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Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 27 minutos
Christopher Caldwell, los inmigrantes y la usurpación del islam europeo 
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opinion

Christopher Caldwell nos ofrece en La revolución europea. Cómo el islam ha cambiado el viejo continente (Debate, 2010, 415 páginas, traducción de Javier Manera García) un magistral ejemplo del arte de la manipulación. Presenta al lector un sinfín de datos y cifras, la mayoría ciertas y blindadas mediante referencia y nota al final, que cada equis líneas son sintetizados por una interpretación suya, a veces diametralmente opuesta a la lógica, pero encajada en un discurso fluido.

De ahí la tentación de leer el libro con rotulador rojo en mano para demostrar como las mil pequeñas faltas a la verdad componen una inmensa mentira. Cedo a la tentación.

La tesis central de Caldwell (Massachussetts, 1962, periodista del semanario norteamericano Weekly Standard) se puede resumir en pocas palabras: Europa tiene un problema con el islam y comete el error de admitir más y más inmigrantes en lugar de cerrar sus puertas para protegerse contra la invasión musulmana.

Es obvio que Europa tiene un problema grave con una religión que se hace llamar ‘islam’. Donde se equivoca Caldwell es al afirmar que se trata de la religión traída por los inmigrantes musulmanes (en su mayoría, magrebíes, turcos y pakistaníes). Por ende, la idea de que la inmigración en sí es nociva para la cultura europea y la solución para combatir el islamismo consiste en aplicar leyes de inmigración más restrictivas es simplemente falsa.

Amenaza histórica

Caldwell parte de una visión histórica determinada: “Puede decirse sin faltar a la verdad que hasta su brusco declive en los siglos XIX y XX, el islam fue el archienemigo de la civilización europea. Durante la práctica totalidad de la historia de Europa desde la Alta Edad Media había constituido una amenaza mortal” (página 117 del libro). Si son amenaza mortal la transmisión de las obras médicas de Avicena, las astronómicas de Battani, las traducciones de Platón, Aristóteles y Euclidio y el sistema decimal ¿de qué calificar el Renacimiento, consecuencia directa del contacto con la civilización árabe?

No, decide C.C.: todos los valores de la Unión Europea “―democracia, individualismo, libertad de conciencia y de expresión― surgieron del cristianismo” (pág. 197). Por si no ha quedado claro: “Los derechos humanos y el socialismo democrático (…) tienen sus raíces en la ética cristiana” y, en palabras de Habermas, “el cristianismo, y no otra cosa, es el cimiento último de la libertad, la conciencia, los derechos humanos y la democracia”.

¿Estarán de acuerdo Giordano Bruno, las brujas quemadas, Miguel Servet o las víctimas del franquismo?

Quien esté de acuerdo ―tal vez no estén de acuerdo Giordano Bruno, las brujas quemadas durante siglos en Europa, Miguel Servet, los autores de los 6.000 libros que hasta 1965 constaban en el ‘Index librorum prohibitorum’ o las víctimas del franquismo― no necesita seguir leyendo: si todos nuestros valores son cristianos, evidentemente importar el islam sería rebajarse. Pero para eso no hacía falta escribir un libro sociológico: bastaba un catecismo.

C.C. traza una línea directa de los supuestas invasores medievales a los países origen de la inmigración actual: “Las fuerzas armadas de Marruecos habían atacado territorio de la Unión Europea al desembarcar (…) en la isla española de Perejil” (pág. 323). La prensa española, incluso la derechista, usó palabras mucho más cautelosas para el acto de izar una bandera marroquí sobre una roca deshabitada situada ante la playa marroquí, cuya pertenencia nunca ha sido aclarada más allá de toda duda.

