De la primavera árabe al invierno del turismo
Laura J. Varo
Beirut | Septiembre 2014
15 de agosto de 2012. El vuelo 562 de Air France de París a Beirut planea sobre el aeropuerto de la capital libanesa. Se ha denegado el aterrizaje por disturbios violentos en los alrededores del aeródromo, en una zona controlada por el partido-milicia Hizbulá. El avión es redirigido a Ammán, donde es imposible llegar a través del espacio aéreo de Israel, legalmente en guerra con su vecino mediterráneo.
Tampoco es posible sobrevolar Siria hasta Jordania y, sin embargo, el vuelo aterrizará en Damasco, una capital en guerra desde que estalló en 2011 la revolución contra el caudillo Bashar Asad a imagen de los levantamientos de Egipto, Libia y Túnez, y donde las sanciones internacionales contra el régimen obligan al comandante a pagar en cash el repostaje. Empezaron a pedir a los pasajeros dinero en efectivo aunque al final no hizo falta. Tras una noche en Chipre, el vuelo aterriza, con un día de retraso, en la pista de Beirut.
Líbano paga el pato de lo que empezó siendo una oleada de revueltas ciudadanas y acabó en terremoto
El día en que la Primavera Árabe entró de lleno en el anecdotario de la aviación comercial, el agua que baña Beirut estaba calma, una leve bruma se estancaba en las montañas verdes que encierran la otrora “perla de Oriente Medio” y hacía, como cada agosto, un calor húmedo de mil demonios. A diferencia de otros veranos, sin embargo, el ajetreo en el aeropuerto libanés se había reducido considerablemente merced a las alertas lanzadas por varios países a sus ciudadanos ante la inminencia de un contagio de la violencia siria.
Desde entonces, la situación no ha mejorado. Líbano, su mar, sus montañas verdes y sus ruinas romanas y alejandrinas plantadas en el corazón de Oriente Próximo, una de las regiones más inestables y atractivas del planeta, sigue pagando el pato de lo que empezó siendo una oleada de revueltas de ciudadanos hastiados ante la tiranía de sus apoltronados líderes y acabó en un terremoto del que no se atisba el final.
“Lo que más nos afecta es la decisión de los gobiernos del Golfo árabe recomendando encarecidamente a sus ciudadanos que eviten Líbano por razones de seguridad”, esgrime Roger Eddé, uno de los mayores empresarios hoteleros del país y refundador de la ciudad fenicia de Byblos, un oasis reconstruido a golpe de su propio talonario, “los árabes del Golfo gastan diez veces más (que europeos o libaneses) en hoteles y resorts de lujo”.
Con un patrimonio descuidado y una costa a menudo oculta a los cazadores de postales, Líbano se deja querer por las fortunas ansiosas de menguar en las boutiques que salpican el reconstruido ‘Downtown’ (centro ciudad) y que llegan desde Kuwait, Arabia Saudí o Qatar para ocupar suites de lujo también en los hospitales que se anuncian junto a restaurantes y hoteles en las pantallas frente al asiento del avión.
El miedo y la política han llevado las cifras de turistas en Líbano desde 2 millones en 2010 hasta 1,2 millones en 2013
Pero ni las exenciones de impuestos que convierten al país en un gigantesco Duty Free considerado paraíso fiscal por las autoridades europeas amortizan el sinvivir que provocan tres años de guerra a las puertas, más de 170.000 vecinos sirios muertos, dos millones de refugiados y los puntuales atentados dirigidos, sobre todo, contra Hizbulá por su implicación al otro lado de la frontera.
Solo el miedo y la política han llevado las cifras de entrada de turistas extranjeros en Líbano desde los más de dos millones registrados en 2010 hasta los 1,2 millones de 2013, según el Ministerio de Turismo (las cifras incluyen, entre otros, a residentes en el extranjero con doble nacionalidad y refugiados sirios no registrados por Naciones Unidas).
Ni los hijos pródigos de la diáspora guerracivilista ni los “sospechos habituales de la élite libanesa adictos a los resorts de playa y jardín”, según Alice Eddé, esposa del magnate, están de humor. “¡Nuestras famosas fiestas con duchas de champán sin fin no se ven por ningún lado!”, recrimina.
