El salvapatrias
Ilya U. Topper
Una mano negra clava un hierro en una polea. La gran bandera de Turquía planea bajando, plegándose. Una voz de barítono llama a la ciudadanía. Y la ciudadanía abandona lo que se trae entre manos, desde campos, mares, calles y plazas afluye corriendo hacia el mástil, forma una pirámide humana, tira de un cabo, la bandera vuelve a erguirse, flota orgullosa. Vote AKP.
Fue el anuncio del partido islamista de Turquía – en el poder desde 2002 – en las elecciones municipales de 2014. El lema: La nación no se rinde. Ganaron (con un 45,6 por ciento). La comisión electoral obligó a modificar el anuncio días antes: la ley prohíbe utilizar en las campañas electorales los símbolos de la nación o la religión. Pedir el voto bajo el símbolo de toda la nación, arrogándose el monopolio de la bandera, era ilegal.
Turquía está en grave peligro, amenazada por manos negras y Erdogan es el elegido para hacerles frente
Pero precisamente de eso se trataba. Este es el papel que se ha ido asignando el entonces primer ministro y hoy presidente, Recep Tayyip Erdogan: el de salvador de la patria.
Cada discurso – y son diarios – repite el mismo mensaje: Turquía está en grave peligro, amenazada por manos negras que intentan destrozarla, y él es el elegido para hacerles frente. Dice “Nosotros”, pero es un nosotros que podría ser mayestático, de tanto que se limita a “Yo y quienes van conmigo”. Y basta un movimiento en falso para ya no formar parte de ese nosotros.
Lo experimentó el primer ministro de Turquía, Ahmet Davutoglu, la semana pasada, cuando tuvo que anunciar su dimisión (será efectiva el domingo 22 de mayo, en el congreso extraordinario del AKP, convocado para ese día). Davutoglu puso gran cuidado aún en su despedida en afirmar su inquebrantable lealtad a Erdogan y su inalterable respaldo a la unidad del AKP. De nada sirvió: las sedes del partido ya han empezado a arrancar su fotografía de las fachadas.
¿Cometió errores Davutoglu? No. Precisamente ese fue el error: lo hizo demasiado bien
Fue el propio Erdogan, fundador del AKP en 2001, quien escogió a Davutoglu en 2014 y lo nombró sucesor suyo al frente del partido y en el cargo de primer ministro, cargo que Erdogan abandonó aquel año para obtener, en las urnas, el de presidente de la nación. Y desde entonces, Davutoglu se ha esforzado en ser un fiel reflejo de su mentor, imitando hasta su particular manera de entonar frases altisonantes en los mítines. De nada sirvió.
Que era una decisión forzada lo dijo el propio Davutoglu, al lamentar la falta de respaldo en su propio partido, que el 29 de abril le retiró el poder de nombrar cargos locales de la formación. “Que mi turno en el cargo no haya llegado a los cuatro años (de una legislatura) no ha sido elección mía: es el resultado de un imperativo». Ahí quedó. Y no sólo las malas lenguas de la oposición, también la prensa que hace de portavoz de Erdogan, habló de una “lucha de poder” entre presidente y primer ministro, zanjada a favor del primero.
¿Cometió errores Davutoglu? No. Precisamente ese fue el error: lo hizo demasiado bien. Se ganó fama y prestigio de ser un buen político, un gestor eficaz, un interlocutor fiable para los políticos europeos, un sólido valor para los inversores extranjeros. Alguien preferible a Erdogan, en todo caso, ante cuyas salidas de tono y teorías económicas estrafalarias tiemblan los mercados. Y por eso tuvo que desaparecer.
Hoy, los enemigo de Turquía son “los izquierdistas, ateos, terroristas”, formuló Erdogan en 2014
Porque para salvar la patria en tiempos de guerra hace falta disponer de un poder ilimitado, absoluto, sin contrapesos. Lo que los antiguos romanos llamaban dictador. En la deficinión de la Real Academia: “Magistrado supremo y temporal que se nombraba en tiempos de peligro para la república”. Es con esa misma acepción, entonces aún sin la connotación negativa que tiene hoy, unos cuantos genocidios después, con la que la prensa española llamaba en 1922, con indisimulada admiración, “dictador” a Mustafa Kemal, luego conocido como Atatürk: alguien que salvó los restos del Imperio otomano del hundimiento y estableció una nación nueva.
En 1922, Anatolia estaba rodeada por ejércitos que pugnaban por hacerse con el territorio. Hoy, Erdogan dibuja la misma imagen de un país amenazado. No es nuevo: continua el discurso con el que durante décadas se ha adoctrinado a los colegiales turcos en clase de geografía: Turquía es un país rodeado por mares y por enemigos.
Pero hoy, estos enemigo son “los izquierdistas, ateos, terroristas”, como lo formuló Erdogan en 2014. Y si las elecciones se ganaron, fue gracias al apoyo que le han conferido los rezos de los musulmanes en El Cairo, Sarajevo, Pakistán y Kabul. Dijo.