“La empatía entre musulmanes crea un gran problema (…). Imaginemos que Occidente, en plena guerra fría, hubiese recibido una afluencia masiva de inmigrantes de países comunistas”. C.C. da por supuesto aquí que Europa está en guerra con “fuerzas musulmanas en Irak, Afganistán, los Balcanes y África” (pág. 165). Sorprende la mención a los Balcanes (la UE apoya a las fuerzas ‘musulmanas’ en Kosovo contra las cristianas de Serbia) y la pasmosa facilidad con la que C.C. invierte un hecho (Estados Unidos destruyó el régimen laico iraquí con ayuda del gobierno islamista radical saudí) en su contrario («Occidente combate el islam en Iraq»).

C.C. reincide al citar un reportaje que habla de la camaradería de cristianos y musulmanes británicos “’en su oposición (…) a la guerra de Iraq y (…) las políticas de Israel en los territorios palestinos’”. “Eso no es comunicación intercultural. Eso es movilizar a los cristianos en pos de una agenda musulmana”, sentencia C.C. (pág. 181). ¿Lo cristiano sería apoyar guerras y masacres condenadas por la ONU?

Comparaciones odiosas

Las comparaciones son especialmente odiosas en el capítulo 8: ‘Reglas de sexo’. “Los musulmanes de Europa proceden de (o son criados por padres que proceden de) culturas donde las mujeres están estrictamente subordinadas a sus maridos y, en general, a los hombres” (pág. 210) afirma C.C. Un siglo de luchas feministas europeas no habría hecho falta si la frase no pudiera aplicarse a las culturas europeas de 1900 o aún a la franquista (nacional católica) de 1940. “La intimidación doméstica ―pegar a la mujer― abunda en muchas culturas musulmanas” (pág. 225). Ajá. ¿No abunda en las cristianas?

“Todas las culturas musulmanas han tenido históricamente alguna variedad de ‘velo’ o prenda para cubrir la cabeza” (pág. 230). Cierto. ¿Hubo culturas cristianas en las que, históricamente, la mujer no se cubría el cabello?

El espanto de C.C. al comprobar la inmensa importancia de la virginidad entre los inmigrantes es justificado, pero basta con un somero repaso de la literatura europea del siglo XIX para reconocer nuestra propia (y afortunadamente superada) cultura en estos excesos ‘victorianos’ (C.C. diría ‘musulmanes’). Y si bien la terrible costumbre de asesinar a las hermanas o hijas sospechosas de ‘conducta indecente’ merece las mayores críticas, es falso tildarla de ‘musulmana’: existe en Oriente Próximo pero también existió, y aún se da esporádicamente, en el muy católico sur de Italia, y es desconocida en el Magreb.

¿Hubo culturas cristianas en las que, históricamente, la mujer no se cubría el cabello?

Si éste es el criterio, C.C. debería preferir a inmigrantes marroquíes antes que sicilianos. O antes que hindúes: en Inglaterra se registran casos de mujeres pakistaníes quemadas “por accidentes de freidora” cuando es obvio que se trata de un castigo por una infracción de la moralidad sexual (pág. 225). Se trata de un terrible hábito extendida en toda la sociedad hindú de India, no sólo en la musulmana de Pakistán. Introducir este dato en un libro sobre el problema que tiene Europa con ‘el islam’ es poco honrado.

Un 62% de los turcos “considera perfectamente aceptable que un hombre tenga más de una esposa”, asegura C.C. (pág. 300, sin fuente); de ahí, concluye, la entrada de Turquía sería un grave problema para la Unión Europea y respalda al político holandés Frits Bolkestein, que pidió impedir que “los inmigrantes musulmanes que habían adquirido múltiples esposas” “se las llevaran todas a los Países Bajos” (pág. 302). Olvida explicar que ningún turco podría hacerlo, al ser la poligamia prohibida en Turquía desde los años treinta, y que el número de marroquíes que pudiera hacerlo es ridículo: la poligamia afectó hasta su prohibición en 2004 al 1,5% de los matrimonios en Marruecos. A qué viene agitar el fantasma de la poligamia si los dos grandes colectivos de inmigrantes musulmanes en Holanda no la practican?

