra de verdad iba a empezar ahora. Conocía Afganistán.
La guerra de verdad empezó con Gulbuddin Hekmatyar, islamista radical, saboteando el gobierno islamista de Masud y sus aliados. Con Irán metiendo dinero por un lado y Arabia Saudí por el otro, Kabul fue quedando en ruinas. En 1994, Pakistán se arremangó: lanzó una nueva milicia que iba a poner fin al caos. Su arma secreta: eran más islamistas que los islamistas más radicales de Afganistán. Se hacían llamar talibán: estudiantes.
Ahmed Shah Masud, último en hacerles frente, podría haber pasado a la historia como un heroico luchador antiislamista. No tuvo oportunidad. A los 48 años de edad lo mataron mediante una bomba camuflada dos agentes que se hacían pasar por marroquíes de Bélgica. Dos días más tarde cayeron las Torres Gemelas en Nueva York. Y cuatro semanas más tarde, los cazabombarderos norteamericanos sobrevolaron Kabul.
A diferencia del Kremlin, la Casa Blanca tuvo que justificar ante los votantes el gasto de dinero público en aventuras geopolíticas. Utilizó no solo el argumento de las Torres Gemelas —de repente, aquellas milicias afganas armadas por Pakistán, gran aliado de Estados Unidos, eran “terroristas”— sino también a las mujeres afganas. El Ministerio de Exteriores estadounidense denunciaba “la guerra de los talibán contra las mujeres”, relatando cómo los milicianos disparaban a madres que salían solas a la calle, así fuese para ir a llevar al niño al hospital. Laura Bush, esposa del presidente, aseguraba que la invasión era “una guerra también por los derechos y la dignidad de las mujeres”.
Lo que Bush y su marido se cuidaban de añadir era que la ideología talibán, terrorista en cuanto a igualdad de mujeres y hombres —se imponía mediante la amenaza de muerte— era apenas una versión embrutecida de la ideología oficial de otro de los grandes aliados de Estados Unidos: la wahabí de Arabia Saudí. Una ideología que en aquella década empezó a usurpar el nombre del islam y hacerse con el poder en las mezquitas de medio mundo y de toda Europa. Con el entusiasta apoyo de los dirigentes europeos de todo el espectro político, que proclamaban aquello como “islam moderado”: si no secuestra aviones ni dinamita rascacielos es moderado.
Si Estados Unidos es imperialista, y lucha contra el burka en Afganistán, entonces el burka es antiimperialista
La utilización de las mujeres afganas para justificar la guerra contra los talibán se convirtió así en arma para fomentar la expansión de la ideología talibán desde la izquierda política: si Estados Unidos es imperialista, y lucha contra el burka en Afganistán, entonces el burka es antiimperialista. Por lo tanto, lo propio de la izquierda es reivindicar el burka como símbolo de los heroicos pueblos levantados contra el colonialismo de Washington.
“Pensar que esta prenda es patriarcal y que las mujeres no tienen manera de redomarla es una mirada totalmente colonial”, dijo una mujer que fue paseada por las redacciones españolas como símbolo del feminismo “interseccional”, Brigitte Vasallo. Y no era por desconocer el régimen talibán: “En Afganistán hay grupos de mujeres que hacen teatro social y están amenazadas, por lo que el burka les sirve para que no les reconozcan en la calle. El velo les da privacidad”, subrayó.
En otras palabras: esconderse para no ser ejecutada a tiros, estar sometida a las normas patriarcales de una milicia ultrarreligiosa sin siquiera poder cuestionarlas, desaparecer del espacio público como única opción para seguir viva, era lo que Vasallo y sus allegados entendían como vida “empoderada” de una mujer, vista sin mirada colonial: “Las luchas por el derecho a llevar el velo y el velo integral en Europa me parecen un ejemplo de los procesos emancipatorios propios de las mujeres musulmanas”. Sí, Vasallo sigue escribiendo en Pikara Magazine, una revista que se presenta como portaestandarte del feminismo de izquierdas. Ya sé que cuesta creerlo.
Desde luego, la guerra de Afganistán, armas, religión, fanatismos, gas natural, minerales, alianzas, juegos de ajedrez geopolítico para debilitar al adversario, no se ve influida por lo que una semiconversa española, una revista o un partido entero piense sobre el burka. Las mujeres afganas nunca fueron más que un pretexto. Pero mediante la geopolítica de Afganistán se han justificado discursos que marcan la vida de decenas de miles de mujeres españolas: las nacidas en familias que se consideran musulmanas.
El concepto de “colonialismo” se ha convertido en una herramienta, en un arma arrojadiza de quienes luchan contra los derechos humanos universales. Contra los “laicos derechohumanistas”, como los llama la española Shirin Adlbi, en su libro “La cárcel del feminismo”, tildando de “feminismo occidentalocéntrico colonial” a cualquier ideario, así sea propio de feministas marroquíes, que no considere el velo —es decir: la obligación de ocultar los atractivos sexuales de la mujer, por ejemplo su pelo, ante la mirada de los varones— como un acto voluntario de mujeres que “resignifican su liberación a través del hiyab como una preinscripción islámica liberadora”.
Vasallo y los talibán estarían de acuerdo. Porque el burka afgano y el niqab saudí son solo la continuación consecuente del hiyab: no solo el pelo es sexual, la boca y los ojos también lo son. O viceversa: el hiyab es la versión light, apto para convencer a las académicas europeas de las bondades de ir tapada como gesto de rebelión antiimperialista.
