Una historia de dolor en cada losa
Carmen Rengel
Jerusalén
Febrero 2015
En la Jerusalén terrenal, las almas no pueden escapar del conflicto. Tampoco las losas que pisan sus enemistados residentes. Cada piedra duele. En una ciudad partida en dos, elegir casa y vecinos ya es sumergirse en una narrativa o en la contraria. Siendo extranjero, la vigilancia del local es intensa. E inquisitiva. ¿Conmigo o contra mí? Eso es lo que hace prácticamente imposible mantener amigos eternos, porque casi siempre, al final, la maldita política se cuela en la rutina. Y, controladamente o no, la convivencia estalla.
Eso no lo sabía cuando, tras dos visitas previas con cama en hotel y exclusivo roce profesional con sus gentes, una mañana me convertí en jerosolimitana, al fin. Con los pies en el oeste y la curiosidad en todos lados. Baka (el nombre árabe que aún conserva el barrio, o Geulim, en hebreo) era mi destino. El hogar pasado de palestinos y armenios, cristianos, acaudalados, que en los años 20 levantaron chalets de cuento fuera de la reducida Ciudad Vieja, piedra blanca del desierto de Judea, la que refleja tan bien esos atardeceres que han forjado el mito, real, de la Jerusalén dorada.
Hay quien ha cogido el cincel y ha destrozado salmos en árabe o efigies de San Jorge y el dragón, pero ni eso borra la memoria
Es el hogar actual de judíos de clase alta, norteamericanos y franceses en su mayoría, que fueron llegando desde 1948 a una zona verde, coqueta, que cayó pronto por las armas, objetivo prioritario como era porque por sus calles corre la vieja vía del Transjordano, el tren que conectaba Jerusalén con Ammán y Damasco, hoy paseo de madera para ciclistas, corredores y familias con perro.
La casa de la calle Barak era un compendio perfecto de belleza e injusticia. La belleza se puede juzgar fácilmente, porque casualmente su foto ilustra la entrada del barrio en la Wikipedia. La injusticia la arrastran casi todos los edificios del barrio, antiguas casonas árabes ocupadas donde sus dueños dejaron todo, esperando volver pronto. Hay quien ha cogido el cincel y el martillo y ha destrozado arcos apuntados o salmos en árabe o efigies de San Jorge y el dragón, pero ni eso borra la memoria. Pasear del brazo de Diana Safieh, expulsada a los ocho años de su casa vecina a la mía, ahora palestina exiliada en Beit Hanina, me hizo para siempre amarga la estancia en la vivienda más hermosa que nunca tendré.
La calle arbolada, intransitable para según qué coche, se estrechaba en nuestra verja y de pronto se abría a un jardín tupido, con geranios, lirios y un olivo viejo con columpio. Un camino irregular, unas escaleras con baranda verde, un descansillo con azulejos originales –flores geométricas verdes, marrones- y el hogar.
Un ambiente correctísimo, hasta que aparecía el debate: cualquier pregunta mal calculada era señal de propalestinismo
El dueño no era ya vecino, pero dejaba su impronta, y merece que lo glose, y no sólo porque nos cobraba lo que en esa zona cuesta sólo la factura de la luz: geógrafo suizo con más de 80 años, hijo de un judío holandés exterminado en Auschwitz y una profesora de inglés emigrada a Trieste, traductora de Proust y pretendida amante de Joyce. Sus mapas del tesoro –buscaba oro por todo el mundo- nos miraban desde las pareces altas, junto a sus antepasados, retratos del XVII colocados frente a máscaras keniatas rodeando muebles supervivientes del mandato británico, chirriantes e incómodos, aún remendados con periódicos de los años 40. Nuestra era toda la planta baja.
En el siguiente nivel vivía un médico con aires de Peter Ustinov, retirado, jardinero silencioso del que nunca escuchamos más que un “shalom”. En la puerta de al lado, los adorables jubilados de Washington que ofrecen ayuda desde el primer minuto, que invitan a cenar en shabat o a las celebraciones de sus nietos, pero que se transforman al hablar de “los árabes”. Él, investigador en temas de seguridad en un organismo a la derecha del Tea Party. Ella, especialista en arqueología, incapaz de asumir que un yacimiento está más allá de sus fronteras, donde empieza la ocupación.