Inmigrantes inútiles

C.C. dedica un capítulo a demostrar los escasos beneficios de la mano de obra inmigrante. El argumento: el 47% de los británicos dice que el impacto económico de la inmigración ha sido negativo (pág. 47). Dado que la gente no se cree que haya beneficio, no hay, decide. Cita un único estudio que evalúa la aportación neta de 14 millones de inmigrantes a los bolsillos de la población nativa de todos los países ricos en 139.000 millones de dólares. Una cifra ridícula, según C.C., que no puede compensar lo que siente un ciudadano “enfurecido” por ver carteles en polaco, urdu y árabe en su calle (pág. 49).

En España, los inmigrantes no son la mano de obra necesaria para el boom inmobiliario sino su causa: las casas que construyen son suyas, afirma (pág. 52). (En realidad, el 35% de la construcción se destina a segundas residencias). “España, a causa de problemas de unidad nacional preexistentes, es el país que más se expone a verse desbordado por el simple volumen de la inmigración” (pág. 295). ¿Será que ETA ya ha empezado a reclutar a musulmanes?

La confusión parece deliberada: Zapatero “amnistió a 700.000 inmigrantes”, una “magnanimidad” cuya “factura la pagarían los no españoles”, porque los regularizados se desplazarían ahora de España a otros países (pág. 298). Debemos imaginar que esa repentina regularización está conectada con el tema del libro: el problema del islam en Europa.

¿Será que ETA ya ha empezado a reclutar a musulmanes?

En realidad, la inmensa mayoría de los regularizados eran latinoamericanos y europeos del este; la inmigración ilegal marroquí o africana es muy reducida en cifras absolutas, pese a las llamativas llegadas de pateras. Pero aún estos indocumentados disponen de un “envidiable privilegio”: no se sabe de dónde son, “se regodean auténticamente” en el anonimato y son “príncipes de la privacidad” (pág. 324).

Además, insinúa, hay una “falta de curiosidad sobre si los inmigrantes llegan en realidad para trabajar” (pag. 80): los solicitantes de asilo ofrecen “menos beneficios económicos”, concluye. Sin aclarar el motivo: la ley no permite que un refugiado trabaje. Tampoco cuantifica el peso de los refugiados sobre el total de inmigrantes (menos del 5% en Francia, menos del 9% en Alemania, menos del 0,2% en España).

Segunda generación

El ejemplo de Francia, donde el ‘problema islámico’ lo causan personas de segunda y tercera generación, debería bastar para mostrarnos que el problema sociológico del islam en Europa y la regularización de indocumentados no tienen nada que ver. Los inmigrantes recién llegados no son islamistas: lo son sus hijos. Algo que Caldwell sabe pero no quiere ver:

C.C. consigue la pirueta de sacar la conclusión diametralmente opuesta a sus datos

“Los hijos nacidos en Europa de los trabajadores invitados y los refugiados acabaron ser vistos con bastante más recelo que sus padres”. La “experiencia con los barrios conflictivos dice que la segunda generación es peor que la primera y que la tercera es peor que la segunda” (pág. 136). “No era sólo que los jóvenes musulmanes se estaban asimilando demasiado despacio en la cultura europea. Se estaban desasimilando” (pág. 137). “Un 90% de las mujeres en un barrio de Malmö (Suecia) “llevaban velo (entre ellas muchas que no lo habían llevado antes de llegar al país)”. “La sensación de pertenencia a Gran Bretaña era más alta entre los que pasaban de 45 años que entre los que tenían edades comprendidas entre los 18 y los 24” (pág. 160).

