Crítica

Touché

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 8 minutos

Mathias Énard
Brújulaenard-brujula

Género: Novela
Editorial: Random House
Páginas: 448
ISBN: 978-84-3973-181-8
Precio: 22.90 €
Año: 2015 (2016 en España)
Idioma original: francés
Título original: Boussole
Traducción: Robert Juan-Cantavella

Poco a poco, con paso tranquilo pero muy seguro, Mathias Énard se ha ido convirtiendo en un novelista enorme. Y no me refiero, evidentemente, a sus dimensiones físicas, que hasta el momento soy incapaz de adivinar en sus fotos, sino al alcance y ambición de su obra, que va camino de ser algo muy, muy importante. Una obra que ya ha sido traducida casi en su totalidad en nuestro idioma, y a la que acaba de sumarse su sonado premio Goncourt, la novela Brújula. Su consagración, me atrevería a decir, definitiva, más allá de los cascabeles del famoso galardón.

He leído con placer las novelas anteriores del francés editadas por Random, y llego a la conclusión de que todas, siendo muy diferentes, poseen un patrón similar: primero, un personaje masculino muy sólido y definido, que en Zona es un espía, en Habladles de batallas el artista Miguel Ángel, en El alcohol y la nostalgia un alter ego del propio Énard, en Calle de los ladrones un chico tangerino…

Invariablemente hay alguna añeja herida de amor; esporádicamente, paraísos artificiales

Todos ellos sirven para reflexionar sobre la tensión entre los mal llamados Oriente y Occidente, sobre lo que históricamente une y separa esos “mundos”. Invariablemente se desliza en su peripecia alguna añeja herida de amor; esporádicamente, a título más o menos anecdótico, asoma también el escapismo de los paraísos artificiales.

La nueva entrega responde a ese modelo fielmente. La figura central es Franz Ritter, un musicólogo vienés afectado por una enfermedad seria que ha dedicado su vida a estudiar las conexiones entre la música europea y la del próximo Oriente, léase del espectro árabo-musulmán. El dolor amoroso comparece puntual con la memoria de Sarah, una compañera orientalista que llegará mucho más lejos que él, y de la que ha estado enamorado dos décadas, encontrándose en los más lejanos confines. La fuga, en esta ocasión, viene de la mano del recuerdo de sus experiencias con el opio.

En alguna ocasión se ha comparado el arte narrativo de Énard con el de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. A mí me ha recordado en muchas ocasiones a la Rayuela de Cortázar. En ésta, dos seres creen andar sin buscarse, pero andan para encontrarse, en un París que es una representación a escala del mundo. Aquí la maqueta del mundo, como aquella de Borges –y ya terminamos con los argentinos– es a escala 1:1. Las casillas del juego se llaman Estambul, Alepo, Palmira, Damasco, Teherán, y por ellas vagan los protagonistas junto a sus excéntricos colegas.

Es un torrente de recuerdos personales mezclados con una vasta erudición, tal vez un ensayo camuflado

¿Para qué? ¿Qué hace a alguien que podría llevar una cómoda vida de profesor en cualquier universidad europea liarse la manta a la cabeza y lanzarse a explorar esos territorios lejanos e incomprensibles, llenos de conflictos, peligros, enfermedades?

La historia de Brújula pretende desarrollarse a lo largo de una noche de insomnio, pero vaya por delante que el lector va a necesitar más de una para leerla. Son 430 páginas de una densidad considerable, de modo que adelantamos que el público más indolente va a salir derrotado del desafío. También, quizás, el público bien dispuesto pero carente de ciertas referencias, o en su defecto de una buena reserva de curiosidad.

Quienes leyeran en su día Zona saben de qué hablo. Porque esta novela discurre como stream of consciousness un torrente de recuerdos personales mezclados con una vasta erudición, y no todo el mundo estará dispuesto a lanzarse en kayak por aguas tan revueltas. En muchas ocasiones, asalta la duda de si la obra no encierra, en cierto modo, un ensayo camuflado. O sin camuflar, pero sí diluido en la voz narradora, como se diluye el vino en la gaseosa para que puedan beberlo incluso quienes nunca prueban el vino.