Un ambiente intelectual, correctísimo, charming, hasta que aparecía el debate sempiterno. Cualquier pregunta mal calculada era señal de propalestinismo. Luego descubrimos cuán tristemente fácil era lograr esa reacción en la mitad israelí de nuestros convecinos. Completaba el edificio, en un añadido imposible ganado al tejado, un abogado francés, hippie de buena familia, especializado en derechos humanos. Su kipá de colores lo salvaba de las miradas reprobatorias. Porque se puede, claro, ser judío y comprometerse con la dignidad del otro. Un John Lennon en bici para coronar la casa.
El atractivo mayor de Baka no estaba en sus villas, ni en su cercanía al Café Kalo o el Mill, templos de las tostadas francesas y del expreso, en sus pintorescas sinagogas o en las buganvillas, inmensas, que alfombraban el asfalto de carmesí. Nada comparable a descubrir que exactamente en esas calles es donde Batya Gur situó la muerte de la joven Zahara en su Asesinato en el corazón de Jerusalén. Justo allí, junto al búnker subterráneo en el que se dan clases de flamenco y tango en tiempo de paz, debió pasear meditabundo el inigualable inspector Michael Ohayon, tratando de dar con la clave. Nunca dejé de buscar su rostro entre los vecinos. Pero allí, hoy, un sefardí es una rareza.
Los Meyer, de Nueva Jersey, ponían la nota ultraortodoxa: callados, educados, con siete retoños en fila como patitos
Arnona es otro mundo. Es Sevilla Este, es Villaverde, una zona residencial intercambiable con cualquier otra del planeta, bien conectada con el centro pero lejana y, por ello, asequible. Área tranquila, familiar, que parece insípida pero no lo es. Nadie en el mundo tiene, salvo su gente, el Hass Promenade a tres minutos de casa, ese mirador impactante en el que la Jerusalén israelí y la palestina, la nueva y la vieja, se funden en un lienzo donde las fronteras son invisibles. “Diez medidas de belleza descendieron sobre la tierra: nueve tomó Jerusalén y una, el resto del mundo”, dice el Talmud. Desde ese inmenso balcón pagado por donantes judíos, donde se tocan las casas de los colonos, donde se ve el olvido creciente conforme más al este se mira, el Talmud resulta una verdad incontestable al amanecer.
En los bloques altos de Arnona –un barrio del sureste que da nombre al impuesto municipal de la vivienda, además- dos fueron nuestras casas, en Israel Eldad y Gad Tadeski. En la primera, una iraquí, secretaria del primer ministro Netanyahu, fue nuestra casera. Mejor no hablemos de un espécimen ejemplar de señora volada. La planta la compartíamos con una rusa mustia que cuidaba de su hijo esquizofrénico y con la que aprendimos al dedillo los números de la policía y las ambulancias. Los Meyer, de Nueva Jersey, ponían la nota ultraortodoxa del piso. Callados, educados, con siete retoños ordenados en fila como patitos.
Estaban los Efraim, para los que siempre era tiempo de chancletas y camiseta, que cada shabat hacían su loa a la barbacoa, deporte nacional pese a lo repetitivo de los manjares, y estaban los Tukker, que sonreían con un “bona nit”, como si todos los españoles tuviéramos que ser del F.B. Barcelona y hablar catalán. “Gabon”, replicaba mi marido. Y ellos tan felices.
La fauna humana se completaba con A., palestino de Hebrón sin permiso para estar en la ciudad. Se encargaba de limpiar
La fauna humana se completaba con A., palestino de Hebrón sin permiso para estar en la ciudad. Se encargaba de limpiar las escaleras y tirar la publicidad que inundaba los buzones. Arrastraba sin ruido esa mopa imposible que hace de fregona. A mediodía sacaba su esterilla del cuarto de contadores y rezaba mirando a Al Aqsa. “Esto solo compensa estar lejos de mi familia”, decía cuando alguien le hablaba. Sonreía con sus dos dientes, y siempre con los ojos. Le gustaban las rubias más que a un tonto un lápiz.
El camino desde esta torre hacia nuestra segunda guarida en Arnona lo jalonaban verdes setos con gatos, gatos y más gatos. Jerusalén se hundiría posiblemente sin esos salvajes tigres alimentados por los vecinos, tuertos o ciegos, alerta. También estaba repleto de coches de la ONU. Nuestros nuevos vecinos podían formar un concurrido Consejo de Seguridad. La cercanía de una de las sedes locales de Naciones Unidas hacía apetecible la zona. Si los protocolos de seguridad los dejaran, podrían ir andando junto a la loma donde dicen algunos arqueólogos que se encuentra la tumba de la familia de Jesús, junto a los parques de Nof Zion, la colonia pija en mitad del valle, o el Diplomat, ese macro edificio de Estados Unidos, que no es embajada ni consulado, y que nadie parece saber muy bien qué actividades esconde.