Pero C.C. consigue la pirueta de sacar la conclusión diametralmente opuesta: Nadie se pudo imaginar que los inmigrantes “conservarían los hábitos de las aldeas, los clanes…” (pág. 18). “El islam que profesan a grandes rasgos la mitad de los recién llegados a Europa encaja mal con las tradiciones europeas de laicismo” (pág. 38). “Los hijos de inmigrantes no siempre encontraban la cultura europea claramente superior a las culturas de sus padres. Y gracias a la televisión y los aviones, las culturas ancestrales están ahora (…) al alcance general de todos los inmigrantes”.

Es decir, C.C. achaca a la “cultura ancestral” “de los padres” y los “hábitos de las aldeas” un comportamiento que, como acaba de constatar, no existe en la generación de estos mismos padres inmigrantes “recién llegados” sino únicamente en la de sus hijos. Asegura que el problema que tiene Europa con los inmigrantes musulmanes se debe a que éstos no se adaptan sino que conservan su cultura, pese a que sus propios datos dicen lo contrario. En realidad, el islam que hoy supone un problema para Europa jamás ha existido en las aldeas de los inmigrantes.

El islam que hoy supone un problema para Europa jamás ha existido en las aldeas de los inmigrantes

¿De dónde surge? C.C. también lo sabe: Todos los países europeos elevan “a grupos de presión musulmanes a un estatus pseudogubernamental”, creyendo que así producirán un islam que refleje los valores de Europa, en lugar de a la inversa (pág. 36). “La televisión asimila a los inmigrantes. Sólo que los asimila a algo que no es la cultura tradicional europea. Los asimila al islam globalizado. El programa semanal de fetuas del erudito musulmán Yusuf Qaradawi en Al-Yazira, por ejemplo, tiene espectadores en toda Europa” (pág. 163). Europa es “un público de primer orden de esta nueva cultura islámica” ¡Exacto! Y alberga a radicales: Omar Bakri, predicador sirio entrenado en Arabia Saudí, entonces residente en Londres, declara: “Transformaremos Occidente en Dar al Islam mediante la invasión desde fuera” (pág. 103). C.C. añade que a Bakri se le prohibió volver a Inglaterra en 2005, pero no que desde 1977 no puede volver a Siria si quiere evitar la cárcel.

Islam saudí

No es algo espontáneo: “Arabia Saudí paga sumas astronómicas para construir mezquitas (…)” y ha “aportado cien millones de libras” para construir “la mezquita más grande de Europa” en Londres. En Francia, la UOIF (asociación que defiende doctrinas islamistas) “obtiene una cuarta parte de su presupuesto anual de Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait” (pág. 167). Eso explica muchas cosas. Pero en lugar de analizar ahora las políticas europeas y las saudíes, C.C. achaca de nuevo la culpa de la tensión a que los inmigrantes se aferran a “sus tradiciones”, como si las fetuas del saudí Qaradawi tuviesen la más mínima relación con los hábitos en las aldeas magrebíes de las que provienen los inmigrantes en Francia, Holanda y Bélgica:

La construcción de mezquitas en Europa “era una declaración de que la gente pretendía (…) vivir en adelante como lo llevaban haciendo en el viejo país desde tiempos inmemoriales” (pág. 139) y las empresas europeas hacen concesiones a la “tradición musulmana” al poner salas de oración en las oficinas, fábricas o grandes almacenes (pág. 26). C.C. no sabe que en gran parte de los pueblos marroquíes tradicionales no existen mezquitas, que desde “tiempos inmemoriales” el culto magrebí no se desarrolla en la mezquita sino alrededor de la tumba de los santos y que la introducción de salas de rezo en fábricas y oficinas es una innovación: en Argelia empezó en los años setenta.

