Las 400 hostias
Alejandro Luque
Dirección: Jean-Bernard Marlin
Género: Largometraje
Intérpretes: Dylan Robert, Kenza Fortas, Idir Azougli, Lisa Amedjout
Guión: Jean-Bernard Marlin, Cathérine Paillet
Produccción: Geko Films
Duración: 109 minutos
Estreno: 2018
País: Francia
Idioma: francés
Quién no recuerda a aquel Antoine Doinel del filme de Truffaut: ese chico al que le caían golpes por todas partes, y que empieza haciendo rabona en la escuela y termina convertido en un pequeño delincuente en aquel París en blanco y negro de los 50. Y quién se acordará de él viendo esta película del joven director francés Jean-Bernard Marlin, que llegó al Festival de Sevilla bendecida por el premio Jean Vigo.
Zachary, el protagonista masculino de la cinta, tiene en común varias cosas con Doinel: además de sentir que no encaja en ninguna parte y de buscarse la vida fuera de la ley, tiene una difícil relación con su madre y con el compañero de ésta. Sin embargo, aquí las escenas de escuela se saltan olímpicamente, porque en el tiempo en que vive el muchacho, que es el nuestro, no hay educación que valga más allá de la escolarización obligatoria. De hecho, la historia comienza con Zachary saliendo de algo parecido a un centro penal para menores. Su cabeza desmelenada, su expresión tosca y el color de su piel, por no hablar de su origen de barrio suburbial marsellés, lo condenan a un destino poco envidiable.
Sin sitio en su antigua pandilla ni en su hogar familiar, Zachary encuentra techo y calor entre los brazos de Shéhérazade, una chica que vende su cuerpo a bajo precio en la calle. La vida, que en sus 17 años solo parece haberle deparado disgustos, deja caer el milagro de la felicidad sobre un colchón mugriento en un cuarto compartido con una travesti que fuma heroína o crack o vaya usted a saber en una lata de coca cola.
Lo que viene a contarnos Marlin es que, cuando todo parece ir cuesta abajo, siempre hay un resquicio para el amor, ese bien de consumo al alcance incluso de los bolsillos menos pudientes. En la basura, al fin y al cabo, también brotan las flores. También nos dice lo que ya sabíamos por el refrán: que la alegría dura poco en la casa del pobre. A Zacahary no paran de lloverle durante toda la película hostias como panes, algunas físicas y sonoras y otras virtuales, sin manos, acaso más dolorosas. Él las recibe todas con cierto estoicismo, y con cierta impotencia también.
En su situación, a lo más que puede aspirar en la vida es a hacerse chulo de su novia, y de las jóvenes hetairas de la misma calle que Shéhérazade. Y ahí es donde recordamos que siempre hay alguien que vive peor que tú, y que no hay cosa más triste que ver a un paria explotando a otro. Aunque Zachary reciba palos por doquier, es ella la que tristemente pone el culo, el dinero y el sentido común.
Rodada sin tremendismo, con un ritmo muy cambiante –esa morosa escena del juicio– con dos jóvenes actores (Dylan Robert, Kenza Fortas) excepcionales, sobrios y convincentes, la cinta posee la justa dureza para retratar una realidad cotidiana, y de fondo el fallo del sistema en los barrios de aluvión de las grandes ciudades europeas. Y aunque aparentemente se centra en la vida de este Antoine Doinel 2.0, la denuncia tácita de las condiciones en las que son prostituidas miles de chicas es clamorosa. Esa es la razón, también, por la que el título es el nombre de la muchacha, y no el de Zachary, además del eco, más bien irónico en este caso, de Las mil y una noches.
Marlin logra conmovernos con bien calculadas dosis de ternura que compensan de algún modo el panorama deprimente que se nos presenta. No quiere no dejar oxígeno al espectador, no quiere evitar abrir alguna grieta por la que se filtre algo de luz. Eso sí, no podemos esperar aquí la carrera final de Antoine Doinel en busca del mar. Esos eran otros tiempos. ¿Adónde irán Zachary y Shéhéra, cuando no hay sitio donde ir?
·
¿Te ha gustado esta reseña?
Puedes colaborar con nuestros autores. Elige tu aportación
Donación única | Quiero ser socia |