Es decir, Erdogan no es el salvador de la patria turca sino de la ‘umma’, la comunidad de todos los musulmanes del globo.
Este discurso desmiente, rotundamente, lo que muchos pensábamos hasta la década pasada: que el AKP era un partido islamista “moderado”, que había encontrado la fórmula de combinar una visión religiosa con el laicismo constitucional de la República. Quienes sostenían lo contrario, afirmando que era una mera piel de cordero para un lobo islamista feroz, se veían descalificados como nostálgicos del poder militar que varias veces había puesto freno a las aspiraciones de partidos islamistas precedentes. Hoy, muchos intelectuales entonan el mea culpa: El AKP nunca fue moderado. Fue cauteloso.
El partido no tiene un líder, el líder tiene un partido
Esto, por supuesto, es algo común a cualquier partido religioso: no existe un dios relativo. Dios siempre es absoluto, y las Escrituras sagradas son inmutables, o no son sagradas. Sólo que en otros países europeos existen mecanismos de freno a las aspiraciones absolutistas. Como existían en Turquía. Pero aquí se están desactivando. Con el respaldo de las urnas, por el electorado que se ha dejado convencer por el discurso del AKP.
El término dictador, en este sentido romano, es cierto en más sentidos: no era alguien que tomaba el poder por las armas sino que era nombrado por el Senado que renunciaba a sus atribuciones para así dejar vía libre al salvador. Eso es exactamente lo que ha ocurrido en Turquía: en el sistema parlamentario, el presidente no tiene poder ejecutivo alguno. Es el AKP, un partido que cuenta con algo más del 40 por ciento de los votos, el que ha decidido entregar todo el poder a su fundador, Erdogan. El partido no tiene un líder, el líder tiene un partido.
La Carta Magna debe reconocer los hechos ya consumados, proponen altos cargos del AKP
Filtra la prensa turca que cuando Davutoglu buscaba apoyos ante la repentina muestra de desconfianza, los gerifaltes del partido le aclararon: “Reconocemos a un único líder legítimo, y es Recep Tayyip Erdogan. Quien no está de acuerdo, puede irse”. Eso, aunque Erdogan ya no es miembro del AKP: tuvo que devolver el carné por mandato constitucional cuando ganó las elecciones presidenciales. Porque el presidente, acorde a la Carta Magna, es neutral y equidistante a todos los partidos. Lo que no le ha impedido a Erdogan dar mítines – camuflados como inauguraciones oficiales o actos institucionales – todos los días en las dos campañas electorales de 2015 a favor de “nosotros” y contra los “enemigos de la nación”.
El próximo paso será reformar la Constitución, como insistentemente pide Erdogan, para entregar todo el poder al presidente. Un poder que ya ejerce. Lo que hace falta, han llegado a decir altos cargos del AKP, es simplemente adecuar la legislación a la realidad. La Carta Magna debe reconocer los hechos ya consumados, proponen.
Una reforma constitucional exige una mayoría de dos tercios en el Parlamento, 367 escaños, lejos de los 317 de los que dispone el AKP. Para convocar un referéndum hacen falta tres quintos, aún 13 por encima del actual reparto. Dos soluciones se dibujan: Una es una alianza con el partido ultranacionalista MHP, que hasta ahora se ha negado en redondo a las pretensiones del superpresidente, pero que podría cambiar de opinión, si bien sus 40 diputados sólo alcanzarían para el referéndum.
En la guerra uno no puede reparar en nimiedades como los derechos humanos
Otra opción es la aventura de nuevas elecciones, un insistente rumor de momento desmentido por los círculos del poder; el reciente pedido de 450.000 sellos para papeletas por parte de la autoridad electoral ha sido explicado como “simple rutina”. Lo que nadie cree es que el Erdogan renunciará a modificar las reglas del juego hasta la próxima cita con las urnas, en 2019. La patria no puede esperar.
La patria del 45 por ciento de los turcos. El resto, dividido entre socialdemócratas (25 por ciento), ultranacionalistas (12 por ciento) e izquierdistas y kurdos nacionalistas (11 por ciento) observa impotente, mientras las instituciones democráticas se van erosionando a marchas forzadas. La Judicatura independiente ya es un lejano recuerdo. Estamos en guerra (contra izquierdas, ateos, terroristas), y en la guerra uno no puede reparar en nimiedades como los derechos humanos.
Eso tampoco es nada exclusivo de Turquía: no son distintas las medidas implantadas para Estados Unidas, pero también países como Reino Unido, que han ido eliminando las garantías constitucionales para sus ciudadanos con la excusa de hacer frente al “terrorismo”. En este sentido. Turquía sólo se ha adelantado, con menos pudor, a una corriente política general de nuestra década que se va imponiendo en toda Europa.
Parece que Luis XIV nunca dijo “El Estado soy yo”. Pero si hay alguien que lo expresa, en cada mitin, es Recep Tayyip Erdogan. El fundador de una nueva Turquía. Como lo fue Atatürk en 1923. Pero bajo el signo opuesto de la Historia.
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