Los datos son testarudos: en 2007, un 53% de los musulmanes de Gran Bretaña prefería que las mujeres llevasen velo. La cifra es del 28% entre los mayores de 55 años y del 74% entre los que tienen entre 18 y 24. El 19% de los mayores de 55 y un 36% de los jóvenes cree que la apostasía es punible con la muerte. “Esta cifra enmascara un giro incontenible hacia la tradición por parte de las generaciones más jóvenes” dice C.C. (pág. 233), cuando el sondeo demuestra precisamente lo contrario: el velo no es una tradición sino un símbolo político-religioso de nuevo cuño y el fanatismo religioso de los británicos con ascendencia musulmana no corresponde a los inmigrantes sino a los británicos de segunda generación.

Cuando C.C. se da cuenta de su propia contradicción, se vuelve metafísico: “Las tradiciones musulmanes ejercían una poderosa influencia aun en los niños nacidos en Europa, cuyas familias ya habían renunciado a ellas. Algo empujaba a las personas de etnia musulmana a regresar a sus orígenes culturales, aun a aquellas cuyas familias llevaban tanto en Europa que sus ‘orígenes’ podrían ser poco más que una parodia”. (pág. 171). ¿Por qué finge C.C. de repente que ignoramos ese ‘algo’, después de haberlo cuantificado en dólares saudíes? ¿Por qué insinúa ahora que el islam es un problema genético que se puede transmitir saltándose una generación, acorde a las leyes de Mendel?

¿Por qué finge C.C. de repente que ignoramos ese ‘algo’, después de haberlo cuantificado en dólares saudíes?

“No parece irrazonable exigir que los inmigrantes que quieran quedarse en Europa renuncien a las costumbres de sus padres” (pág. 336). Después de todo lo expuesto, debería quedar claro que a los hijos, musulmanes fanáticos, debería exigírseles que vuelvan a las costumbres de sus padres para así integrarse en la sociedad europea.

Intimidación islamista

“Europa ―entendiendo sus ciudadanos musulmanes y no musulmanes por igual― está sometida a la intimidación de los clérigos musulmanes” (pág. 252). Totalmente cierto. Pero ¿por qué se deja intimidar? ¿Llega tan lejos la cobardía de los intelectuales ―que han resistido dictaduras fascistas y comunistas― como para plegar velas ante una fetua de una pandilla de analfabetos? Aparentemente sí: “Dicen que no debemos enseñar cosas que ahuyentan a los estudiantes musulmanes” explica un profesor de árabe europeo anónimo (pág. 252), refiriéndose al conocidísimo hecho de la estandarización tardía del alfabeto árabe, algo que ningún estudiante de bachillerato marroquí o sirio podría ignorar.

C.C. hace balance: la intimidación de la sociedad pasa por cuatro fases: la de obligar a los musulmanes que respeten la ley musulmana, la de obligar a los no creyentes de cultura musulmana que hagan lo propio, hacer que los no musulmanes también la respeten y, finalmente, que ni siquiera den sospecha de no respetarla (pág. 253).

Sabiendo que ningún imperio musulmán anterior al siglo XX ha cometido la paradoja teológica de imponer la ley islámica a los ciudadanos cristianos, podemos afirmar: Europa se halla hoy bajo la influencia de una nueva religión, la wahabí-saudí, que ha suprimido el islam y ha usurpado su nombre. Pero esta religión no ha llegado con los inmigrantes del Magreb o de Turquía, países donde se desconoce.

La falta del dato vuelve a manifestarse cuando C.C. analiza el 11-S: “Fue un día de júbilo en buena parte del mundo musulmán, incluidos sectores de la Europa musulmana” (pág. 253). En realidad, Yassir Arafat donó públicamente sangre para las víctimas y las imágenes de las ‘celebraciones’ en Palestina camuflaban el hecho de que apenas había unas pocas decenas de jóvenes en la calle: la práctica totalidad de la población permaneció aterrada y encerrada (lo confirman la periodista israelí Amira Hass y quien suscribe). La ‘buena parte’ de C.C. se debe reducir a las tres ciudades (belga, holandesa y británica) que cita a continuación.

