El voto fiel
Ilya U. Topper
Cayó Ánkara y ha caído Estambul, aunque sus últimos defensores se han atrincherado en las salas de recuento de los votos, parapetados tras las urnas, con ánimo numantino. Pero el veredicto del domingo 31 de marzo ha sido claro: tras 25 años de gobierno islamista en ambas ciudades, el pueblo ha entregado el bastón de mando a los del otro bando.
Se veía venir, dicen muchos: la crisis económica ha pasado factura. El descalabro de la lira en agosto, la alta inflación, la carestía de la comida básica, el cierre de negocios, los despidos… y frente a todo, un presidente, Recep Tayyip Erdogan, que solo ha sabido achacar todo a conspiraciones extranjeras, conjuras y terrorismo. Si la caída de la lira era una conjura de especuladores, la subida del precio de las hortalizas se convirtió, no se rían ustedes, en terrorismo tomatero. Los mismos enemigos de la nación que sacaron los tanques a la calle en julio de 2016, ahora intentaron destruir Turquía armándose de berenjenas y cebollas. No se rían ustedes.
Era de esperar, dicen muchos: por primera vez desde que el AKP llegó al poder en 2002, el pueblo le ha dado la espalda. No solo en Ankara y Estambul: el AKP también ha perdido la alcaldía de Antalya, quinta ciudad del país y foco del turismo, y su socio ultranacionalista, el MHP, ha entregado las vecinas Adana y Mersin, motores de la industria; por primera vez en dos décadas, el rojo del partido socialdemócrata deja de ser el color de la costa del mar Egeo y serpentea por todo la orilla mediterránea hasta Siria, se expande por Anatolia interior, mancha la costa del Mar Negro… Domina ahora 21 capitales de provincia en lugar de las 15 que tenía o las tristes 8 en las que sacó mayoría en los comicios nacionales del año pasado.
Un vuelco electoral en toda regla. Un voto de castigo al AKP. Consecuencia del hartazgo de un pueblo que ya pide un cambio. ¿El principio del declive de Erdogan?
No. Nada de esto es cierto.
Hay un vuelco en el mapa resultado de las elecciones. No ha habido un vuelco electoral. No ha habido un voto de castigo al AKP. El partido no ha perdido ni un solo voto respecto a las últimas citas electorales. Es más: ha subido. Los fieles de Erdogan, esa mitad exacta de Turquía que lo adora, le han sido más fieles que nunca.
Cuesta creerlo, pero las cifras son tozudas. Si comparamos con las últimas elecciones locales del país, celebradas en marzo de 2014, el voto en todo Turquía ha bajado un punto: del 45,6 al 44,2 por ciento, una bajada tan imperceptible que no explica nada. Sobre todo no explica la pérdida de Estambul ni de Ankara: en ambas ciudades, el AKP ha aumentado su tasa de votos (del 47,7 al 48,5% en la ciudad del Bósforo, del 44,9 al 47,1% en la capital).
También podemos comparar con las elecciones más recientes: las nacionales de junio pasado. En muchos países, las dinámicas por las que se elige al alcalde son muy distintas que las que mueven el voto nacional: pueden influir factores locales, personajes, simpatías. De hecho, hay dos provincias en Turquía donde ocurrió: en Kirklareli, en el extremo oeste, el alcalde socialdemócrata de toda la vida se presentó por libre y ganó, y en Tunceli, en Anatolia oriental, el regidor comunista de un pueblo conquistó la capital provincial, dejando atrás no solo al CHP sino también al HDP, el partido de la izquierda defensora de los derechos de la minoría kurda.
Turquía no tuvo unas elecciones municipales: tuvo un referéndum, y Erdogan no lo ha perdido
Son excepciones. Las elecciones municipales en Turquía reflejan en gran parte el reparto ideológico del país, y lo han hecho aún mucho más en esta ocasión, cuando Erdogan ha convertido la campaña en un único gran plebiscito sobre su gestión: ganar o perder era cuestión de la supervivencia de la nación. Permaneceremos, eso era su eslogan, si el pueblo nos vota a nosotros. Una frase tronada día tras día, tres veces diarios, desde las tribunas, en directo en televisión, su voz, su cara. No existían candidatos ni alcaldables: existía él. Turquía no tuvo unas elecciones municipales ese domingo. Tuvo un referéndum: a favor de Erdogan o en contra.
Erdogan no ha perdido este referéndum. Ha conseguido reunir el mismo número de fieles que siempre ha tenido: la mitad raspada de Turquía, un 45 por ciento. Un 48 por ciento en las dos capitales, Ankara y Estambul. Ni un votante lo ha abandonado. Todos le han sido fiel. Pese a la inflación, pese al paro, pese a los rifirrafes diplomáticos: nada ha hecho mella en los votantes. Es más: algunos más han afluido a su bandera. El 44,2 por ciento de este domingo, frente al 42,5 por ciento de junio pasado.
¿Por qué ha perdido entonces?
