Verdadero o falso
Alejandro Luque
Muchos sospechaban que con su anterior filme, Baaria, el director siciliano Giuseppe Tornatore había hecho un canto definitivo a su tierra: tocaba dar un giro. Lo que no era tan previsible es que se lanzara a rodar de nuevo en inglés, ni que lo hiciera alejándose tanto de sus parámetros habituales, esa poética que oscila entre la ternura y el dolor, con la memoria como eje, que permitió filmes como Cinema paradiso o Malena.
Pero si la nueva propuesta del cineasta, La mejor oferta, es altamente desconcertante, no es sólo debido a una cuestión idomática o a golpe de timón alguno. El problema es que todo es raro en un filme que, paradójicamente, aspira a la verosimilitud. Raro es el protagonista, Virgil Oldman, subastador de obras de arte que tiene entre sus muchas manías usar guantes para todo –posee una colección equivalente al zapatero de Imelda Marcos– y quedarse para sí, mediante recurrentes astucias, los mejores retratos femeninos de sus lotes, que luego contempla a solas, durante largas horas, en un habitáculo secreto. Ojo de lince para las falsificaciones, carece sin embargo del menor tacto para las relaciones humanas.
¿Y quién podría redimir a este tullido social de sus males? Según Tornatore… ¡otra maniática! En este caso, la heredera de numerosas antigüedades, que Oldman deberá tasar, pero cuyo rostro no puede ver, pues se halla aislada tras una puerta debido a su galopante agorafobia. Con ese planteamiento construye Tornatore lo que alguno ha definido con acierto como thriller sentimental, pero que ni acaba de romper como thriller, ni alcanza a conmover como historia de amor. Si a ello le sumamos personajes como el chaval de la tienda de reparaciones, tan seductor como hábil para reconstruir autómatas, o la enana superdotada para las matemáticas, acabaremos sintiendo que La mejor oferta sacrifica su guión en aras de unas excesivas pretensiones de originalidad y complejidad.
Ello no significa que el filme no contenga bondades. La capacidad narrativa de Tornatore, evidenciada por ejemplo en las estupendas secuencias de las subastas, no pasa desapercibida, como su conocido buen gusto para mover la cámara. Tampoco es moco de pavo la interpretación de Geoffrey Rush, que vale por sí sola el precio de la entrada: no queremos imaginar lo que habría sucedido con ese errático guión en manos de un actor menos talentoso. Y sobre todo, la banda sonora de Ennio Morricone, pletórico como en sus mejores filmes.
La cinta, en fin, termina proponiendo al espectador una sencilla metáfora: en la vida, como en el arte, conviene distinguir las obras maestras de las falsificaciones. Pero también sabemos que entre unas y otras hay muchos niveles de exigencia. A Tornatore le ha salido una película un poco fría, un poco inarmónica, un poco inverosímil. Un poco falsa, también, como la relación que cuenta.