Cazar fantasmas sin red
Ilya U. Topper
Selvedin Avdić
Siete miedos
Género: Novela
Editorial: Sajalín Editores
Páginas: 194
ISBN: 978-84-9485-014-1
Precio: 19,50 €
Año: 2009 (2019 en España)
Idioma original: serbocroata
Título original: Sedam Strahova
Traducción: Luisa F. Garrido y Tihomir Pistelek
Dicen las noticias en los periódicos que los Balcanes son un lugar excelente para ver fantasmas. No, no hablo de Rumanía ni del bajo Danubio. Hay en abundancia entre Serbia, Croacia e Istria —aunque yo creo que a la mitad se las inventan para que vengan los curiosos — y juran que son muy autóctonos. Más curioso, por lo tanto, que el protagonista fantasmal de Selvedin Avdic en Siete Miedos tenga nombre alemán. Es más: usa el saludo de los mineros alemanes, el alegre Glückauf.
El recorrido que Avdic hace por las creencias de los mineros de Bosnia (remotamente musulmanes, al menos de nombre, como es habitual en Sarajevo y entorno) da cierta curiosa idea de lo poco que separa a Mahoma de una leyenda alemana: en los Balcanes, todo pertenece al mismo mundo. A momentos parece que nos adentramos realmente en la tradición minera bosnia, con datos y cifras (esos caballos eternamente subterráneos ¿existían?) pero estas referencias aparecen y se apagan como un haz de luz momentáneo en una mina, al igual la ligeramente irónica figura del viejo bibliotecario que lleva décadas recopilando todo el material posible sobre leyendas de fantasmas balcánicos pero ¡ay! debe de ser el único que no ha visto ninguno.
La historia da inicio con un cuaderno de apuntes que dejó un periodista tras toparse con un fantasma y que otro, el narrador, debe utilizar como punto de partida para averiguar el destino de su predecesor, a petición de Mirna, la hija del primero. Una fórmula algo clásica, que podría brindar un marco sólido a la narración, hacernos pasar de la capa de la realidad a otras, empezar a jugar a confusiones. Pero lo que podría ser un descenso escalonado al submundo arranca ya un poco bajo tierra, con un realismo no por sucio menos onírico: tirarse nueve meses sin levantarse de la cama y sin ver a nadie porque a uno le ha dejado la mujer no es, para empezar, una constelación de mucho sentido común; de hecho, el narrador tiene bastante menos sentido común que el propio buscador casual de fantasmas cuyo destino hay que averiguar. Y lo que se encontrará por el camino solo refuerza esa continua difusión entre realidad y ensoñación (con notables aciertos: esa grieta en la casa del minero jubilado…).
Una superposición de planos fantasmagóricos y el submundo real de tabernas y barrios dejados de la mano del diablo
En esto, en la superposición de los planos fantasmagóricos con la descripción del submundo real de tabernas y barrios dejados de la mano del diablo, Siete miedos tiene trazos de El Golem (ese hombre insomne en la habitación frente a la cárcel…) aunque sería pedir mucho que alcanzaran la filigrana del maestro Meyrink. Al igual que el puñado de páginas que nos aclara, finalmente, el motivo de la separación del narrador y su mujer podría ser un esbozo para un gran cuento de Milan Kundera.
En medio, una fábula-realidad sobre el origen de la pareja de gemelos delincuentes más despiadados del país transmite ese gusto por la crueldad ambiental que, ahora sí, es difícilmente separable de la literatura balcánica desde Ivo Andric hasta Zoran Malkoç y los cuentos de Emir Kusturica. Pero la aparición de estos gemelos en el plano de la realidad, con una ambientación más bien chabacana de puticlub probablemente realista —sí, lo chabacano forma parte del hampa balcánico— no consigue casar bien ni con su leyenda cruel ni con nuestra intención inicial, que era buscar fantasmas.
El caracter parcheado de la narración va subrayado por las notas al pie en las que el narrador comenta y analiza sus propios sentimientos (un tanto lloriqueantes, hay que admitirlo), y se va acentuando hacia el final, donde percibimos anunciado un desenlace que no tiene mucho que ver con el hilo inicial —hace rato que Mirna ha hecho un mutis por el foro bastante incoloro, tras unos momentos que prometían más — pero que, además, no llega a contarse. Y que se ve reemplazado por más parches, apuntes sueltos (“en trozos de papel pegados al manuscrito”), siete páginas en blanco, un epílogo que le intenta dar una vuelta de tuerca ya innecesaria y más apuntes, hasta desembocar en las notas de los traductores: ha terminado el libro.
Si ese final deshilachado deja un sabor de decepción es porque en las primeras partes, el indudable talento de Selvedin Avdic para trazar caracteres y para sobreponer las placas de realidad con las de otro mundo prometía más, mucho más. Quién sabe si no será que algún trasgo le haya robado al escritor las piezas de tela que necesitaba para tejer la red en la que se atrapan de verdad los fantasmas.
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