La pregunta podría formularse al revés: ¿Por qué ha ganado el AKP desde hace 17 años, si siempre se ha movido en una horquilla entre el 42 y el 48 por ciento (su plusmarca en 2011: un 49,9%)? La respuesta es obvia: porque la oposición no está unida en un solo bloque. Se divide, en estas últimas dos décadas, en los socialdemócratas del CHP, los nacionalistas del MHP y la izquierda kurda del HDP.
Llamar centroizquierda al CHP sería exagerado: el partido, con un potencial del 22-30% de votantes, está bastante más escorado hacia el nacionalismo centralista que sus correligionarios europeos. En su ala derecha se solapa bastante con el MHP, un partido que en su horquilla del 12-17% de votantes también abarca un espectro bastante amplio, desde nostálgicos de los Lobos Grises de los años setenta –es decir, ultraderechistas de armas tomar– hasta el demócrata orgulloso de su país, su bandera, su turquicidad y su islam como identidad obligatoria –aunque normalmente no como proyecto político ni como práctica diaria– y su hijo soldado, heroico luchador contra los “terroristas”. Esos del sureste –no dirá kurdo: los kurdos no existen– que votan al HDP.
Bahçeli salvó a Erdogan en 2015, pero de aquellos polvos vino el lodazal de ahora
También el HDP cubre un espectro amplio. Nació, bajo numerosas siglas consecutivas, como el partido de los que tienen a su hijo “en la montaña”, es decir con el PKK, pegando tiros desde los parapetos rocosos contra los soldados turcos. Y le ha costado mucho alejarse de la imagen de ser el brazo político de la guerrilla. Lo consiguió bajo Selahattin Demirtas en 2015: aquella primavera barrió en las grandes ciudades del oeste, duplicando su tradicional techo del 6,5% y se convirtió en un partido de toda Turquía, sólidamente implantado entre jóvenes liberales, ecologistas, feministas. Comiéndole el ala izquierda al CHP.
Meter bajo el mismo techo parlamentario a una diputada del HDP con uno del MHP, aun con uno del CHP sentado en medio, siempre era una quimera, y se confirmó aquel junio de 2015, cuando un tripartito podría haber desbancado al AKP del Gobierno. Devlet Bahçeli, el viejo líder del MHP, dijo que con los terroristas, ni por pasiva.
Bahçeli salvó a Erdogan aquel mes, pero precisamente de aquellos polvos vino el lodazal en el que ahora se ha enfrascado el partido. Hasta aquel verano, el MHP era oposición, y a ratos, oposición encarnizada. A partir de entonces, Bahçeli se convirtió en fiel escudero de Erdogan, al que poco antes había llamado ladrón, criminal y cosas peores. Su partido no le siguió, no enteramente.
Meral Aksener, exministra con sólidas credenciales derechistas, intentó derrocar al anciano y tomar las riendas. La policía –es decir, el Gobierno turco– bloqueó el congreso extraordinario que convocó la Madre Loba y le salvó el culo a Bahçeli. Aksener arrió velas, montó su propio barco, el partido, IYI, y se llevó parte de la cúpula, unos pocos diputados y unos cuantos votantes. Cuando la administración le ponía zancadillas, el CHP acudió en su ayuda.
La mitad de la derecha se ha pasado al bando del CHP y ha cerrado filas con la izquierda
La operación acabó con la derecha dividida en dos: tanto MHP como IYI, uno en coalición con el AKP, el otro con el CHP, sacaron un 10% aproximado en junio pasado. Obviamente llevándose cada uno votantes de su socio sénior: tanto AKP como CHP retrocedieron respecto a la cita anterior.
La clave está en que no solo retrocedió el AKP. También retrocedió la suma de votos del AKP y el MHP. Y es esta suma la que ha vuelto a retroceder un poco más el domingo pasado: situándose en el 51,6 por ciento. Muy poco por encima de lo que ha sido el techo electoral del AKP en solitario. En otras palabras, este partido ha fagocitado a su socio, pero sin ser capaz, por eso, de crecer.
No sabemos –faltos de sondeos específicos– si ha habido una fuerte fuga de los sectores de votantes tradicionales del AKP, justo compensada por la masiva llegada de votantes del MHP, es decir unos trasvases con suma cero, o si simplemente los del AKP se han mantenido en sus trece y los del MHP le han dado la espalda a Bahçeli y sus consignas y se han quedado en casa.
Lo que sí sabemos es que la mitad de la derecha se ha pasado al bando del CHP y ha cerrado filas con este y con el HDP. Sin importarle las acusaciones desde el Gobierno de que estaban haciendo causa común con “terroristas”. Aunque formalmente situado fuera de la alianza, el partido izquierdista se ha replegado en esta ocasión a las regiones kurdas y ha pedido a sus simpatizantes en Estambul y Ankara dar su respaldo a los socialdemócratas: a quien sea, con tal de ganar a Erdogan.
La noticia del domingo electoral no es un voto de castigo a Erdogan. No lo hubo. La noticia es la reedición del tripartito que fracasó en 2015. Turquía no ha cambiado. Ha cambiado la oposición.
Eso sí, es posible que este cambio mental de la oposición acabe cambiando Turquía.
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