En 2002 “se acosaba y agredía a los judíos en las calles francesas a un ritmo de media decena de incidentes al día. Se lanzaron cócteles Molotov contra escuelas judías y negocios de propiedad judía, hubo sinagogas reducidas a cenizas…” (pág. 256). Lamentable. Eso sí, durante el mismo año se registró en Casablanca, donde vive una comunidad de 3.500 judíos (con decenas de sinagogas, negocios y tiendas rotuladas en hebreo) un único incidente. Cabe concluir que el problema radica en la sociedad francesa, no en la tradición magrebí ni en la religión islámica.

De todas formas hacemos un favor a C.C. si pasamos por alto su equiparación de las manifestaciones contra la política de Israel con actos antisemitas, o su búsqueda de “leyendas urbanas” como causa de las protestas (pág. 258).

La amenaza islamista

La ignorancia de la vida tradicional en los países islámicos permite dar por buenas las afirmaciones (falsas) de los teólogos islamistas que hoy trabajan por homogeneizar ‘el islam’ bajo las directrices wahabíes. C.C. hace suyo su discurso y efectivamente cree que el islam “da forma a todos los aspectos de la vida del creyente y reduce las lealtades inferiores a la irrelevancia” (pág. 162). Si fuera cierto, no existirían guerras entre ejércitos musulmanes…

CC da por buenas las afirmaciones (falsas) de los teólogos islamistas wahabíes

Al analizar la actitud de jóvenes islamistas europeos que se sienten en guerra con la ‘cultura occidental’, C.C. aporta muchos ejemplos de la ‘red Hofstad’, de la que salió el asesino del cineasta holandés Theo Van Gogh (pág. 169), pero no nos dice que uno de sus máximos dirigentes, Walter Jason, es hijo de un soldado norteamericano y una holandesa. Prefiere sugerirnos que “cierta parte” de los cientos de millones de personas que viven al sur del Mediterráneo “está consagrada a la destrucción de Europa mediante la violencia armada. Puede que esta parte se antoje pequeña” (pág. 174).

Efectivamente, tomando la más alta estimación de allegados a Al Qaeda jamás realizada ―18.000―, el 0.001% del total de 1.200 millones de musulmanes se nos antoja pequeño (no existe ningún otro movimiento islámico cuyos miembros se consagren a la “destrucción de Europa”). Más probable es la cifra de 500 miembros de Al Qaeda en el mundo, es decir el 0,00004%. La amenaza de la RAF comunista, consagrada a la destrucción de la Alemania capitalista, era cinco veces mayor.

Especialmente relevador es el caso de las caricaturas danesas, que C.C. describe con detalle. Vuelve a caer en el error de dar por bueno el discurso de los teólogos wahabíes, en lugar de informarse sobre la realidad del mundo musulmán. Así afirma que “el islam desaprueba las imágenes de Mahoma” (pág. 205) (falso: el islam desaprueba las imágenes de personas, aunque es una norma caída en desuso; no existe un estatus teológico especial para Mahoma) y asegura que “ningún manifestante en ningún lugar del mundo se opuso a cualquier mensaje degradante que contuvieran las viñetas. Se oponían al sacrilegio que suponía representar sin más a Mahoma” (pág. 207). Esta afirmación no está apoyada por ninguna nota al pie. Y es falsa.

“»No se trata sólo de caricaturas, sino de qué expresan. Mahoma con una bomba por turbante… es como si se hubiera dibujado a Jesucristo masacrando a mujeres y niños en Faluya o en Sabra y Chatila» opina el periodista marroquí Abu Bakr Jamaï, en alusión a la masacre perpetrada en 1982 por cristianos libaneses. «Con esta caricatura, se acusa a todos los musulmanes de ser terroristas, y eso no es cierto, al igual que no todos los cristianos son asesinos”. [‘Caricaturas incendiarias’. La Clave N º 252 · 10 Feb 2006]. También la Iglesia católica libanesa condenó las caricaturas por ofensivas.

