Crítica

Donde viven los monstruos

José Martínez Ros
José Martínez Ros
· 6 minutos

Silvio (y los otros)
Dirección: Paolo Sorrentino

Género: Largometraje
Intérpretes:  Toni Servillo, Elena Sofia Ricci, Riccardo Scamarcio, Kasia Smutniak, Euridice Axén, Fabrizio Bentivoglio
Produccción: Indigo Film, Pathé, France 2 Cinema
Duración: 150 minutos
Estreno: 2019
País: Italia-Francia
Idioma: italiano

 

Pocos aficionados al cine necesitan que se les presente a Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970). Director de cine y novelista, se ha convertido por méritos propios en uno de los más destacados cineastas europeos a inicios del siglo XXI, gracias a un puñado de películas magníficas que ha restaurado la credibilidad del cine italiano como no sucedía desde la época gloriosa de los Fellini, Rossellini, Bava, De Sica, Leone o Visconti.

Su nombre empezó a sonar con fuerza en los círculos cinéfilos en 2004 con Las consecuencias del amor, una película como tantas otras del más italiano de los subgéneros cinematográficos, el cine sobre la mafia, pero también una tristísima y desesperada historia de amor; y con El amigo de la familia (2006), un irreprochable y también melancólico drama en el que asumía la herencia del neorrealismo. A continuación, con El divo, un despiadado retrato de Giulio Andreotti, el gran capo de la política italiana pre-Berlusconi, se produjo su definitivo lanzamiento internacional, con un gran Premio del Jurado en Cannes y una nominación a los Oscars. A partir de ese instante, cada una de sus películas se ha convertido, por derecho propio, en un acontecimiento.

Tras la curiosa excursión norteamericana de Un lugar donde quedarse, apareció la que es, sin duda, hasta la fecha, su obra maestra: La gran belleza, en la que nos presenta un personaje típico de Sorrentino: Jep Gambardella, árbitro de la elegancia de la noche romana, un escritor y periodista que ya no escribe, un dandi desencantado, lúcido e infeliz, al que ponía rostro su actor-fetiche, un extraordinario Toni Servillo.

Retrata a Berlusconi, el espejo, en cierto modo, y más claro antecesor de Donald Trump

La gran belleza tenía como telón de fondo precisamente la Italia de Berlusconi: la Italia que promocionaban sus canales de televisión, de las fiestas lujosas y horteras, de frivolidades infinitas y chanchullos bajo mano, de las velinas y los ríos de cocaína. Una Italia, por otro lado, muy semejante a la España de precrisis de los pelotazos urbanísticos.

Tras dos proyectos que lo han alejado de la actualidad italiana, La juventud –una especie de epílogo invernal a La gran belleza– y la serie de televisión The Young Pope, para la HBO, otra de las cumbres de su carrera, Sorrentino ha vuelto a reunirse con Servillo para darnos su retrato del hombre más poderoso, más significativo (para bien y sobre todo para mal) de la Italia contemporánea: Berlusconi, Il Cavaliere, el magnate de los medios de comunicación que alcanzó la presidencia del gobierno sobre las ruinas de los dos grandes partidos –el comunista y la democracia cristiana- que habían dominado la política del país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial… el espejo, en cierto modo, y más claro antecesor de Donald Trump.

Lo que ha llegado a nuestras pantallas con el título de Silvio (y los otros) es una condensación en 150 minutos de las dos partes originales, Loro 1 y Loro 2, destinada al circuito internacional, por lo que, desgraciadamente, hemos perdido una hora de metraje.

En cualquier caso, Silvio (y los otros) es cualquier cosa excepto un biopic convencional. Se trata más bien de una interpretación personalísima de un personaje y un periodo. De hecho, en el primer acto de la película está casi ausente, y se dedica a mostrarnos su decadente entorno, a través de las andanzas de un proxeneta de prostitutas de lujo, Sergio Morra (Riccardo Scamarcio), inspirado en un empresario amigo de Berlusconi, Gianpaolo Tarantini, actualmente en prisión.

Un sentido del humor estridente y malévolo y una sensación de hipnótica ligereza

Esta primera parte se podría definir como la versión de Sorrentino del demencial Saló berlusconiano, el de las fiestas “bunga bunga”, lleno de individuos esperpénticos y envilecidos que se mueven en la corte del magnate en busca de dinero, sexo, influencias o, por así expresarlo, una ilusión de inmortalidad en virtud de todo lo anterior. Las características del cine del napolitano se perciben en cada secuencia: su sentido del humor estridente y malévolo, su talento para la sátira, y su estilizadísima narrativa, con esa sensación de ingravidez, de hipnótica ligereza.

Berlusconi, según la interpretación de Sorrentino, es algo así como un eterno adolescente, un gran egocéntrico dotado de una agudísima penetración psicológica, un manipulador nato para el que todo es un juego y no existe ningún principio ético rector. No es extraño, pues, que se esforzara tanto en infantilizar a sus conciudadanos a través de su poder mediático (y de paso a los españoles, gracias a sus apéndices televisivos en nuestro país), ofreciéndoles toneladas de diversión de baja estofa, un continuo espectáculo grotesco que empezaba en el pináculo del poder.

En su segunda mitad, la película se centra más en su intimidad, o al menos en lo que puede entender por intimidad un sujeto tan furiosamente extrovertido, que parece vivir en un reality sin fin, situándolo al comienzo de su decadencia, cuando los problemas políticos y las causas judiciales se acumulan; y además, su esposa (Elena Sofia Ricci) amenaza con el divorcio. Como sucedía con el Andreotti de Il Divo, se trata de un personaje monstruoso, pero a la vez tan astuto y seductor que uno queda fascinado; y aún en contra de sus convicciones, el espectador comprende cómo pudo llegar a fascinar a todo un país que lo llevó, democráticamente, al poder.

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