Donde no sentirse extranjero
Javier Pérez de la Cruz
Túnez
En Túnez no hay muchos extranjeros. La Primavera Árabe vació el pequeño país de turistas, y cuatro años después la industria más importante del país todavía se recupera a duras penas. Tampoco es un país clave a nivel geoestratégico al que acudan expertos internacionales a menudo. Además, la pacífica y aburrida transición hacia la democracia no es un reclamo para los grandes medios de comunicación internacionales. Los extranjeros escasean, sobre todo lejos del centro de la ciudad y la costa, quizá por eso es solo allí donde uno puede dejar de sentirse como tal.
Esa ha sido mi experiencia en el Manar, en concreto en el Manar 2; menos de un mes viviendo en este barrio y uno ya tiene la sensación de ser un vecino más, con todas las incomodidades que ello comporta. El primer signo de transformación es sentir un extraño orgullo por la mole de cemento circular que es el centro comercial ‘Colisée Soula’. «Esto no lo tienen en La Marsa 1”, te sorprendes un día diciéndole al taxista. El hecho de que más que un centro comercial sea un supermercado con una peluquería, una papelería y tres o cuatro tiendas más a su alrededor es lo de menos.
Uno no puede dejar de ser extranjero y sentirse como en casa hasta que no tiene su propio bar y/o cafetería
Uno no puede dejar de ser extranjero y sentirse como en casa hasta que no tiene su propio bar y/o cafetería. Da igual el nombre del comercio, porque es tu bar, tu cafetería. Es la excusa que me repito a mí mismo para justificar que no recuerde el nombre del lugar al que acudía cada mañana a por mi té negro, que me servían nada más verme entrar por la puerta. Yo en realidad soy más de café, he de confesar, pero digamos que esta no era la especialidad de la casa, así que decidí traicionar todos mis principios e iniciarme en las translúcidas aguas con teína. Era mi cafetería, y uno por su cafetería hace lo que haga falta.
El Manar 2 está lejos del lujo o el encanto de otras zonas de Túnez. No hay fachadas luminosas coloreadas de azul y blanco como en Sidi Bou Said, ni pizca del olor a sal del Mediterráneo, nada de grandes y espaciosas residencias como en Gammarth. En cambio, la pintura rosa de mi edificio se caía a pedazos y al volver por las noches me encontraba con una verja cerrada, lo que me obligaba a dar un terrible rodeo y salir a la gran avenida Mohamed Bouazizi, para poder entrar en mi portal.
No hay fachadas luminosas coloreadas de azul y blanco ni pizca del olor a sal del Mediterráneo
Sin embargo, la hospitalidad del Manar no tiene comparación en Túnez. Se quejan los tunecinos que viven lejos de la ciudad, en los pueblos del interior o del sur del país, que los habitantes de la capital no comparten su extremada hospitalidad. Creo que razón no les falta, pero en este barrio sí que llegue a sentir algo parecido a las costumbres de pequeñas localidades como Tataouine o Medenine. Ni en el centro de Túnez ni en los apartamentos de la Marsa disfruté nunca de tener una vecina que incansablemente traía hasta mi puerta las visitas que tan equivocadas como perdidas acababan en la suya.
Solo en el Manar me ha sido posible encontrar gente dispuesta a compartir un taxi hasta el centro de la ciudad. Alguna vez nos subíamos al de Cherif, un taxista que solía circular incansablemente por el barrio en busca de clientes. Tantas veces coincidí con él que cada vez que me veía pasar pitaba y chillaba por la ventanilla “¡Valencia!”. Parece que lo único que pudo recordar de nuestras trabadas conversaciones fue la ciudad en la que nací.
Vale que estaba en mitad de la nada, que era un edificio viejo y frío y la calefacción y el wifi competían por ver cuál funcionaba peor. Aun así, no hay lugar en Túnez en el que me haya sentido más a gusto y local que en mi pequeña habitación del Manar 2.
¿Te ha interesado esta columna?
Puedes ayudarnos a seguir trabajando
Donación única | Quiero ser socia |