Las plumas y la sangre
Alejandro Luque
Élisabeth Roudinesco
A vueltas con la cuestión judía
Género: Ensayo.
Editorial: Anagrama.
Páginas: 320.
ISBN: 978-84-339-6330-7.
Precio: 19 euros.
Año: 2011 (2009).
Idioma original: Francés.
Título original: Retour sur la question juive.
Traducción: Antonio-Prometeo Moya.
La portada de este libro viene ilustrada por una pintura de Alexandre-Louis Leloir que representa a Jacob luchando contra el ángel. En ella reconoce la escritora Élisabeth Roudinesco la síntesis del drama del pueblo judío: la lucha del ser natural y el espiritual, entre el dios que no dice su nombre y su elegido, bautizado como Israel, que presta su nombre al pueblo.
Sobre la cuestión judía, o para ser más exactos, el odio a lo judío y los judíos, se han escrito infinidad de libros. La autora de este ensayo, conocida historiadora y experta en psicoanálisis, se los ha leído todos para brindarnos una visión panorámica que, como no podía ser de otro modo, depura responsabilidades, arrebata varias máscaras y distingue múltiples formas de antisemitismo, algunas muy claras y otras muy veladas, para tratar de llegar a la raíz del problema y revelar su vigencia.
Roudinesco parte de una interesante distinción entre el antijudaísmo medieval y el ilustrado –aquel Voltaire que lo consideraba “un pueblo ignorante y bárbaro… pero no hace falta quemarlos”–, para dar paso al progresivo desarrollo del antisemitismo europeo, que sería político en Francia y racial en Alemania. Desde la invención de la “pareja infernal” de arios y semitas a la semilla de la autonegación, el ensayo se detiene a observar casos como el de Édouard Drumont, que vivió convencido de que los judíos “no se adaptan sino para destruir los pueblos que los acogen”: el germen del nazismo empezaba a ser abonado.
Continúa examinando el nacimiento en Viena del sionismo, “concebida por sus iniciadores (Theodor Hezrl y Max Nordau) como una descolonización, por el mundo árabe como un proyecto colonialista y por los Judíos de la diáspora como un nuevo factor de división”. Roudinesco expone aquí un curioso perfil de Hezrl como un señor bastante ignorante de la Biblia y el Talmud, que no hablaba hebreo, pero que soñó con un Estado-nación a la europea, fundado sobre el mito de Judea y en todo caso pacífico, “sin ejército ni cárceles”. Su objetivo era instalar a “un pueblo sin tierra en una tierra sin pueblo”: de ahí toda la tragedia que acarrearía el ignorar la segunda mitad de la frase.
El problema central en el siglo XX, como acertó a señalar Arthur Koestler, radicó en la entrega por parte del imperio británico de “una tierra poblada a la sazón por campesinos árabes, explotados por funcionarios turcos”. La predicción de Scholem, partidario del estado único binacional, de que el sionismo sería barrido “por el imperialismo o consumido por las llamas de esta revolución que viene de Oriente” no ha sido verificada a día de hoy.
Siguiendo adelante, la autora da paso al célebre debate entre Freud y Jung. No esconde su simpatía por el primero, tan crítico (“No puedo sentir ninguna simpatía por una piedad malinterpretada que hace de un fragmento de la muralla de Herodes una reliquia nacional, y que por ella se enfrenta a los sentimientos de los habitantes del país”), ni su distancia con el segundo, quien recusó el modelo freudiano del judío universal e ilustrado –“judío sin religión”–, el renegado según su criterio, para acabar siendo un ferviente sionista.
De vuelta en vuelta, llegamos así a uno de los nudos gordianos de la intrincada cuestión judía: el holocausto y su oscura reacción, el negacionismo. Roudinesco repasa atentamente las actitudes de los intelectuales ante ambos fenómenos, desde la lucha entre Hannah Arendt y Scholem a las posiciones de gente tan influyente como Céline, Sartre, Blanchot, Adorno, Naquet, Lacan, Camus, Genet… En el intrincado laberinto de las opiniones, abundan las perlas. Blanchot, por ejemplo, se muestra partidario sin fisuras de Israel, incluso de “Israel cuando Israel sufre de hacer sufrir”. Y Ben Gurion asegura que “si yo fuera un dirigente árabe, no firmaría jamás un acuerdo con Israel. Es lógico: les hemos quitado su país”.
Todo esto es un somerísimo resumen de las mil y una particularidades que explica Roudinesco, a las cuales solo cabe reprochar una perspectiva quizá demasiado francesa, el paño que mejor conoce la profesora, y el escaso énfasis que se pone en dos figuras que han sido motores del antisemitismo desde antiguo: la del judío errante, que tanto juego literario dio desde el Medievo, y la del usurero, que vive una curiosa revitalización con el nuevo y desacralizado odio a los bancos, tan en boga.
Sea como fuere, hay tal acopio de información que nos obliga a no demorar más la pregunta: ¿A dónde quiere llegar el libro? Pues, además de confirmar que el antisemitismo pervive con pleno vigor, a una cuestión tan delicada como básica: la evidencia de que Israel, conocido como la única democracia de Oriente Medio, difícilmente puede, en tanto estado judío, garantizar la igualdad de todos sus ciudadanos. Es decir, que un Estado teocrático, fundado –¿fundido?– sobre una religión, identificado con ella en todos sus símbolos, necesariamente considerará súbditos de segunda a cuantos no profesen dicha fe. A día de hoy, los telediarios no han desmentido esta sospecha.
“Los israelíes”, escribe Roudinesco, “tienen ante sí un auténtico desafío: o hacen de su estado una democracia más laica y más igualitaria, manteniendo el nombre de Israel, pero admitiendo que un Estado de derecho sólo puede ser no judío para ser realmente democrático, o afirman el carácter judío del Estado aceptando al mismo tiempo que deja de ser israelí y democrático para ser religioso y racial”. Mientras se deciden, el ángel y Jacob siguen su lucha a brazo partido, rodando por la historia en un ovillo de sangre y plumas.