Las tuberías burbujeantes de los Eddé no son las únicas resentidas. El estallido de la Primavera Árabe ha estancado el crecimiento en toda la región, desde el Magreb hasta el Levante mediterráneo, que la Organización Mundial del Turismo (OMT), situaba a la vanguardia del globo, con un 6,5% de media de aumento anual en la llegada de turistas para el Norte de África entre 1995 y 2010, y un imbatible 10,5% en Oriente Medio.
Desde que estallaran las primeras protestas en Túnez y Egipto, imanes para guiris sedientos de un exotismo que mezcla ostentación relativamente accesible, aguas cálidas durante casi todo el año y la superposición de capas y capas de historia, cultura y civilizaciones, ambos países recibieron una estocada mortal.
Según la consultora Consensus Economics, “uno de los efectos (económicos) más inmediatos de la Primavera Árabe fue un afilado declive en el turismo”. “El número de las llegadas en los cinco destinos principales de la región (Egipto, Marruecos, Túnez, Jordania y Líbano) cayó una cuarta parte, de los 20 millones en la primera mitad de 2010 a 15 millones en 2011”, señala el estudio Dos años de Primavera Árabe, publicado en 2013. Una mordida coyuntural si no fuese porque, como apunta el mismo informe, los ingresos directos derivados del sector suponen desde el 20% del Producto Interior Bruto (PIB) en Líbano a entre un 5% y un 8% en Túnez y Egipto.
Un grupo de países se ha beneficiado e incluso ha crecido en turismo: Emiratos Árabes Unidos, Omán y Qatar
“La situación tras los eventos que arrancaron en Egipto, Túnez, Libia y otras partes del mundo árabe (…) ha tenido un impacto directo en el turismo de la región”, reconoce el secretario general de la OMT, el jordano Taleb Rifai, “más serio en los países con un historial de mayor dependencia y apoyo al sector turístico”. No todos han perdido, resalta: “Un tercer grupo de países se ha beneficiado e incluso han crecido, como los Emiratos Árabes Unidos, Omán o Qatar”.
Solo Dubai, que adolece de un clima tan extremo como la pompa de sus resorts y hoteles de salidos de la nada, ya ha superado en número de visitantes a muchos de sus vecinos, con un aumento del 10% anual en 2012 y 2013. “Si sabes a lo que vas, Dubai no está mal”, conviene Miguel Ángel, profesor español afincado en Beirut, “te permite lujo a mucho mejor precio”.
No ha sido fácil ni siquiera para la tierra bañada de petrodólares. El pequeño emirato en el extremo del Golfo Pérsico ha resistido la amenaza de bancarrota provocada por la construcción de algunas de las infraestructuras más delirantes del planeta. Su oferta de piscina con pulserita y centros comerciales temáticos que acogen hasta un hotel alpino con vistas a la mayor pista de esquí cubierta del mundo, culmina en fantasías de islas con forma de palmera y archipiélagos artificiales que encierran el mundo entero. Es una competencia, más que dura, casi excesiva hasta para los oasis de corales a orillas del Mar Rojo, donde se miran, cara a cara, Egipto, Jordania e Israel.
En Estambul, los niqabs y abayas se cruzan en el aeropuerto con los ombligos descocados y espaldas al aire
La historia se repite en Turquía, el quinto país más visitado del mundo y el preferido por los turistas musulmanes según el informe sobre el Estado de la Economía Islámica 2013 elaborado por Thompson-Reuters. En Estambul, donde los niqabs y abayas se cruzan en el aeropuerto con los ombligos descocados y espaldas al aire de las veraneantes, carteles y pancartas en la céntrica Taksim anuncian una antigua Constantinopla de gala en pleno ramadán, como si de Madrid en Navidad se tratase.
Las ofertas de fin de semana o de Eid (la festividad que pone fin al mes de ayuno) en hoteles de cinco estrellas con menú especial de iftar y restaurantes halal donde se cumple el precepto islámico de no servir alcohol o cerdo, han robado una buena mordida de turistas árabes a otros países como Egipto, hasta ahora meca de la comunidad muslim-friendly con hospedaje específico para familias y hasta piscinas segregadas por sexos.