La  victoria del PSOE fue “la capitulación de España por referéndum” ante las exigencias de Al Qaeda

Los hechos: unas caricaturas insultantes fueron utilizadas para enfurecer a ciertas masas musulmanes, a los que se les hacía ver que su religión había sido insultada al ser dibujada como ‘terrorista’. C.C. construye de eso una supuesta voluntad de los inmigrantes musulmanes de imponer sus normas teológicas a los países cristianos de acogida. Y sugiere que el conflicto sea una reacción ‘natural’ de los musulmanes contra los europeos, sin aclarar que se trata de un puro montaje político.

Inmigración y terrorismo

El hilo de C.C. conduce inexorablemente a la sentencia: “La emigración, en realidad, tiene mucho que ver con el terrorismo” (pág. 267). Pero cita para demostrarlo a Safir Bghouia, quien atacó a la policía de Béziers (Francia) en 2001 a disparo de bazuca limpio… y al grito de que era “hijo de Alá” (pág. 266). Dado que nadie que haya leído una línea del Corán puede ignorar el dogma supremo de que Dios (Alá en árabe) no tiene hijos, cabe concluir que Bghouia no era terrorista sino demente clínico.

Pero C.C. equipara ese caso de demencia con una acción política ejecutada con una larga planificación: el atentado de 2004 contra los trenes de Atocha en Madrid. Y concluye que fue efectiva: la  victoria del PSOE fue “la capitulación de España por referéndum” ante las exigencias de Al Qaeda (pág. 269). Dejo que juzguen esta opinión quienes participaron en las manifestaciones contra el atentado y en las elecciones.

C.C. señala lo extraño de los atentados de Al Qaeda, sin motivo “geoestratégico, metafísico o sociológico” (pág. 271), pero acto seguido se resigna a creer que Osama bin Laden “lucha por el islam” “tal y como sinceramente lo entiende”, aunque reconoce que los juicios a víctimas de secuestro “son un préstamo directo de la extrema izquierda de los años setenta” como la que asesinó a Aldo Moro en Italia (pág. 277).

Insinúa aquí un hecho incómodo: el islamismo radical recoge el estandarte de la rebelión social izquierdista y le da nuevas formas. De hecho, gran parte del discurso de los islamistas radicales contra las injusticias del mundo está copiado del de las ONG europeas y es atractivo porque es verídico, si bien C.C. no quiere verlo: el predicador islamista Tariq Ramadan, afirma, “es dado a buscar las ‘causas objetivas’ de los atentados islamistas, entre ellos la matanza de cristianos en Nigeria”, que Ramadan pinta como consecuencia de “la tensión étnica y religiosa” (pág. 287). Human Rights Watch también, por cierto. Ramadan afirma que “la resistencia en Irak estaba justificada” (288). Al igual que el Partido Comunista español.

En resumen: el islamismo político radical y hasta violento (que Ramadan camufla muy bien) no es una tradición aportada por los inmigrantes magrebíes o turcos a Europa sino una herencia directa de la izquierda europea, adoptada y adaptada por unos predicadores pagados por Arabia Saudí para colocarle una chaquetilla verde en la lugar de la roja, ya descolorida.

Europa, antiamericana

La culpa de todo la tiene, curiosamente, el antiamericanismo de Europa: impide que Europa apoye los esfuerzos de Washington de combatir Al Qaeda. Y “no es cierto” lo que dicen los europeos: que se solidarizaron con América tras el atentado del 11-S y sólo cambiaron de opinión cuando “una legítima autodefensa derivó en la desafortunada decisión militar de George W. Bush en Irak”.