El buen salvaje se somete a las leyes de su tribu: no se le ocurre tener derechos individuales, ir por libre
Tachando de “colonial” e “imperialista” el concepto de la igualdad entre mujeres y hombres, los derechos de los individuos frente a cualquier comunidad, esta corriente ha convertido en expresión natural de la humanidad, en propio del ‘buen salvaje’, la estricta segregación de mujeres y hombres, el destierro de las mujeres de la esfera pública, o al menos su invisibilización simbólica mediante un uniforme llamado hiyab que las convierte a todas en iguales: en muñecas caracterizadas como objeto sexual sustraído cautelosamente a la mirada masculina agresora.
El buen salvaje se somete a las leyes de su tribu: no se le ocurre tener derechos individuales, ir por libre. “Yo pertenezco a mi familia, a mi clan, a mi barrio, a mi raza, a Argelia, al islam”, escribió la francesa Houria Bouteldja en 2016; no es casualidad que su movimiento, cortejado por la izquierda francesa, se llame “Indígenas de la República”. Los indígenas son los buenos.
Que los talibán no son los indígenas de Afganistán sino una fuerza ideológica, teológica y militar formada en madrazas de Pakistán con dinero de Arabia Saudí parece ser lo de menos. Los pakistaníes también son indígenas y, por lo tanto, buenos. Sobre todo desde que sus movimientos ultrafundamentalistas, como Minhaj al Quran (traducido en España como Camino de la Paz en lugar de Camino del Corán) se han hecho con el dominio de la comunidad inmigrante paquistaní en Europa, dejando en bragas a los corrientes salafistas de otras comunidades.
No, no hace falta ir a Afganistán para ver a mujeres que tienen prohibido bailar. Basta con Barcelona. Cuando la presidenta de una asociación de mujeres paquistaníes catalana escenificó un baile tradicional paquistaní en un festejo municipal, y los patriarcas de la “comunidad” distribuyeron el vídeo para denunciarla como indecente y mujerzuela, los portavoces del Camino del Corán lo tuvieron claro: “Ella sabrá lo que hace”.
Eso fue en 2012, y por supuesto hoy, los políticos españoles siguen cortejando como “moderados” a la mezquita Camino de la Pau. Por no poner bombas y por participar en actos interreligiosos con cristianos: indígenas del mundo, uníos. Contra los laicos derechohumanistas, cabría añadir.
Por eso es tan hipócrita la repentina oleada de proclamas, manifiestos y cartas abiertas que exigen hacer algo por las mujeres que están cayendo hoy, en estas precisas horas, en manos de los talibán en Afganistán. Yo mismo he firmado varias. Incluso una, promovida por las grandes figuras admiradas de mi juventud, de Maruja Torres para abajo, que pide al mundo pedir a los talibán que permiten a las mujeres exiliarse. Menos da una piedra. Otra, más sensata, promovida por el Fórum de Política Feminista, pide al Gobierno español “facilitar las medidas de asilo y refugio en nuestro a país y en la UE a las mujeres afganas”. Firmar, por supuesto, tampoco es mucho más que un brindis al sol.
Los talibán no son el buen salvaje, ni tampoco son simplemente salvajes: tienen una ideología
Me temo que desde donde estamos, estimada lectora, incluso en el improbable caso de que me lean ministras y presidentes del Gobierno, muy poco podemos hacer para evitar que los talibán conviertan en un infierno la vida de las mujeres en Kabul, y digo Kabul porque no creo que en esas décadas de ocupación estadounidense, Afganistán en general haya distado mucho de ser un infierno para las mujeres. Lo cual no es solo culpa de los talibán, y ni siquiera de Ahmed Shah Masud. La sociedad pastún de Pakistán y, a través de ella, la de Afganistán, lleva tiempo marcada por la corriente fundamentalista deobandi, creada en la India a mediados del siglo XIX, que poco se diferencia de la secta wahabí: aquí, la misión fundamentalista no data de hace treinta años, como en Marruecos, sino de hace ciento treinta. No todo salvaje es bueno.
Ni todo civilizado es bueno: tras cuarenta años de ocupación extranjera, soviética y estadounidense, ya sabemos que bombardear un país no hace avanzar los derechos humanos. Y visto el papel activo de Washington en la destrucción sistemática de todo resquicio de democracia en Iraq, nadie en su sano juicio podrá pedir la vuelta de los cazas norteamericanos a Kabul para salvar a las mujeres.
No, no tengo la solución. Solo tengo una esperanza: quizás sirvan el dolor, la rabia, la sensación de impotencia ante el terror al que será sometida a partir de hoy toda mujer afgana, para hacernos reflexionar. Porque si ya sabemos que los talibán no son el buen salvaje, nos queda reconocer que tampoco son simplemente salvajes: tienen una ideología. Siguen una doctrina concreta. Una doctrina religiosa y machista inventada en el siglo XVIII, cuyos doctores están en Riad y en Qatar, en El Cairo, en Londres y Barcelona y que han pagado hasta la última loseta de la mezquita de barrio en el que vive usted, lectora, y por supuesto cada centímetro de tela que llevan en la cabeza las mujeres con los que usted se cruza por la calle. Para difundir el terror ideológico no hacen falta fusiles de asalto: basta con prédicas, televisores y petrodólares. Y con conversos y conversas que denuncian en las redes como “islamofobia” todo intento de mujeres, marcadas al nacer como musulmanas, que se rebelan contra esa ideología moderna, uniéndose bajo el grito de #NoNosTaparán.
Afganistán lleva cuarenta años perdiendo la guerra. Quizás aún no sea tarde para, al menos, dejar de respaldar a los talibanes de nuestro barrio en su guerra contra las mujeres que creen suyas..
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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 18 Ago 2021
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