En El Cairo, hasta las pirámides han perdido su tirón. La marabunta humana que fluía desde los autobuses de touroperadores que organizaban excursiones a Guiza ha desaparecido, dejando al viajero la dura tarea de apartar como moscones los guías improvisados que prometen recontar la historia de camino a la única maravilla de la antigüedad que sigue en pie. Hoy, las tres moles más famosas de la historia se erigen sobre un páramo de arena que deja una sensación parecida a la que debió tener Napoleón la primera vez que recorrió los poco menos de tres kilómetros que las separan de la esfinge, con la excepción de verse rodeado de un puñado de colegiales locales y no de la caballería imperial.
La escena se repite en cada lugar emblemático de la capital egipcia, por cuyas callejuelas deambulan caballos macilentos que antes paseaban en calesas a los exploradores de pantalones cargo y sandalias con calcetines. La escena, y las preguntas. El desconcierto desolador de los cairotas se cuela en interrogatorios sobre las razones por las que dos extranjeros pasean, cámara al hombro, por el empedrado de la ciudadela, donde la antigua cárcel, aún usada por Mubarak, asegura el guarda, se ha convertido en atracción turística, con maniquíes que reproducen las condiciones de presidio, y culmina con un “gracias por venir”, como si tres años hubiesen borrado el recuerdo de camisetas de tirantes y hombros pelados al sol del desierto.
Más de 4,5 millones de personas esquivaron la patria de los faraones en 2011 debido a las protestas que acabaron derrocando a Hosni Mubarak y encumbrando a un rais tras otro (léanse el islamista Mohamad Morsi, vencedor de las elecciones de 2012, y el general golpista Abdelfatah Sisi, elegido presidente en 2014). Desde entonces, el Nilo casi se ha vaciado de cruceros desde los que observar uno de los más fantásticos derroches de la naturaleza, que se derrama en vegetación a los pies de un desierto con piedras capaces de desatar todo tipo de ensoñaciones sobre la fundación extraterrestre de la humanidad.
“Cuando las cosas se calmen, volverán los turistas”, pronostica una aspirante a guía profesional
“Estamos mejorando”, comenta Dylan Saleh, una estudiante de Historia velada que pide hacerse una foto con los dos únicos turistas occidentales que merodean por el patio central de la mezquita del sultán Hassan. “Cuando las cosas se calmen, volverán los turistas”, pronostica con la reconocida melancolía de una excelente alumna de inglés y aspirante a guía profesional que va buscando interlocutores extranjeros con quienes practicar.
Es una de las caras más duras de la era posrevolucionaria. Para el 13% de los trabajadores egipcios, el turismo era la principal fuente de empleo, según datos del Consejo Mundial de Turismo y Viaje. El hundimiento del sector ha disparado un paro incapaz de recuperarse con la afluencia de los trotamundos, generalmente low-cost, ante quienes se abre ahora la posibilidad de redescubrir unos encantos a menudo eclipsados por una miríada de flashes aficionados.
Rusos e israelíes encabezan el ránking de visitantes en Egipto y Jordania, Túnez mira hacia Francia
El tímido despunte registrado en 2012, que abría una ventana a la recuperación, se vio frustrado súbitamente con el derrocamiento de Morsi y la brutal matanza del campamento de Yabal Zawiya. El golpe del Ejército contra el Gobierno salido de las urnas devolvió el polvo a las vitrinas del Museo Egipcio, a la entrada de la ya mítica plaza Tahrir (en enero de 2014, el número de visitantes extranjeros había caído un 29% con respecto al año anterior, según el Ministerio de Turismo) y dio pábulo a nuevos temores de inestabilidad que han comenzado a extenderse por los oasis a orillas del Mar Rojo, como Hurgada o Sharm el Sheij, donde se soportaba aún la arremetida posrevolucionaria con unos niveles de ocupación hotelera en 2013 de entre el 50% y el 75%, según el último informe del Oxford Business Group.
Algo parecido se vive en Túnez, la cuna de la Primavera Árabe. Las previsiones más halagüeñas del Gobierno ponían por encima de los siete millones el número de visitas esperadas para 2014, en consonancia con los datos registradosen 2010, antes del inicio de las revueltas que acabaron por mandar al exilio al entonces presidente Ben Ali. A diferencia de Egipto, Líbano o Jordania, donde el turismo interior y las miras hacia el mercado islámico (especialmente de los países del Golfo) y oriental (rusos e israelíes encabezan el ránking de visitantes en Egipto y Jordania, respectivamente, mientras el mercado asiático es el que más ha crecido en origen) pintan un panorama en el que europeos y americanos sean, hasta cierto punto, prescindibles, el Ministerio de Turismo tunecino aún confía en recuperar la cuota francesa al otro lado del Mediterráneo.