No, aclara C.C.: los europeos no tenían tanto interés como los estadounidenses de “apuntalar un sistema mundial que se había visto atacado” (pág. 327). ¿Interpretamos que la invasión de Afganistán era ‘legítima autodefensa’ y la de Iraq, el intento de ‘apuntalar un sistema mundial’? Probablemente sí, pero Europa no quiere verlo, cegada por el odio cultural de obvios motivos: “resultaba humillante para los europeos” que los libros de Laura Esquivel y las leyes antitabaco llegaron a Norteamérica antes que a Europa (pág. 329).

¿Le suena irracional? Pero es que Europa lo es: “La decisión de Europa de dar la bienvenida a millones de extranjeros se tomó en un momento en que no se hallaba en pleno uso de sus facultades” (pág. 329). A los europeos nacidos entre 1930 y 1960, “la inmigración les permitió presentarse como personas de elevados principios” (pág. 335). Ajá. Y nosotros que pensábamos que se trataba de abaratar el coste de la mano de obra.

Los valores europeos ya no son atractivos para los ‘inmigrantes’ musulmanes, afirma C.C. basándose en una cita del jurista alemán Udo di Fabio: “¿Por qué, en nombre de Dios, debería un miembro de una cultura mundial vital querer integrarse en la cultura occidental?” cuando esta cultura “ha despilfarrado su herencia religiosa y moral en una marcha forzada hacia la modernidad y que no ofrece ningún ideal superior de la buena vida más allá de los viajes, la longevidad y el consumismo”? (pág. 339).

La culpa de todo la tiene, curiosamente, el antiamericanismo de Europa

Lo que no quiere ver C.C. es que la inmensa mayoría de todos los habitantes del llamado mundo islámico busca precisamente las aspiraciones más sencillas de una ‘buena vida’: longevidad, consumismo, poder viajar… Si los partidos islamistas ganan votos en Marruecos o Egipto no es porque prometen morir por un ideal espiritual sino porque prometen sacar a la población de la pobreza, acabar con las colas en los hospitales, darle estabilidad. El ideal de los marroquíes que emigran a Europa es precisamente el consumismo, combinado con una libertad social en la que la religión tiene menos peso que en su propio país.

Exportar fanatismo

El modelo consumista europeo no ha perdido en absoluto vigor: es más atractivo que nunca, como sabe cualquiera que se dé una vuelta por los países origen de los inmigrantes. La ruptura y la orientación hacia el islam fanático se produce cuando los inmigrantes experimentan, dolorosamente, que su condición de indocumentados, explotados laboralmente y a veces ignorantes del idioma y de ciertos códigos, no les permite participar ni del consumismo ni de las libertades sociales adquiridas gracias al rechazo de la herencia religiosa. Al ser excluidos de la fiesta, deciden vengarse yéndose al otro extremo. Pero es un proceso secundario: si buscaran desde el principio valores religiosos emigrarían a Arabia Saudí, no a Europa.

Lo resume muy bien Tahar Ben Jelloun, citado por C.C.: “En Marruecos ha entrado algo de islamismo de la mano de los inmigrantes procedentes de Bélgica y Holanda” (pág. 238). Es decir, no son los inmigrantes musulmanes los que llevan el islamismo fanático a Europa sino que es Europa la que exporta a personas que llevan el fanatismo islámico a países como Marruecos.

Pero la conclusión de C.C. es distinta: El islam “no es en ningún sentido la religión de Europa y no es en ningún sentido la cultura de Europa”.

Cierto. El islam que conoce Christopher Caldwell, el islam difundido por los telepredicadores wahabíes y saudíes, el islam que afirman defender los portavoces de los musulmanes de Europa, este islam no es en ningún sentido la religión y mucho menos la cultura de Europa. Ni la de África del Norte. Ni la de Oriente Próximo, aunque se hacen denodados esfuerzos para que llegue a serlo. No es la religión ni la cultura de los inmigrantes que han llegado a Europa en las últimas décadas. Cerrar las puertas a la inmigración para evitar la difusión del islam wahabí radical en Europa equivale a cerrar las ventanas para combatir el mal olor de las tuberías.

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