La guerra de las mujeres
Ilya U. Topper
¿Cómo dice? ¿Un filme sobre la prostitución? ¿Y ni siquiera sobre la prostitución de Casablanca, que aún daría pie a denunciar la pérdida de valores en las grandes ciudades, la marginación, la destrucción social… sino sobre la prostitución en el medio rural, en un pueblo bereber? ¿Como medio de vida tradicional? Désolé, mademoiselle, pero creo que esto no lo podrá financiar el Fondo Marroquí del Cine…
La conversación no tuvo lugar: sólo hubo un espeso silencio administrativo. Pero nos la imaginamos. Narjiss Nejjar, tangerina lanzada que acaba de cumplir 30 años, rodará de todas formas. Al año, -estamos en 2003 – su largometraje está en Cannes. Ahora sí, ahora es «nuestra gran cineasta nacional…»
Eso sí, al filme se le ha quedado pegada la etiqueta de tratar «la prostitución en el medio rural». Y eso no es verdad, o es una parte tan pequeña de la verdad, que no le hace justicia ninguna. Sí: la película transcurre casi íntegramente en un pueblo bereber del Atlas, donde únicamente viven mujeres y donde todas son putas. Un pueblo en el que los hombres sólo entran pagando.
Sí, los pueblos de putas existen. Al menos en la imaginación marroquí
¿Existe esto en Marruecos? Perdonen: esto no es un documental. Es cine. Y sí, existe en la imaginación marroquí. Ain Leuh en el Medio Atlas siempre tuvo esta fama, por ejemplo, una fama que le persigue hasta hoy. Si esto es verdad, si fue verdad alguna vez, si los detalles son verídicos y las adolescentes realmente clavaban tras su primera vez una bandera roja como la amapola en un campo de trigo, o si Narjiss Nejjar ha visto mucho cine chino, eso es lo que menos importa aquí.
Por eso mismo es un poco infantil el debate de si las figurantes eran en parte realmente prostitutas, como se dice, o si por lo contrario no lo eran ni sabían que el filme les iba a adjudicar tal papel, con el consiguiente enfado posterior. Quedémonos es que son actrices. En una película de ficción, hasta una figurante es actriz, incluso cuando se representa a sí misma. Olvidarlo es creer que el cine marroquí no es capaz de ir más allá de los documentales.
Nejjar elige un pueblo bereber para escenificar el conflicto más antiguo: la guerra de las mujeres
Y estoy seguro de que si Los ojos secos ha sido una de las muy pocas cintas marroquíes en llegar a Cannes es precisamente porque supera este tinte documental del que adolece gran parte del cine norteafricano y levantino, o en general el de los países en los que la cultura fílmica está aún en su adolescencia (o ha regresado a ella). Ese cine más bien costumbrista, a veces hermosamente, a veces magistralmente costumbrista, que parece enfocar siempre el escenario en lugar de los personajes: la voluntad de narrar cómo vive la sociedad, reflejarla tal cual, colocar un espejo, a veces muy crítico, mostrar al espectador quién es. No digo que no me guste.
Pero Nejjar lanza un lenguaje muy distinto: diálogos austeros, muy austeros – es verdad que así hablan en el monte – e imagenes de sobrecogedora belleza, esa exuberante sobriedad del Atlas verde y rojo, inabarcable, inolvidable aún en cine. Y se atreve a darle un sentido propio, inesperado. Más de una vez, el espectador tendrá que renunciar un poco a la coherencia realista, el engarce lógico de las escenas y dejarse llevar por una sensación onírica. No se sorprendan si de repente en lugar de Yoha, la sombra de Chaplin hace un cameo en un pueblo marroquí: es universal ¿no? Y la historia que cuenta la cineasta es universal.
Narjiss Nejjar elige un pueblo bereber del Atlas como habría podido elegir uno de los Pirineos para escenificar un conflicto muy antiguo, quizás el más antiguo: harb-n-tmgharin, la guerra de las mujeres. Que así llamábamos en Marruecos la eterna lucha que confronta a mujeres y hombres, antes del matrimonio y después, en casa y fuera, dos bandos irredentos, enfrentados aún cuando celebran la noche de bodas, enfrentados siempre. Una guerra que en el imaginario marroquí siempre, siempre ganan las mujeres, inevitablemente: son más inteligentes. Sería un error pensar que la cineasta denuncie el machismo de la sociedad bereber (que siendo machista como todas las sociedades tradicionales del Mediterráneo, lo es menos que otras, desde luego menos que la de las ciudades del Magreb e infinitamente menos que la de los países árabes: quizás reconocer a ciertas mujeres el oficio de putas sea menos machista que exigir que todas mueran vírgenes o casadas). Y conste que el filme arranca con las palabras yan sin krad, un dos tres en tamazigh, una lanza a favor del bereber que no era aún habitual en 2003.
Aquí no hay culturas, aquí hay una guerra. Este pueblo, el de las banderas rojas como amapolas, es un fortín, alzado en lucha perpetua contra el enemigo, el varón que sólo puede entrar pagando, que sólo puede venir a poseer su cuerpo, nunca algo que no sea su cuerpo. Ellos pagan, ellas se tumban, en un mudo acto de enemistad: así ha sido siempre, generación tras generación. Esta guerra no se hace para ganarla, no hay esperanza, la rueda sigue, no hay quien se salve.
Supera el feminismo clásico, el que se instala en la perpetuidad de la guerra contra el varón
O eso piensa Hala, esa carismática mujer que encarna la lucha, dura como nadie, los ojos secos, secos para no volver a llorar nunca más. Aquí no se rinde nadie, antes muertas que redimidas, seremos las últimas porque no dejaremos hijas. Alguien dijo que la tragedia era tener razón contra los dioses, y si hay una figura trágica en el cine, es Hala, que tiene razón contra su propia causa.
Esta es una película profundamente feminista, tanto que supera el feminismo clásico, el que se instala en la perpetuidad de la guerra contra el varón, del que hay amplios ejemplos no sólo en los pueblos del Atlas sino también entre las pensadoras de Europa. Una guerra en la que a las mujeres les asiste el derecho moral de la víctima que se levanta contra su opresor. Y que convierte, implacablemente, a todos los hombres en opresores por el hecho de nacer con pilila, que les veta a todos la opción de saltarse la trinchera, de desertar del bando varón, de ser amigo.
El hombre, el único que ha podido entrar en el pueblo de las amapolas sin pagar, acabará llorando: es desesperante ser el enemigo. No les voy a contar el final – no les he contado ni el principio, el de una mujer arrestada un día por atentado contra la moral pública, es decir por puta, y olvidada treinta años en una celda – ni la lenta conquista de la ternura, ni el desnudo en las nieves del Atlas, pero sí, Narjiss Nejjar nos quiere: nos permite salir del cine pensando que el mundo podrá cambiar, que el viento acabará desbaratando las ruinas de los fortines y la vida pueda ser una carretera, un autobús lleno de risas, que la guerra, un día, puede llegar a su fin. Cuando las mujeres quieran. Cuando empiecen luchar por ellas mismas, en lugar de hacerlo contra los hombres.