“La situación no es buena”, se queja Rached Daghfous, ingeniero de paso en Beirut y vecino de Hammamet, el benidorm tunecino; “necesitamos que vengan turistas, los tunecinos no tenemos dinero (para los resorts), aunque tenemos a los libios, que no son turistas, son refugiados, pero tienen dinero porque tienen petróleo”. La situación del pequeño país que vio partir a Amílcar Barca desde la legendaria Cartago condensa los vaivenes a los que la Primavera Árabe, en su primigenia andanza de décadas de dictadura hacia la democracia, ha sometido a sus escenarios.
Pese a que la comunidad internacional ha aplaudido el ejemplo de transición política de Túnez, varios sucesos han tirado abajo un peldaño tras otro de la recuperación. Ocurrió en 2013, con los asesinatos de dos líderes de la izquierda en la oposición, y ocurrirá, previsiblemente, este año, tras un ataque a un convoy militar, pronostica Daghfous antes de lanzar un SOS contra la paranoia: “Ha sido en el sur, lejos de la costa, Hammamet es seguro”.
Libia cuenta con cinco lugares patrimonio de la humanidad, pero los aviones siguen en tierra
El reto se convierte en invención en Libia, el único país rescatado por la ONU de las cuatro décadas de capricho de Muammar Gadafi. Cuarenta años de cerrazón han evitado el desplome de un sector que, sencillamente, no existía. Tras la muerte del dictador en 2011 y las primeras elecciones democráticas celebradas al año siguiente, el recién estrenado Gobierno liberal se había propuesto desenmascarar ante los turistas un país que cuenta con algunos de los oasis más impresionantes de entre los desiertos del mundo, hasta cinco localizaciones calificadas de Patrimonio Cultural de la Humanidad y capaz de evocar las historias de piratas y corsarios que arribaron a los puertos venecianos de Trípoli y Bengasi.
Con los dos principales aeropuertos internacionales reventados a golpe de misil y mortero, merced a la reactivación de los enfrentamientos entre milicias herederas de la revolución, sólo la cámara recuerda la cara de orgullo de Sam, que alzaba el dedo enfangado en tinta mientras apuraba un café en la terraza de un bar en Sidi Bousaid, la villa tunecina de casas encaladas y ventanucos añil donde se desató la primera de las revoluciones árabes. El joven libio viajó en 2012 de Londres a Trípoli, via Túnez, solo para votar a ese Gobierno que prometía conceder, por primera vez, visados para turistas. Dos años después, los aviones esperan en tierra para poder regresar a casa.
Jordania se ha visto afectado por los estereotipos de toda una región ahora considerada revuelta
El miedo es, precisamente, la clave en toda la región. El sector “debería difundir una idea clara sobre la tranquilidad y la seguridad en Jordania y promover Jordania como ‘una isla de calma en un mar de caos”, reivindica Mamoon Allan, doctor del departamento de Desarrollo Turístico y Arqueología en la Universidad de Jordania. “Creo que el país se ha visto claramente afectado por todo este fenómeno; la imagen mental de los turistas internacionales es conjunta y mezcla Jordania con otros países erráticos de Oriente Medio”. “Es una cuestión del estereotipo general sobre toda la región”, apostilla por correo electrónico.
El país, donde entre 2011 y 2012 se reprodujeron algunas manifestaciones que obligaron al rey Abdulá II a realizar cambios constitucionales y de Gobierno para intentar contener la suerte de los predecesores, ha pagado el precio de constituirse en un destino empaquetado que los turistas extranjeros podían disfrutar en ruta hacia Siria o Israel. Su gran reto es convertirse en un destino donde la vista del Tesoro desde el siq, el cinematográfico pasadizo a través del que Harrison Ford llegó en El Arca Perdida hasta la espectacular portada de la ciudad nabatea de Petra, no rivalice con países fronterizos capaces de aguarle la fiesta.