Opinión

Vídeos asesinos

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 12 minutos

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Si te dicen que fue un suicidio, ya sabes: entonces es que la prensa no estaba allí. Es una línea de una canción que escribió un hermano mío, involucrado en ciertas luchas sociales. Resume, de una forma un tanto dramática, el papel que los periodistas han jugado desde que se inventó el oficio: documentar lo que ocurre, en contra del poder de turno. En la convicción, mil veces confirmada, que documentarlo puede evitar que ocurra: el poder prefiere cometer sus atropellos a escondidas, porque necesita mantener una buena imagen.

Porque el poder depende del respaldo, activo o pasivo, de la muchedumbre, y mostrar, demostrar lo que hace, puede conducir a que el pueblo deje de respaldarlo. Por eso, la presencia de una cámara de televisión en un conflicto cualquiera suele ser un alivio para quienes sufren la violencia: ni a los gobiernos les gusta tener que responder en Naciones Unidas a preguntas incómodas, ni las guerrillas quieren ensuciar su imagen ante las redes de simpatizantes en medio mundo, esos que necesitan creer en la pureza de las armas. La revolución será televisada, pero las atrocidades no.

Damasco niega ser culpable de los ataques con gas. El ISIL no niega nada. Exhibe impúdicamente

Esta simple ecuación ha fallado en Siria. Estrepitosamente. Ya es difícil documentar las masacres que comete el régimen de Asad, pero ahí al menos se cumple la condición de base: Damasco niega ser culpable de los ataques con gas, no permite que se muestren sus atrocidades. El Estado Islámico no niega nada. Exhibe impúdicamente.

Toda guerra es psicológica: amedrentar al enemigo forma parte del combate. También el régimen sirio lo hace, mediante las milicias shabbiha: matar a los posibles opositores de la forma más espantosa forma parte de su táctica. Dicen que por ahí circulan vídeos inenarrables, obviamente grabados por los propios sicarios, se debe suponer que con la intención de dejar en shock a quien piense pasarse a la oposición. Pero al régimen sirio no se le ocurre difundirlos bajo su nombre. Al Estado Islámico sí. Se crece con cada atrocidad cometida ante las cámaras.

¿Hay que apagar las cámaras? Un reportero español – no recuerdo su nombre – en una guerra africana, creo que fue Sierra Leona, fue testigo de cómo un grupo de milicianos apresaba a un supuesto adversario y lo fue apaleando cada vez con mayor saña. La cámara los excitaba. Al notarlo, el periodista apagó el aparato. La situación se fue calmando.

Los vídeos del ISIL tienen un montaje digno de Hollywood. Pensado para fans de Juego de Tronos

Pero esto era una exhibición de virilidad de unos combatientes embriagados por la sensación de ser protagonistas por un día, probablemente sin mirar más allá de la punta de sus machetes. El Estado Islámico es otra cosa. En primer lugar, las cámaras son de ellos. Cámaras muy profesionales, donde todo está calculado: en ángulo, el enfoque, el cambio de plano, con un montaje digno de los grandes estudios de Hollywood. Pensado para fans de Juego de Tronos.

También las vías de difusión son de ellos. Ninguno de los diarios digitales en los que leí la noticia del piloto jordano quemado vivo ofrecía el vídeo; todo se reducía a un fotograma. Ni había enlace: imagino que todos los periodistas juzgaban su difusión contraria a su sentido de la ética o de la oportunidad. Ni falta que hacía: la secuencia circulaba por Facebook a las pocas horas (acompañada, por supuesto, de gritos de horror). Sin que parezca que vaya a acarrear consecuencias: Facebook sólo te cierra la cuenta si publicas una foto tuya en tetas. Según la ideología norteamericana, que en este punto no se diferencia de la de Arabia Saudí, un pezón es más nocivo para el bien común que una muerte atroz en directo.

No cabe duda que la noticia en sí, aun sin video, es la plataforma que permite al Estado Islámico (usaré las siglas ISIL) alcanzar en cuestión de veinticuatro horas prácticamente a toda la población del globo. Que esta es su intención ha quedado más que claro.