Las vistas, esta vez, las acaparaba un colegio de la Agencia Judía especializado en formar a futuros profesores en historia de Israel. Un botellón diario. Pero a un lado y al otro el balcón se abría al ensueño. Jerusalén derramada en el mirador, a la izquierda, y Beit Sahour, el valle de los guardianes de la noche, a la derecha. El muro de hormigón por delante, eso sí, que ya hablamos de la peligrosa Cisjordania.
En una tierra donde amanece prontísimo, hacia las cuatro de la mañana comenzaban a sonar los cantos de los muecines del este de Al Quds y de la villa del consejo de Belén. La hondonada doble hacía retumbar las voces, creando una polifonía perfecta. No es tener el altavoz en la oreja. Es despertarse con un arrullo flotante, casi fantasmal. Y hacerlo en la casa propiedad de un neoyorkino, rabino conservador –que en el judaísmo es decir progresista y de mente abierta-.
Hubo que cambiar la puerta del bloque, las luces de la entrada y el ascensor para que no tuvieran que dar a un botón en shabat
Fueron días compartidos con Alviss, el gigantón noruego del ático, todo entusiasmo –y brazos en las mudanzas del vecindario-, a sueldo de UNICEF; con Tzipora, la anciana polaca del segundo, siempre en busca de una excusa para entrar en casa ajena –“deja que mire desde tu ventana… tengo una fuga de agua rara…”, o “a ver si a ti también te entra forraje de la obra de al lado, que me trae loca…”-; con Silvio y Martha, argentinos, escapados a Israel tras el atentado de la AMIA, que aún conservaban la suavidad de su tierra, pese a la dureza de la de acogida; o con los Levy-Keller, temidos presidentes de la comunidad, que debían tener voz pero preferían dejar recados bajo la puerta. Su presión fue tal que hubo que cambiar la puerta del bloque, las luces de la entrada y el ascensor para que no tuvieran que dar ni a un botón en el día sagrado del shabat. Una pasta. Pero nadie se quejó. Nadie lo hace ante la religión.
De que todo reluciera se encargaban un etíope y un palestino. A cubazo limpio, que es el estilo local. Marchosos como ellos solos. La discografía completa de Khaled me la sabré de por vida.
De que todo reluciera se encargaban un etíope y un palestino marchosos: la discografía de Khaled me la sabré de por vida
Este repaso hogareño tiene un bonus track, porque los últimos meses en Jerusalén cambió mi escenario y me convertí en una okupa en el centro. Jaffa Road, la principal arteria de la ciudad, senda del tranvía, fue mi casa. Con la comisaría del Russian Compound a un lado, donde las matriarcas palestinas hacen cola, esperando a saber algo de sus hijos, los menores detenidos por una piedra lanzada, para que delaten a un amigo, por algún dios sabe qué (sin)razón más. Con Hanevim a otro, la calle de los patriarcas, llenas de casas-frontera pegando a la línea verde del armisticio del 49, y llenas de ultraortodoxos, de los que en festivo apedrean coches pecaminosos en la esquina.
Un triángulo cerrado por el Record y el Uganda, dos de los pocos bares insomnes que nunca, salvo en Yom Kippur, se deciden a cerrar. Bloque curioso: oficinas de la Policía en la primera planta, de los servicios sociales para familias en problemas en la segunda. Y arriba nuestro palomar con terraza. Todo, propiedad de la Obra Pía española. Aquí el casero es siempre el cónsul general.
Un rincón cerca de todo, de los cafés esenciales, los 24 horas, el Ayuntamiento… pero sobre todas las cosas, a cinco minutos de la Puerta Nueva, la entrada más próxima al paraíso de la Ciudad Vieja. Con sus franciscanos –“cuarto cristiano”-, sus tiendas de coronas de espinas, su colegio de La Salle donde los niños usan la muralla de Solimán el Magnífico como límite de la cancha de baloncesto. El acceso a la ciudadela por la que se mataron y se matan las tres grandes religiones del libro, donde brilla Al Aqsa y las paredes marcan los niveles a los que llegó la sangre en el asedio romano. La hermosura y la toxicidad de Jerusalén a cuatro pasos, para meterse definitivamente y para siempre en cada célula del corazón.
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