El virus y los espárragos
Ilya U. Topper
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Más que una pandemia, este virus parece una panacea: nos va a liberar de la contaminación, nos va a hacer más ecológicos, más solidarios, más socialistas (¡esa salud pública!), quizás incluso nos haga menos machistas (los hombres ¿aprenderán a fregar durante el confinamiento?) y, por qué no, vegetarianos (eso de comer murciélagos es una crueldad). En una palabra: todo lo que la humanidad no ha conseguido en un siglo, donde han fracasado Greenpeace, las feministas y los sindicatos, nos lo va a resolver en un par de meses el virus.
La verdad es que la visión seduce. A quién no le gustaría recostarse en el sofá y dejar que el virus le haga el trabajo. Personalmente no espero mucho más que esa oleada de divorcios que inundará los juzgados a finales del confinamiento: cuarenta días de convivencia forzosa deberían bastar para demostrar que la pareja monógama simbolizada por dos mitades de naranja pegadas a perpetuidad no era lo mejor que pudo inventar la humanidad. A ver si se acaba por fin lo de “Mi novio tal” o “mi novia cual” a todas horas. El desamor nos hará libres.
Probablemente, gran parte de la derecha europea espere justo lo contrario: una saturación de las clínicas ginecológicas. Como todo el mundo quiere que el coronavirus le resuelva la papeleta, los de derechas soñarán con una oleada de embarazos, fruto de no tener nada mejor que hacer durante cuarenta días encerrados con esa media naranja. Tal vez, ojalá, deben pensar, la pandemia sea la panacea que dispare la natalidad en España por encima de ese 2,1 que permite mantener la población: ahora estamos en el 1,3. En otras palabras, nos estamos extinguiendo con rapidez, y no ha sido el coronavirus.
El virus ha dejado nuestra sociedad con las vergüenzas al aire: sin moros no hay hortalizas
A ver si la pandemia deja buen recuerdo al menos en ese aspecto, y la gente le coge el gusto a eso de tener hijos, deben de pensar en la derecha. Y podamos llenar con españoles nativos todos esos puestos de trabajos vacantes que ahora nadie quiere. Porque de lo contrario, nuestro discurso de Los inmigrantes nos quitan el trabajo, La inmigración destruye la nación, Moros fuera etcétera quedará un poco en ridículo. En espantoso ridículo. Eso es otro efecto del coronavirus.
El virus ha dejado nuestra sociedad con las vergüenzas al aire, desde las residencias de ancianos y la privatización de la salud hasta las hortalizas de nuestra mesa. Resulta que sin moros no hay hortalizas.
Los primeros en darse cuenta de que este año se iban a quedar sin espárragos fueron los alemanes, por supuesto: organizaron rápidamente decenas de vuelos chárter para 80.000 temporeros de Rumanía, Bulgaria o Polonia durante abril y mayo. Luego fue Reino Unido, recién y orgullosamente separado del continente europeo no solo por un canal marítimo sino también, desde el 1 de febrero, por leyes fiscales y laborales. Necesitan 90.000, según clama la industria. Los aviones no tardaron en llegar. En Irlanda están igual de preocupados: faltan los freseros de Eslovaquia. En Italia, las patronales agrícolas estiman que necesitan 250.000 personas o hasta 370.000 para cosechas y viñedos. La mayoría también vienen de Rumanía. En Alemania se habla de 300.000, en Francia de 200.000 temporeros imprescindibles para el ciclo anual de faenas agrícolas.
Almería tiene mano de obra constante, porque los jornaleros viven bajo los plásticos
También en España, la cifra es de 300.000 temporeros anuales, la mitad extranjeros. Este año faltan unos 80.000, según el Gobierno —150.000, dice la patronal ASAJA— y se están haciendo malabarismos para extender contratos temporales de migrantes y permitir el trabajo a solicitantes de asilo a partir de los 18 años. Por lo que veo se ha dado marcha atrás a la solución más cínica: enviar al campo a menores no acompañados de los centros de acogida, pero con la cláusula de devolverlos a la irregularidad y la amenaza de expulsión una vez que termine la cosecha.