En realidad, no es un concepto nuevo. Se llama Horror y Pavor: Shock and Awe en inglés, el término bajo el que el gobierno de George W. Bush lanzó la invasión de Iraq en 2003. Para aplicarla, explican sus estrategas del Pentágono, hace falta tener un excelente conocimiento del adversario y las circunstancias, hay que ser rápido y preciso, la ejecución debe ser brillante y hay que controlar los mecanismos de la operación. Condiciones que cumple plenamente el vídeo del piloto jordano (al igual que los de las decapitaciones). Cuando ISIL lanza su bomba visual, el efecto está perfectamente calculado y la onda expansivo alcanza de inmediato su objetivo: nosotros.

¿Existe un búnker para resguardarnos? No. La propuesta del Roto – “He apagado el televisor: desde mi casa no se bombardea a nadie” – no parece realista ya. ¿Un esfuerzo concertado de toda la prensa para reducir el espacio acordado al ISIL, relegarlo a un breve en la sección de Sucesos, hacer como si no existiera? Dado que aparentemente somos totalmente incapaces de frenar las masacres de los civiles iraquíes y sirios a manos de los yihadistas, ¿para qué darles encima la tribuna desde la que se vanaglorian de ello?

Sus seguidores admiran al ISIL por el shock y pavor que producen entre nosotros. Somos el objetivo

Un apagón informativo probablemente no tendría el efecto de reducir el flujo de voluntarios europeos (conversos, semiconversos, como cabe llamar a quienes descubren una religión que lleva el mismo nombre que la de sus padres) hacia Siria: a las redes de reclutamiento les bastan las mezquitas y las redes sociales; la sociedad paralela en la que viven los aspirantes a yihadista no necesita ya de la prensa del kiosco ni del telediario. Ya no, a estas alturas.

Dudo de que estos aspirantes se vean impulsados a acudir a las filas del ISIL por la crueldad de las ejecuciones; sí por la exhibición de fuerza, de invencibilidad que transmiten las imágenes. En otras palabras, por el shock y pavor que producen entre nosotros. Somos el objetivo.

Pero el Poder cuya invencibilidad admiran quienes respaldan al Estado Islámico no es una milicia que se ha hecho fuerte en una región semidesértica entre Éufrates y Mediterráneo. No conciben esta guerra como una lucha guerrillera desde Raqqa y Mosul contra los ejércitos vecinos. Sino como un enfrentamiento entre islam e infieles. Lo que ellos llaman islam y lo que ellos llaman infieles. Este segundo concepto abarca también todas las sociedades musulmanas: todo aquel que no se adhiere a su particular visión del “islam” no es musulmán, para ellos. Es una guerra entre dos concepciones del mundo.

La única diferencia entre Raqqa y Riad es que en Riad, las ejecuciones se graban con el móvil y en secreto

Por esto es inútil insistir, como se hace con tan buena intención, que los vídeos del ISIL – o los asesinatos de dibujantes franceses – no tienen nada que ver con el islam. Para ellos sí tienen que ver. Ellos se sienten portaestandartes de 1.500 millones de musulmanes en el globo (cuya opinión nadie pide).

Eso no es lo grave: lo grave es que ya tienen de su lado a los gobiernos de todos los países que se declaran oficialmente musulmanes. De entrada, conocemos la diferencia entre las normas jurídicas-teológicas de ISIL y las de Arabia Saudí: es cero. La milicia copia del reino wahabí. Copia la jurisprudencia de un rey a cuyo funeral acudió media Europa, por cuya muerte bajaban a media asta las banderas en Londres y al que la jefa del FMI, Christine Lagarde, llamó “gran defensor de las mujeres”. Cuando la única diferencia entre Raqqa y Riad consiste en que en Riad, las ejecuciones se graban con teléfono móvil y en secreto.

Pero Riad marca el paso del mundo musulmán: ya no existe ningún gobierno islámico que defienda una visión distinta. Ninguno que defienda la libertad del ciudadano frente a la teocracia. En febrero, la Universidad de Al Azhar de El Cairo, algo así como el Vaticano del mundo suní, dio públicamente la razón a ISIL: pidió que a los miembros de esta milicia, por “luchar contra Dios y el profeta” se les apliquen los castigos previstos en el Corán: muerte, crucifixión, mutilación de las extremidades. Exactamente lo que hace ISIL.

