Crítica

El velo somos todos

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos

Sina Ataeian Dena

Paradise

Género: Largometraje
Produccción: Bon Voyage Films, Sina Dena Films
Intérpretes: Dorna Dibaj, Fateme Naghavi, Fariba Kamran, Nahid Moslemi
Guión: Sina Ataeian Dena
Duración: 98 minutos
Estreno: 2015
País: Irán
Idioma: farsi (con subtítulos)
Título original: Ma dar behesht.

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El primer largometraje del director Sina Ataeian Dena comienza con tres minutos de diálogo a oscuras. Se hace la luz, vemos a una chica velada, y nos disponemos a ver una película sobre el hiyab, un alegato a favor de la liberación textil y espiritual de la mujer iraní rodado, como anuncia el programa de mano, en condiciones de clandestinidad similares a las del conocido Jafar Panahi, cuyo hermano Yousef, por cierto, produce este trabajo premiado en Locarno.

Velada está durante todo el filme la protagonista, Hanieh, una profesora de primaria de 25 años que cada día debe recorrer una larga distancia entre su colegio y el hogar donde comparte techo con su hermana, casada. Velada está la funcionaria que rechaza una y otra vez sus peticiones de traslado a un centro menos remoto, veladas las mujeres que comparten taxi con ella, velada la directora y veladas las niñas que forman cada día ordenadas filas en el patio. Todo por su bien: como indica un cartel, “El velo no es una limitación, es una protección”. Algo así como encerrar a la gente en la cárcel para protegerla de los delincuentes.

Es una película estructurada sobre silencios, un filme sobre la violencia silenciosa y victoriosa

Lo que diferencia a Hanieh, bella y hierática, de todas las demás, es esa melancolía enfermiza que la hace ir de aquí para allá como si estuviera en trance, aunque conforme corre la cinta vamos sospechando que no es más que depresión. Ni le entusiasma su trabajo, ni ese medio novio pazguato que la corteja con escasísima pasión. Apenas los paseos con una amiga la sacan ligeramente de su ensimismamiento.

Paradise es, así, una película estructurada sobre silencios. Una película, al decir de su artífice, sobre la violencia, pero una violencia silenciosa, sin golpes, sin gritos. Una violencia victoriosa, porque ha conseguido someter tan eficazmente a las mujeres, que ya nadie osa rechistar. Antes bien, logra que las propias víctimas apliquen celosamente la normativa: Hanieh reprende a la niña que se pinta las uñas, regaña a las que bailan. Aunque se consiente transgresiones, como fumar en el baño, en el fondo es cómplice y colaboradora de quienes han metido su vida en un saco de tela negra.

Y sin embargo, hay un momento en el filme en que pensamos que el juego no va de velos, es decir, de exótica represión empapada de tintes orientales. No, Ataeian Dena no juega a eso. Con creciente estupor vamos pensando qué parte de todo este panorama podría ser extrapolable a nuestro mundo occidental, que tan orgullosamente creemos desinfectado de fanatismos de esa índole. Pensamos, por ejemplo, que no hace tanto que en los colegios de monjas se prohibía a las chicas jugar al fútbol –en beneficio del más casto voleibol– y se medía la longitud de las faldas. ¿Seguirá ocurriendo hoy? Lo ignoro, hace mucho que mis amigas de Las Esclavas se graduaron, pero…

No hace tanto que en los colegios de monjas se prohibía a las chicas jugar al fútbol. ¿Sigue ocurriendo?

¿Y qué decir de esos piropeadores espontáneos de las calles de Teherán? ¿No son primos hermanos de nuestros castizos donjuanes de casapuerta, aunque éstos no se conformen con llamar “gatita” a las mujeres que pasan por su vera? ¿No sigue habiendo discriminación laboral contra las mujeres en Europa, techos de cristal, exigencias estéticas…? El director toma la capital iraní como botón de muestra de un problema social casi universal. No todos los velos son visibles. El velo somos todos, y el machismo tiene mucha más tela que cortar.

Bien rodada, aunque con metáforas quizá demasiado evidentes (la pecera donde se agitan los peces, la sempiterna paloma liberada), la película tiene un giro que invita a la perplejidad, o al menos este reseñista teme no haber comprendido bien la intención del cineasta. Hanieh conoce a un señor en una cafetería, empiezan a charlar y establecen algo parecido a una amistad. Solo en ese momento sus ojos cobran vida, algo parecido a una sonrisa se dibuja en sus ojos. A riesgo de equivocarme, apenas alcanzo a esbozar una posible interpretación: que el director quiera bromear con nosotros, los desconcertados espectadores, invitándonos a esta reflexión: ¿No es maravillosamente extraordinario que un hombre y una mujer puedan hacerse amigos en un bar?

© Alejandro Luque  | Especial para M’Sur

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