En comparación con el resto de Europa, observa el diario New York Times, España está menos afectada: solo el fresón de Huelva depende de las temporeras marroquíes (faltan 11.000 de las 17.000 solicitadas). Los invernaderos de Almería, dice, tienen provisión de mano de obra constante, porque los jornaleros viven en el lugar. Es decir, en las plantaciones. Bajo los plásticos. El diario no explica por qué, pero ustedes y yo lo sabemos: porque las vallas de Ceuta y Melilla impiden que se vayan.
El coronavirus ha desnudado, por fin, la realidad tras los discursos políticos: esas vallas, que tanta tinta han hecho correr, junto con la sangre de quienes se desgarraron las manos en ellas, no sirven para que no entren jornaleros a Europa. Sirven para que no se nos vayan. Para que estén siempre que los necesitemos, sin opción de regresar unos meses al año a casa. No vaya a ser que no quieran volver luego a los invernaderos.
Porque ese mito de que Europa no quiere más inmigrantes, ese mito espero que usted no se lo haya creído. Llevo diciéndolo tiempo, pero si no me ha creído hasta ahora, créaselo al coronavirus.
Por intentar que no quede. Desde Alemania a Inglaterra y Francia se han lanzado campañas para atraer al campo a trabajadores nacionales, apelando al sentimiento de sacrificio por la patria y los sueldos (9 euros la hora en Alemania, 10 libras en Inglaterra, más pluses). Hubo un inmenso éxito en respuestas entusiastas. Lo que hubo mucho menos era gente que efectivamente llegó al cortijo para agarrar el azadón. Menos aún hubo quien aguantara más de dos días. No estaban acostumbrados.
Lo que llamamos altas cifras de paro en Europa es la disparidad entre los trabajos que se necesitan hacer y los trabajos por los que nos hemos preparado en la universidad. No sé si decir que estamos todos sobrecualificados. A menudo, los que no aguantaron dos días eran los espárragos: para manejar un cuchillo de cosecha no basta con la buena voluntad. No sabemos trabajar el campo, y no tenemos mucha intención de aprenderlo, aunque luego tengamos la soberbia de clasificar a rumanos, magrebíes y senegaleses como ‘mano de obra no cualificada’.
La ultraderecha alemana se atribuye el mérito de aprobarse la importación de jornaleros
Créase que todo el discurso de la ultraderecha respecto a que viviremos mejor sin inmigrantes es una tomadura de pelo de la que ellos se ríen en secreto. No es novedad que los empresarios con mano de obra inmigrante son los primeros en votar a Vox —ellos saben que el postureo antiinmigración es eso, postureo— pero tal vez le sorprenda que ya ni los partidos lo ocultan. Cuando la coalición socialista-conservadora de Alemania aprobó los vuelos chárter para traer a temporeros ¿qué dijo el partido de derecha liberal FDP? Que era una “locura” limitarlo a solo 40.000 al mes.
La AfD, el partido de la ultraderecha alemana (tercera fuerza en el Parlamento con un 12% de los votos) —ese mismo partido que lleva en su programa un llamamiento a fomentar familia tradicional, maternidad a tiempo completo y natalidad para así poner freno a la despoblación de Alemania y la necesidad de inmigración— no solo aplaudió con manos y pies: se atribuyó incluso el mérito de haber presionado a favor de la importación urgente de los jornaleros rumanos. Se entiende: no es el momento de perder votos en el sector agrícola.
El postureo queda para quienes comentan en la prensa digital. Si no hay alemanes capaces de recoger espárragos, concluyó la mayoría de lectores tertulianos en un diario alemán, pues no comeremos espárragos. No nos hacen falta los espárragos. Podremos vivir sin espárragos. Todo antes que permitir que unos sucios rumanos nos quiten el trabajo.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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