Mi consejo es que se lancen sin miedo. Habrá momentos en que no tengan más remedio que sentirse un poco o bastante avasallados, lo cual parece una descortesía por parte del autor. Ante eso pueden hacer dos cosas, detenerse a profundizar en lo que se cuenta, en cuyo caso no acabarán nunca la novela, o tirar millas, como se dice, y tratar de ir viendo qué clase de edificio se ha propuesto construir Énard: un monumento contra la incomprensión.

Los capilares del arte –la música, pintura o literatura– han conectado el mundo desde muy antiguo

La ignorancia sobre Oriente, parece decirnos, ha permitido creer que esa parte del mundo nos resulta por completo ajena, cuando no directamente nociva para nuestros fundamentos culturales. Y esa ignorancia, devenida en indiferencia o animadversión, es la madre de algunos de los más graves problemas que ha tenido el mundo. Brújula quiere demostrar que no siempre ha sido así: que los capilares del arte –la música, como lenguaje universal, es un pretexto bien escogido, pero también asoman la pintura o la literatura– han conectado el mundo desde muy antiguo, a menudo de forma sutil, casi imperceptible, pero cierta. El norte magnético al que alude el título es solo una referencia: quienes han viajado saben que todos los caminos están abiertos.

El monumento contra la incomprensión tiene a los orientalistas como icono principal. Ellos han tratado, primero, de rasgar el velo, aprendiendo idiomas, leyendo, viendo con sus ojos; luego, de acercar realidades. Un austríaco, un hombre del Norte, dedica su vida, como sus colegas, a asomarse a lo desconocido y traer noticias de él. Pero también (¡y sobre todo!) a rastrear cuánto de esos Otros vive en su cultura, qué hay de ellos en Liszt, en Schumann, en Bizet.

No obstante, Énard no se limita a exponer la perspectiva histórica, sino que la proyecta sobre la actualidad más reciente. Dicho de otro modo: después de convenir con el lector en que lo ignoramos todo o casi todo de Oriente, le pregunta qué estamos dispuestos a hacer para entender lo que está pasando ahora.

Podría rellenar varias páginas extrayendo citas del libro que tocan asuntos muy sensibles con acierto. “Resulta extraño”, escribe, “pensar la facilidad con que hoy en día, en Europa, se tacha de ‘musulmán’ a cualquiera que lleve un nombre patronímico de origen árabe o turco. La violencia de las identidades impuestas”. Touché. “El wahabismo es una película de Walt Disney (…) Nosotros, los europeos, las vemos [las atrocidades del ISIS] con el horror de la alteridad, pero esa alteridad también pone los pelos de punta a un iraquí o a un yemení”. Touché.

Ritter y los suyos no quieren estar en un lado u otro; su vocación es ser puente

O esta otra: “Y pensar que en otro tiempo el Imperio otomano era ‘el hombre enfermo de Europa’. Hoy Europa es su propio hombre enfermo y envejecido, un cuerpo abandonado, colgado de su horca, que se deja pudrir convencido de que ‘París será siempre París’ en una treintena de lenguas diferentes…”. Touché.

De alguna manera, Énard se revela como un perfil contrapuesta a su compatriota Houellebecq. O mejor dicho, el personaje de Ritter es opuesto al profesor François de Sumisión, ese experto en Huysmans para el que la conexión con el Otro se da por la vía de la conversión religiosa. Porque Ritter y los suyos no quieren estar en un lado u otro; su vocación, por el contrario, es ser puente, y como tales nunca poseen una dirección única. Están para ser cruzados, para sugerir que dos orillas pueden conformar una unidad.

Mathias Énard, decía al principio, ha llegado con esta novela a la culminación de una evolución, cerrando un mundo narrativo propio y coherente. El Goncourt ha sido el marchamo definitivo de este logro. Pero el escritor tiene por delante el reto de evitar repetirse. No puede volver a escribir Zona, no puede volver a escribir Brújula. Es lo bastante joven y talentoso como para advertirlo y abrir nuevos caminos. ¿Qué nos deparará en los próximos años este escritor enorme?

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