Más claro no lo pudo decir Al Azhar: la ideología que defiende la milicia ya se ha convertido en oficial. ISIL no es más que la avanzadilla de esta nueva religión, la wahabí, que nació en el siglo XVIII y ahora se hace llamar islam. No se confundan: no es histórica. Y mucho menos es medieval. Es moderna. Y está en guerra con los musulmanes.

En una guerra, lo fundamental es dominar la narrativa. Y el tándem saudí-ISIL ya lo ha conseguido: hasta el Washington Post dedicó un sesudo análisis teológico a la cuestión de si quemar vivo a un piloto jordano puede justificarse con un versículo determinado del Corán como “qisas” (ley del talión) o no. Que este debate exista en nuestra prensa ya dice todo: se da por sentado que cierta parte del mundo – esos 1.500 millones de musulmanes en cuyo nombre todos hablan y que no tienen derecho a expresar su opinión, so pena de ejecución o azotes bajo la égida de un rey “reformista y defensor de las mujeres” – se rige por otras leyes, leyes divinas, no las de la humanidad. Porque son musulmanes, no son humanos.

La acusación de la “islamofobia” -criticar el Corán se tilda de racismo- eleva a «raza» a los musulmanes

La acusación de la “islamofobia” subraya ese concepto: criticar las leyes del Corán se tilda de racismo. Es decir, eleva a concepto de raza a esos “1.500 millones” de musulmanes, para los que asesinar a dibujantes o azotar a ateos es de repente algo tan natural como tener el pelo crespo o la piel oscura. Un discurso que ha sido acogido y replicado con afán por la derecha europea y norteamericana, empeñada en rechazar a “los musulmanes” en bloque y pedir que se vayan a “sus países”: para el racista, todo lo que haga alguien de otra raza está bien, mientras no se mezcle con los blancos.

En esta guerra, la que intenta afianzar la hegemonía saudí sobre una quinta parte de la humanidad – aquella que nace con un carné de identidad islámico – el ISIL le hace el trabajo sucio a Arabia Saudí. Es ese sicario sin uniforme que le permite al reino quedar como “moderado”, simplemente porque el reino no difunde en vídeo la aplicación de las mismas leyes.

Estos vídeos, con sus monos naranja, no son más que la bolita de cristal brillante que observamos fascinados mientras nos hipnotizan los teócratas de los países más ricos del globo. Una hipnósis que ya ha llegado lejos: no falta en Europa quien asegura que los sicarios de Dios tienen hasta razones para luchar contra “Occidente”, porque oprime “las sociedades musulmanes”.

El verdadero beneficiario de esta guerra hipnótica no son los millonarios saudíes y del Golfo

El verdadero beneficiario de esta guerra hipnótica no son, desde luego, los millonarios saudíes y del Golfo. El verdadero beneficiario son los millonarios de Washington, París, Londres y Tel Aviv: sólo mientras dure esta guerra, sólo mientras nosotros sigamos hipnotizados por el ojo de esa serpiente de fuego que devora vidas humanas en directo, ellos pueden mantener el actual orden económico, basado en la fabricación y venta de armas. Y en su utilización, claro está. Desde que empezó la crisis bancaria en 2008, el mundo se ha gastado unos diez billones (10.000 000 000 000) de dólares en armamento. Al año, unos 1,5 billones. Algo más que el producto interior bruto de España: el mismo dinero del que pueden vivir durante un año 40 millones de personas se emplea para matar a unos 150.000. Personas. Aunque se nos dice que son musulmanes.

La guerra es un negocio, ya lo dijo la Madre Coraje de Brecht. Pero tiene que durar. Si no, no rinde. Y hay algo insuperable en esta nueva guerra que la quinta parte de la humanidad hace contra sí misma, bajo pretexto de luchar contra el resto del mundo. Algo que garantiza unos beneficios sostenidos: es simplemente divina.

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